Ciudad del Cabo, Pretoria, Rustemburgo. Arrancaba junio y había que empezar a memorizar esos nombres (sin olvidarse de la base uruguaya de operaciones: Kimberley). En Ciudad del Cabo nos tocaba Francia, como en 2002; a Pretoria viajaríamos para jugar nada más ni nada menos que contra el local, Sudáfrica; y en Rustemburgo había que cerrar el grupo A contra el siempre difícil México. A esa altura, los malabaristas de la opinión pública decían que estaríamos preparando las valijas para volvernos a casa. Pero no: pasamos a los octavos de final con 7 puntos, primeros, invictos y sin goles en contra. Sacá del medio.
Cada partido era una fiesta. En la plaza Independencia, en Montevideo, la pantalla gigante tenía su lugar; en el café la diaria, aquel espacio cultural de la calle Soriano –también en la capital–, se podía ver los partidos con relato incluido y los comentarios de nuestro enviado: Rómulo Martínez Chenlo (Sandro Pereyra también hablaba pero con sus fotos). Aquello explotaba, era un griterío infernal y encima se sumaban las vuvuzelas, elemento fálico de moda en el invierno uruguayo. En los otros pueblos y localidades del país, los niños, las niñas y los grandes salían a la calle.
Lo que pasó después es historia conocida. Primero, Corea del Sur en Puerto Elizabeth. Octavos de final, durísimo partido y final de película: Luis Suárez, a los 80 minutos, con comba al ángulo y un festejo que quedará grabado (corrida y salto por encima de la estática y por sobre los fotógrafos). En Sudáfrica, la lluvia; por acá, las lágrimas. El equipo salía de memoria, nombrar 11 sería egoísta; ellos mismos, con una foto, demostraron que eran 23 (y muchos más).
A Ciudad del Cabo volvimos para jugar con Holanda. Perdimos, sí, ¿pero quién nos quita lo bailado? A esa tarde llegamos abrumados. Cuatro días antes ya había arrancado julio y la marea celeste copó las calles como nunca en el paisito y en Johannesburgo. El gol de Diego Forlán, la pasión del Ruso Diego Pérez, la mano del Dios oriental y el penal del Loco Sebastián Abreu. Sólo la generación de niños y niñas que habían gozado con la llegada de los chiquilines desde Malasia 1997 podían siquiera comparar las sensaciones. ¿Cuántos litros de vino y cerveza se habrán bebido? ¿Cuántos abrazos, cuántos “te quiero” fueron pronunciados? ¿Cuántos Sebastián nacieron nueve meses después? ¿Y niñas llamadas Victoria Celeste? Éramos felices y no lo sabíamos.