Me miraban a mí, me festejaban y me hacían sentir como un crack, pero no había sido yo. Ahora que lo pienso bien, que lo traigo en imágenes a mi cabeza, como si fuese una plataforma de proyecciones audiovisuales, advierto que mi película no coincide con la realidad. Aunque es la mía.
A pesar de que yo sé que está con los brazos tensos pegados al cuerpo y derechito, a mí se me ocurre que estaba sacando el culo para atrás y moviendo las manos hacia adelante, como si fuese una necesidad. Le pide al 7 que se la ponga ahí, en ese espacio, que él lo resuelve. El puntero derecho lo habrá visto o no. No lo sé. No lo recuerdo.
Lo cierto es que el wing la pisa, la hamaca, mueve su férrea cadera de un lado para el otro llevándose al central a pasear mientras amasa el esférico. Nunca supe si quería jugar con su contrario, si quería buscar el hueco y meter la diagonal. O si, definitivamente, de cotelete estaba viendo los movimientos rígidos, pero únicos, del 9 en tres cuartos de cancha pronto como un felino acosando a su presa. No sé cómo, ni cuándo, pero se hamacó otra vez de derecha a izquierda, y justo cuando el 2 siguió de largo, habilitó con justeza y precisión a su compañero del medio, que casi en un movimiento espejo con el 7 se corrió a la izquierda. En una centésima de segundo volvió a donde estaba para recibir aquella globa blanca, aún brillante y apenas descascarada.
Se hizo silencio. Desapareció el bullicio, y la tensión fue mucho más fuerte que cuando aquel jugador apretaba con tanta fuerza la pelota que casi hundía el desgastado piso verde. Fue el relámpago anticipándose al trueno. Venía el rayo.
Otra vez se escoró a la izquierda, pero esta vez con la pelota en sus pies. Casi a la velocidad de la luz volvió sobre la derecha, intuyó el hueco, dejó apenas un instante la guinda contra el piso, amartilló la gamba y metió un fierrazo impresionante que sonó seco atrás del golero irremediablemente vencido. ¡Golazo! Unos gritaron, se abrazaron, sintiendo en su cuerpo esa emoción indescriptible del gol. Otros se miraron, vencidos. Se reprocharon algo y llevaron la pelota hasta el medio de la cancha, aunque sabían que no había más nada por hacer.
Federico y Sebastián son dos de mis amigos virtuales, con los que me siento en el murito de la esquina digital a charlar de bueyes perdidos, de filosofía, de goles errados o de la tercia de las murgas de la Unión. Son de esa gente que nunca viste, pero con los que sos capaz de disfrutar de un entretiempo. Ellos me hicieron ver la obra de un pinta que, con esto del coronavirus y la cuarentena, se había encajetado con poner de centrofóbal de futbolito a Luis Suárez.
Y lo consiguió: no sé si puso un muñequito o si, como en aquella película de Travolta y Al Pacino, cambió la cara de uno por otro. Me encantó, y estuve por contestarles. Pero no lo hice. Hubiese sido imposible en ocho o diez palabras, así que prendí la máquina y me puse a escribir aquella increíble parte de la historia nunca escrita en que yo vi a Suárez hacer aquel golazo en el arco que daba contra la calle Mac Eachen ‒Maqueca, le decimos nosotros, porque seguramente antes otros deben haberlo fonetizado de esa manera, imponiéndose sobre lo que dice la chapa de la esquina‒.
En nuestra época de guachos había muchas, muchísimas cosas para hacer en grupo, pero no tantas como ahora –en tiempos de cuarentena– solo y adentro. Jugar al fútbol, ir al fútbol; jugar al básquetbol, ir al básquetbol; ir al tablado, ir a Cinemateca. Ir a ver partidos de baby fútbol, ir a ver partidos de quinta división, de cadetes, de menores, y ni te digo de juveniles. Ir a ver y/o jugar al futbolito por la ficha.
