Es una mañana seca en Gerli. Un vientito ralo entra por la ventana que quedó abierta. Los trenes son intermitentes pero son lo único constante. El baño abierto y las botellas desprenden un olor rancio que inunda la casa. Los restos del escabio que quedan en la boca los mata con un jugo de naranja que quedó de una mezcla que nunca se hizo. Se escabió blanco, digamos. Ya no se siente tan mal, sin embargo. Ayer fue peor. La angustia que nace cuando uno se muere un rato. Como que salta en un pogo la angustia, un pogo que es en el piso de tu pecho de frente al escenario que son todas las letras de tu cabeza.
Le da play a lo último que sonó pero apaga el punk. Busca un disco de los Stones que perdió la tapa, que perdió todo, y lo pone a hablar por los parlantes. Abre del todo la ventana, prende un pucho y ve si el almacén está abierto. Baja por un par de litros más de jugo de naranja del mismo, pero trae cualquiera, el primero que encuentra. Fuma otro pucho. Algunas botellas las junta, otras las patea. Cuando encuentra cierto orden en el desorden, recién ahí se pega un baño. Se siente feliz. El agua le chorrea por el pelo lacio. Hasta unos restos de pintura blanca de cara se van por el río enjabonado del resumidero. Piensa en la poesía. Tararea algo que es una mezcla entre una melodía y una letra. Como si la letra fuera entrando en lugares, en ruidos de la cabeza que se ordenan.
Piensa en combatir el consumo de nuevo, aunque sean dos o tres meses y volver, como ha sido, hay luz en esos tres meses livianos. Prende un pucho y se tira en el sillón con un libro y con los Rolling. No sabe de quién es ese libro pero lo hojea. Se duerme, se quema con el pucho. Se despierta y bebe más jugo. Apaga el pucho que recién le quemó los dedos y prende otro nuevito mientras se sienta y se acomoda el pelo. En la tele toda la mierda, en la ventana los trenes de Gerli.
El Porve perdió el otro día, pero si el resultado importara no volveríamos a ir nunca. Está peleando el descenso. Ricky fue amanecido para la cancha. Estaba violento, recuerda, y prende otro pucho. “Me pongo violento por mis ideales”, dijo una vez, y dijo que también se cansa. Se acuerda de una vez que fue al programa de Julieta Magaña en la tele y primero se meó y después se cagó. Se ríe solo en el sillón, pita riéndose, se atora con el humo y bebe otro trago de jugo de naranja. Dice que lo presionaban, que lo movían como muñeco de torta. Piensa en sus padres, que estaban ahí, para limpiarlo, para darle un beso en la frente, y para devolverlo al barrio donde nunca se meó ni se cagó ni nada. Piensa en “ese halo que me inventaron de niño maldito”. No se da cuenta pero frunce el seño. El humo del pucho que no se va por la ventana se queda en el techo, acariciándolo.
El Porve perdió otra vez, la puta madre. Piensa que en realidad un poco le afectan los resultados. Están peleando el descenso. Siente el frío de la palabra “descenso” y recuerda que es otoño lo que entra por la ventana desde anoche. Se levanta y busca entre la ropa tirada la camiseta del Porve. Se la pone, se prende un pucho, se siente mucho mejor. Busca algo para comer que no encuentra. Está decidido a dejar el consumo otra vez, o a pelearle el partido digamos, o el descenso. Baja por fruta al mismo almacén y vuelve a la mesa que estaba llena de botellas. Agarra unas revistas, recorta unas cosas y escribe otras.
Arma un fanzine de Flema que los hinchas pedirán en recitales. Es el primero. El segundo le va a dar fiaca, seguro, pero saldrá en algún momento. Piensa en la paranoia, en cómo le erró con aquel pero por las dudas. Piensa en Luquitas, piensa en verlo y abrazarlo y hacerle canciones. No sabe que el mismo chaboncito hará canciones sobre él cuando ya no esté, cuando atraviese una ventana como esa quizás volando de fiebre alcohólica, o escribiendo una letra que implicó saltar, o quién sabe, cuando se vaya para siempre quedarse en los oídos, en los tablones del Gildo, en los escenarios, con los suyos.
Porque “populares son las moscas, las hormigas”, Ricky prefiere a esos pocos que entienden a Flema. Esos que todavía venían llegando cuando ellos ya terminaban de telonear a Green Day, a un hora infame, con sonido y luces fallidas. O a los que entendieron aquello de no tocar todos los fines de semana porque la única manera que habían encontrado los benditos bolicheros era hacerle vender entradas a las bandas emergentes para bancar la parada.
Se emociona como un hincha. Agarra un papel y vomita. Se levanta, va hasta el refri y destapa el otro jugo. Le da un trago suculento. Prende otro pucho en la ventana y canta una del Porve que dice algo así como “somo de Gerli, barrio distinto, se toma vino tinto”. Se saca la remera y hasta la revolea. Vuelve al papel y escribe unos versos. Baja una canción y le da ansiedad. La tararea sacudiendo el pucho. Bebe más jugo, se vuelca, busca el teléfono de Diego para llamarlo. Le viene la sensación en la piel de cuando escribió “A nadie” o de cuando escribió “Más feliz que la mierda”, o del primer toque en “Gracias nena”, o de cuando ascendió el Porve al Nacional B en el 98. Pensó “en una madre cuando pare”. Se miró la camiseta de aquellos años que era la que tenía puesta. Se sintió vivo. Entendió otra vez que la garra no se negocia, y pensó con más ansiedad aún en el próximo partido.