“Ustedes me revivieron”, le comenta Jesús con una sonrisa de oreja a oreja y su columna encorvada a un profe. Mientras se ducha en el vestuario, cuenta su pasado futbolero en las canchas canarias y las peripecias de un largo camino de lucha contra el cáncer que le tomó la garganta y luego la próstata. Era su último día en la piscina, la última clase de hidrogimnasia del verano de las “sirenas y delfines del futuro”, y unos 30 adultos mayores cerraban un ciclo visiblemente emocionados en clima de carnaval anticipado, bailando en el agua con máscaras, pelucas, antifaces y matracas viejos hits de Los Iracundos.
“En el movimiento está la vida y en la actividad reside la felicidad, todo esto no sería posible sin el aporte de cada uno de ustedes que con dedicación, respeto y amor tratan de fortalecer en nosotros la fe para poder lograr una mejor calidad de vida”, rezaba el mensaje en un souvenir (que le obsequiaron al personal de la piscina) hecho con letra manuscrita sobre una cartulina cuidadosamente decorada. Con esa atención, un picnic colectivo y un sinfín de abrazos apretados se despidieron poco a poco.
Jesús, con una actitud adolescente, parecía no querer irse de la plaza. Con 71 años viaja casi todos los días desde Santa Lucía y es uno de los muchos viejitos que asisten durante todo el año a la plaza de deportes Profesor Raúl Legnani, ya sea para nadar libremente, para rehabilitarse de alguna “nana”, a clase de hidrogimnasia o simplemente para desconectarse un poco de la rutina y relajarse.
Son unas 25 plazas en todo el país las inscriptas en el programa, pero pocas identifican tanto a sus usuarios como la de Canelones. Su directora, Sylvana Rodríguez, se muestra orgullosa al verla colmada de gente y trae consigo recuerdos de cuando la piscina era abierta y no contaba con tal infraestructura: “En 2014, con una donación de Diego Lugano y un convenio entre UTE y la Intendencia de Canelones pudimos reformarla y techarla. Hoy tenemos una hermosa piscina con todas las comodidades, accesible para todas las personas, y un grupo humano comprometido que es indispensable. Una infraestructura muy bien conservada, bien iluminada, un techo de paneles solares con el cual se genera la energía para climatizar el agua, una silla hidráulica para discapacitados y una muy buena gestión son factores que generan un sentido de pertenencia muy grande en la gente que concurre y que ve allí uno de los espacios más saludables del departamento”.
Para gran parte de la población canaria, la plaza ubicada sobre la calle José Enrique Rodó es más que un espacio para la práctica deportiva: se trata de un lugar de encuentro y disfrute. Muchos se trasladan desde varios puntos del departamento. Son cerca de 1.500 las personas que hacen actividades acuáticas y aprovechan para zafar del calor durante el verano. Concurren desde bebés y preescolares hasta adolescentes de grupos de viaje, algún grupo del hogar del Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, adultos y adultos mayores. Muchos de ellos llegan por primera vez a una piscina y en tres meses salen sabiendo nadar. A estos se suma otro grupo de natación más competitivo, que se hace llamar “Los Tarariras”.
Metas
Fernando había logrado un objetivo grande: nadar ininterrumpidamente 50 metros. El profesor Mateo recuerda el primer día de diciembre, cuando llegó a clase caminando sigilosamente, con cierta timidez, y se sentó sobre un cubo contra la pared, solitario, lejos de sus compañeros. Tuvieron que llamarlo dos veces para que se animara a tirarse al agua. Para dividir el grupo en iniciantes, intermedios y avanzados, los profesores tenían que evaluar cómo se manejaban en la piscina. Fernando se puso el flotador en la cintura, esperó la orden y se zambulló sin más, pateando y braceando desenfrenadamente con el cuerpo desarmado, sin sacar nunca la cabeza para respirar. Luego de un minuto salió hiperventilando, casi ahogado. No llegó a avanzar dos metros. Todo evidenciaba que no tenía las herramientas para mantenerse a flote y mucho menos desplazarse en el agua.
Sin embargo, el trabajo sostenido dio sus frutos y, luego de tres meses, Fernando logró integrarse al grupo, adquirir las habilidades y destrezas de adaptación al medio y, sobre todo, divertirse y ganar seguridad para estar prevenido ante cualquier situación de riesgo que pueda surgir en un curso de agua. Las miradas de los profes eran de satisfacción: se había cumplido con las premisas fundamentales del programa.
El día final convocaron a unas competencias recreativas tras un arduo trabajo de organización del equipo docente y el personal administrativo de la piscina. La idea era dar un cierre a la temporada y, de alguna forma, evaluar el avance de cada alumno. Al momento de las carreras, el nerviosismo de competir por primera vez, y encima frente a sus familias, era notorio en las miradas atónitas de los chiquilines.
Fernando miraba con los ojos abiertos, como asustado, y aguardaba las indicaciones de la profe. Se acercó al borde, esperó la orden: “¡Prontos, listos, va!”. Primero nadó 25 metros estilo crol. Fue el último en llegar, exhausto. La segunda vez le tocó nadar 50 metros. La carrera fue eterna, y junto a su compinche Nicolás fueron los últimos en llegar, mucho después que el resto. Brazada tras brazada, con la técnica deformada por el cansancio, lograron tocar el borde ante un aplauso general que hizo eco en la piscina. Su cara denotaba el esfuerzo realizado y la mirada perdida, pero con una sonrisa extasiada.
Durante la temporada, unas 30.000 personas en todo el país asisten a las piscinas en el marco de Tirate al Agua. El programa de la Secretaría Nacional del Deporte funciona bajo este formato desde hace tres años (antes estuvo en la órbita de la Comisión Nacional de Educación Física) y tiene carácter deportivo, educativo y comunitario. Sus objetivos son facilitar el acceso a diferentes actividades acuáticas, así como difundir su aprendizaje por medio de la creatividad, la diversión, la integración y la seguridad, además de desarrollar estilos de vida saludables y hábitos de higiene.