Como si algo le faltara a la historia mística de Maracaná. Ni Barbosa ni el personaje de ficción de Paulo Perdigão en el maravilloso libro Anatomía de una derrota, aquel encargado de avisarle al arquero que el narigón número 7 uruguayo se la iba a meter contra el palo, pudieron imaginar jamás que en la tarde de un 16 de julio iba a nacer y morir. Corriendo por la derecha, fría, rápida y feroz, la muerte se metió entre él y la vida por ese hueco del que es imposible escapar. Una tarde de un mismo día, de un mismo mundo, se repitió ese silencio inmenso y único como aquella vez. Las lágrimas fueron para Alcides Edgardo Ghiggia, quien falleció, víctima de un paro cardíaco, a los 88 años, hace cuatro, justo el día en que se conmemoraban 65 años del maracanazo.
Ghiggia nació en Montevideo el 22 de diciembre de 1926. Fue uno de los mejores futbolistas que dieron los potreros celestes. Debutó en la Institución Atlética Sud América en 1945. Tres años después pasó a Peñarol, donde estuvo hasta 1953. Italia fue su destino y jugó en dos grandes: Roma y Milan. Entre ambos sumó una década en el país europeo, donde además vistió la camiseta de la selección italiana en cinco partidos. Después retornó a Uruguay para jugar en Danubio y cerró su carrera en Sud América, en 1968. Salió campeón uruguayo dos veces con Peñarol, ganó la serie B de Italia con Roma y una Liga de Campeones de la UEFA, hoy Champions League, con Milan. Con la celeste en el pecho jugó 12 partidos. Participó en un Mundial, el de Brasil, y convirtió cuatro goles. Uno de ellos fue a 11 minutos de la hora más linda, en la final contra la verdeamarela en Río de Janeiro. Cómo olvidarlo.
Se fueron, se fue Ghiggia, pero quedó esa estela encorvada que picó por la punta derecha del ataque uruguayo en Maracaná. Que acomodó la pelota para el medio y miró al área para despistar, como quien trama una picardía, y gatilló la pelota contra el palo del brasileño Barbosa, y fue gol. El gol y las puertas de la gloria, antesala de la gesta deportiva más maravillosa que se conozca. Entonces Carlos Solé gritará y repetirá hasta el cansancio “gol, gol, gol uruguayo”, acompasando imágenes de héroes en blanco y negro que se reproducirán 1.000, 2.000, 5.000 veces más.
Uruguay campeón del mundo. La mejor película de todas. Dejala ahí, que así está bien. Porque hay cosas que nunca mueren. Nunca.