Betty baja los álbumes de fotos para la sobremesa. El asado estaba a punto caramelo. Betty y Luis estuvieron diecisiete años en el San Jacinto Baby Fútbol. Arrancaron con un contenedor y una cantina improvisada con costaneros. Ahí jugaron los tres gurises: Marcos, Andrés y Alfonso, alias el Pacha. Años después, con el mismo horizonte que Deyna Morales, enmarcado con tres fierros y una red que solo infla el viento o la pelota, el Pacha Alfonso Espino se ajusta las gafas a la nariz. Allá, la ruta. Hay un brillo adolescente en la retina, una voz madura que surca los laterales de las canchas nuestras.
La pequeña Alai se alimenta en los brazos de Saralea. Otra vez el brillo se apodera de la mirada tras los lentes del futbolista tricolor. Mamá Betty lo ayuda con una espina que trajo prendida de Los Céspedes. En los gestos de papá Luis aparecen los gestos del lateral, las manos en los bolsillos y las miradas que van del suelo a la conversa sin perder de vista la piedrita que están pateando. El Pacha dirigió a las gurisas de handball del mismo equipo, también a los botijas del baby. El Pacha es a San Jacinto lo que San Jacinto es a los Espino: la casita en la cooperativa frente al liceo nuevo, un perro cachorro que no deja de moverse, premios de grandes rendimientos cerca del parrillero, copas, medallas, banderines y fotos. En el barrio de un pueblo donde naides es más que naides, un museo familiar donde la cepa es la misma y es pura.