Hay un punto alto, muy alto de Nizhny Nóvgorod, desde el que lo primero que se ve es cómo las aguas del río Volga bañan a la ciudad y a la vida. Lo segundo que se ve es un estadio de fútbol inmenso en el que ahora caben partidos de un Mundial. Lo tercero que se ve son argentinos en tristezas. La primera visión está desde siempre. La segunda visión se instaló en el paisaje a partir de hace algunos meses. La tercera es el presente.

Hay argentinos tristes que vienen y van en Nizhny Nóvgorod porque las tristezas, en especial las del fútbol, vienen y se van, pero esta, la más flamante tristeza deportiva y argentina, aún no se va. No se va y no está claro que, atendiendo a que las tristezas de la cancha tienden a ser fugaces, parta en un plazo cortísimo. Destartalada a partir de una macana de su arquero, desinspirada a pesar de contar con el jugador más habitualmente inspirado del planeta, descuartizada porque ni juega bien ni vence y eso es motivo suficiente para la descuartización en esta edad descuartizante de la historia, la selección argentina que en este tiempo entristece a los argentinos se cayó rumbo a todos esos abismos en una noche de cambio de estación en la que todo lo que le podía salir le salió mal.

Tres goles -uno absurdo, uno bellísimo, uno como castigo dentro del castigo- le hizo Croacia a los argentinos, bailando una danza que, en la segunda mitad, encontró a Luka Modrić, autor del segundo tanto, en el centro de la pista. Los que se esmeren en guardar alguna memoria del partido dirán que hubo un rato en el que, sin brillo pero sin errores mayúsculos, la selección celeste y blanca se las arregló para que sus rivales no desnudaran muchas de sus vulnerabilidades defensivas y hasta estuvo más o menos cerca de quebrar el cero en algún intento. Con un esquema más parecido al gusto de su entrenador Jorge Sampaoli que el del empate inaugural frente a Islandia, no descubrió de qué manera acelerar su manejo en general anodino de la pelota ni tampoco dejar a Lionel Messi, su carta principal, en condiciones favorables para marcar diferencias, pero, inclusive con esos límites, no amagaba con dar tres pasos hacia el derrumbe. Los hinchas argentinos, de a miles en una ciudad a la que visitaron exclusivamente por su pasión futbolera, cantaron mucho, cantaron poco y después ya no cantaron porque ni siquiera con el estímulo el canto resultaba posible redefinir lo que sucedía.

No hace falta ser un argentino en tristezas en las cumbres de Nizhny Nóvgorod para saber lo que significan los golpes de la existencia: con frecuencia, más embromado que el propio golpe es el tipo de reacción que genera el golpe. Argentina se pegó un golpazo cuando comenzaba la segunda parte porque su arquero, Wilfredo Caballero, falló feo con los pies al dejar la pelota en otros pies, los de Ante Rebić, alguien que los usó bien y convirtió un gol que fue gol y más que eso, un impacto que quebró y casi definió el partido. A Croacia le dio la seguridad de que ese rato empezaba a ser su rato, pero, mucho más que eso, a Argentina lo condenó a convencerse de que ni podía ni podría.

Hinchas argentinos ven el partido ante Croacia en una pantalla gigante en la plaza San Martín de Buenos

Hinchas argentinos ven el partido ante Croacia en una pantalla gigante en la plaza San Martín de Buenos

Foto: Eitan Abramovich

El fútbol es arte, sonrisa, dolor y también rebelión. Vaya a entenderse por qué razones, de todo eso, a los argentinos sobre el césped ruso les quedó sólo el dolor. Arte y sonrisa a veces escasean. Lo que constituye un enigma más amplio es a qué se debe que, cacheteada y asombrada, esa selección que hereda tantos pasados notables no se rebeló. Si el proyecto inicial de partido había funcionado a medias, no surgió un proyecto nuevo que posibilitara imaginar la proeza. Mágico en tantos instantes de su vida con la redonda, Messi soltó destello mínimos de su genio y se volvió uno más en un conjunto apagado, que no transmitió ni ingenio ni energía como para dar vuelta un escenario que lo ubicaba con un futuro breve en el Mundial (y que depende de una combinación de resultados compleja para seguir en carrera). Las entradas de Gonzalo Higuaín y de Paulo Dybala -figuras de la Juventus- y de Cristian Pavón -clave en el Boca que ganó el torneo local- tampoco vigorizaron las perspectivas de un ataque que no atacaba y al que los croatas, salvo en algún atisbo, controlaron sin traumas. El gol de Ivan Rakitić, telón para la obra, implicó un premio para un jugador excelente y una copa alzada para que Croacia celebre su clasificación a los octavos de final.

A muchísimos kilómetros de la cancha en la que a los argentinos les faltó fuego y les aparecieron cenizas deportivas, otro argentino, Kurt Lutman, ex jugador y siempre artista escribió en Rosario: “Te amo fútbol, so más lindo, wacho. Juego sagrado, soplador de castillos de naipes y maestro arrancador de máscaras. Tenés la hermosa costumbre de dejarnos en bolas, en la puerta de nosotros mismos, para que no nos quede otra que crecer”. No es fácil leérselo al argentino en tristezas que mira la vida y la ciudad de Nizhny Nóvgorod desde lo alto entre lo alto. Mientras observa lo que hacen las aguas del Volga y lo que no pudo ser en el estadio inmenso, sigue triste. Triste como miles y miles de futboleros argentinos que también persisten tristes. Ya llegará el momento en que se esfumen las tristezas. Para cuando eso ocurra, al fútbol de la Argentina no le quedará otra que eso a lo que invita Lutman: crecer.

Hinchas argentinos previo al partido ante Croacia en el Estadio Nizhny Nóvgorod

Hinchas argentinos previo al partido ante Croacia en el Estadio Nizhny Nóvgorod

Foto: Dimitar Dilkoff / AFP

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