El Chino agarra la red con las pelotas. Las falanges se ponen pálidas entre el frío y el peso. Los pibes vienen bajando, José con la sonrisa pintada y la electricidad dispuesta al juego, Lázaro con la casaca de Alemania y los tatuajes que hablan. Mientras bajan, otros pibes se cuelgan de las rejas para hacer alguna transa a la carrera. El bullicio sube con el eco de paredes húmedas. Entre medio de las planchadas, una cancha rezagada sirve para que caigan las cosas. Hay uno que barre las porquerías y alcanza los fuegos y las hojillas que fenecen en proyecto de atravesar los aires. La otra chance es la cuerdita que cuelga sin ropa de lado a lado por la que desfila el tabaco y alguna otra cosita. Cuando haya requisa todo empieza de nuevo. Es bravo empezar de nuevo, me dice Carlos, de la Unión, que perdió el celular en la requisa mañanera y quiere saber cómo está la gurisa. Su mujer es la única que todavía lo banca, dice. Mira el suelo, se acomoda las ropas por la corriente. Diego pone los ojos claros contra la pared mientras lo cachea un policía que parece amistoso. A alguien le faltaron los antirretrovirales después de la requisa. La requisa es tremenda transa. Otra más. Hasta un vidrio de la ventana le rescataron. Ya estamos todos: el escopetero y las ganas de jugar, los cacheos y los balones; hay que dar la vuelta al módulo, subir unos escalones derrumbados, atravesar un pequeño riachuelo de aguas confusas y ya estamos a espaldas de una de las planchadas, a la sombra del módulo 5, que enfría las espaldas de uno de los celdarios del 10. Las cortinas son nailon o frazadas roídas, cuelgan palos donde la ropa se amontona y nunca se seca. Donde nada crece. Las caritas aparecen prendidas del mate y preguntan cuándo les toca la cancha a ellos, mientras nosotros privilegiados con el juguete redondo. Adrián pone el grito en el cielo y saluda desde una de las ventanitas. Los puchos van de mano en mano. Todos extrañamos a Adrián en los talleres. Adrián el de visera, el que se ríe de casi todo lo que hace porque le importa poco el resultado. Una rata se escapa por la punta, se cuela en el nudo de caños por donde circula la mierda. Por afuera también hay mierda que circula. Los cancheros presentan la cancha para la celebración: los bancos de suplentes visitantes y locales, un cartel que dice “la canchita del 10”, una tribunita, una cancha para jugar al tenis con los pies, el perímetro siempre. El riachuelo de aguas confusas rodeándolo todo. Es La Bombonera privada de su libertad. Desde las ventanas gritan los goles, cuelgan trapos que no son banderas. Es un tres a cero contundente. Más allá pasan los autos y el 494. Lázaro la amasa cerca del área, se quema cuando no le llega, José es el defensor enérgico que todos los cuadros quieren. Sin embargo, Lázaro vulnera esa defensa en dos oportunidades, una con un disparo cruzado, la otra luego de acrobacias certeras en torno al balón, el otro y los pozos. El equipo que pierde muerde en pugna por el descuento, el que gana se entusiasma con el olor de la goleada. Los bombazos de Luciano se dan contra las rejas. Juancito no la encuentra. El partido termina con gloria desierta. Estirar los músculos es eliminar el ácido láctico, dicen. Para mí tiene que ver con la calma. La calma es como una sábana que nos tapa. El deporte es el cansancio en las entrañas. El juego en los ojos, un pucho, el ruido de trancas. Habrá revancha. ¿Habrá revancha?
La canchita del 10
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