Me fascinaba. Tenía en casa uno que me habían dejado los Reyes en el verano del 73, de jugadores de plástico flacos, con camisetas rojas para un lado y amarillas para el otro, pero ni se comparaban con los profesionales, con sus terribles lomos de plomo y brillantes y esmaltadas camisetas. Ni te digo aquellas pelotas de corcho, macizas y mullidas a la vez, que los muñecos amasaban una y otra vez. ¡Qué nenes!
Aquel futbolito ‒aquellos futbolitos, porque eran dos‒ aparecieron un verano de nuestras vidas. Estaban en el eje de uno de nuestros caminos de actividades lúdicas ajenas que nos tenían como activos participantes. Es que por Feliciano Rodríguez, que era la calle de la esquina de por lo menos diez o doce de nosotros, íbamos para un lado, a Tabaré, por carnaval o por básquetbol, y por el otro, a la cancha de La Picada y Unión Vecinal, iluminada y con tribunita, para ver algunos nocturnos de baby.
En el medio, en Feliciano y Mac Eachen, aparecieron un día en nuestras vidas aquellos futbolitos, ubicados en la explanada del comercio, que no recuerdo si sería almacén y bar o pizzería. Alguien me llevó ahí y yo, sin plata, me extasiaba viendo partidazos y cracks dentro y fuera de la cancha.
Su nombre es Ernesto, o tal vez Eduardo.
Es un muchacho mucho más grande que nosotros. En realidad, casi todos los que paran en la tardecita allí son mucho más grandes que nosotros. Ahora sospecho que capaz que alguno de ellos vive en pareja, o hasta capaz que es padre. Creo que alguno salía de adentro con vasos y los apoyaba en el murito. De puchos ni hablemos. ¡Sí, los futbolitos tenían cenicero en las esquinas!
Eduardo, o Ernesto, ¿o sería Edgardo? era un negrazo fornido, capaz un poco ancho, con buzarda a futuro asegurada. De risotada fácil, bigotazos y motas largas a medio camino del African look, que seguramente sería un peso portar en aquellos años grises de la dictadura.
Edgar, o Edi, era igualito al Bombón González, aquel histórico jas de Peñarol y la selección. El Bombón era el sucesor del Peta Ubiña, pero en la vereda de enfrente: enorme marcador, cagaba a patadas a quien anduviera cerca, subía con prodigación y esfuerzo, y remaba en la situación que fuese. Igual, creo que de sus amigotes nadie le decía Bombón al Eduard, pero yo por esos días lo identificaba así.
Fue una tarde noche temprano, cuando se estaba armando la cosa, o una noche tarde, cuando empezaba a mermar el movimiento y empezaban a aparecer el balde, los trapos de piso y el agua jane, señal de que se terminaba la jornada.
El Edu era, sin la menor duda, para mí, para nosotros y para ellos, el mayor crack que hubiera pasado entre los mangos de un futbolito. Te jugaba en cualquier lado, pero su arte, su magia, su grandiosidad estaba del medio para adelante. Te juro que no éramos sólo nosotros, había noches que la esquina se llenaba de espectadores.
Vos dirás que es natural, para el caso de que fuera una pizzería, que la gente esperara vichando lo que pasaba en los futbolitos, como quien se arrima a la red de voley mientras anda en la playa, pero ahora que lo pienso bien, para mí que era hasta una jugada del bolichero, que lo tenía ahí como una atracción, como esa gente a la que ponen a bailar en tarimas en la discoteca, como un anzuelo en formato pizzería, del pizarrón en los bailongos que anuncia damas gratis.
El bomba pa mí que iba gratarola. Le daban la ficha y el escabio, suave nomás, para que no dejase de ser ambiente familiar, mientras en el horno iban saliendo las pizzas.
Bien merecido lo tenía. Elgar era un crack. Vos sabés que me hace dudar de si aquellas noches en que se iba con el paquete de papel blanco atado con piolín, perfumado a tuco y estampado por el aceite, no se estaba llevando su jornal como obrero del plomo y el corcho, como artista del futbolito.
El Eze te jugaba tanto con los rojos como con los amarillos, con los azules o con los blancos, pero siempre se paraba del medio para delante. Si alguna vez la cosa estaba jodida, si no le llegaba juego, si los estaban cagando a pelotazos y los backs y el golero hacían agua o directamente empezaban a palidecer, Bombi te daba una mano atrás. Que digo una, te daba las dos manos, y el golero parecía Gatti, o el Loco Ortiz, y la zaga Manicera y Figueroa juntos. No sabés como le daba el naipe para bancar la tacada, y encima salir jugando, o directamente salir goleando desde atrás.
Pero no era siempre. Mucho menos cuando hacía pareja con el Botella, dueño y señor de los mangos de atrás. El Botella era un muchachote, menor que el Bombón pero bastante mayor que nosotros, que en el verano del 74 me quebró la muñeca de un pelotazo, y para peor fue gol. Sí, ya sé que esa es otra historia, pero te lo digo para que te lo imagines.
Era fuerte y medio eléctrico el Botella, y hacía que sus centrales se mostraran rápidos, atrevidos. Ponele que los hacía jugar como si fuesen Godín y Josema, o, para aquellos tiempos, el Negro Peruena y el Toto Giménez.
El Botella quedaba opacado al lado del Bombón, ni para actor de reparto le daba, pero había veces que el Bombón se echaba y el Botella laburaba, yendo para un lado y para el otro, y sacaba cada guascazo impresionante que terminaba al fondo del arco, o un rebote desesperado que el Bombón aprovechaba como si fuese Guillermo Vilas, cambiándola suavecita de lado y poniéndola mansita contra la red. ¿Vilas o Björn Borg?
No, Vilas, Vilas, porque me acuerdo de que una vez, en el festejo de un gol, le intentó pegar un caderazo ‒¡mirá si lo iba a mover al Enrique, si le decían el avispa, puro culo!‒ y le dice al Elgar: “No te hagas el Vilas laputaqueteparió”.
Bueno, pero te traje hasta acá para contarte de aquel día. De aquella noche.
A ver, no te digo que me endomingaba para ir a la esquina los días que no había tablado, pero un buen baño, peinado pa atrás y un bucito atado en el cuello seguro que jugaba.
La cuestión es que estoy ahí.
En la otra cancha, en el futbolito ubicado en paralelo, yo ya había marchado. Era por la ficha y me habría pelado, o capaz que simplemente estaba administrando mis finanzas como mánager de mi equipo. Entonces me puse a ver al Bomba.
Me ubiqué en la talud Llambí, por decirles algo, aunque centenarizando sería la Ámsterdam, y disfrutaba de ver el juego armonioso, preciso y punzante de los rojos. Habrá pasado media hora, o 24 pelotitas, cuando la defensa del Bombón se desarmó. No sé qué negocio. Era el Horacito. No sé si se tenía que ir, o sólo había ido a encargar unas pizzas para los viejos, o se había tomado unos caliboratos y se tenía que hacer humo. Lo cierto es que Eduardo quedó solo bancando defensa y ataque, alternándose en toda la cancha, y resolvió con capacidad el juego.
Otra ficha.
Justo esperaban Mariolo y Gómez, que hacían buena pareja. Creo que eran compañeros de clase en el liceo 12.
–Que pase el que sigue –gritó con su vozarrón carcajeado Ernesto.
Le pegó un beso al vaso flaco y largo, sacó del bolsillo de adelante una caja de La Paz, donde convivían aquellos cigarros negros con un encendedor Bic de recarga. Prendió el pucho, pitó y después de la humareda que lanzó por la boca, me miró y me dijo:
–¿Guacho, querés jugar?
Me garqué. Sentí las pulsaciones y el rubor que me subía como si fuera uno de los rojos, y le contesté con la evasiva urgente y a mano, “no tengo guita, bo”.
–Dale, miserable, dejalo jugar al guacho –le dijo el Mariolo, mientras hacía la seña del 4 de la muestra y dibujaba con el humo.
–Dale, mamaso –me dice el Bombón–. Agarrá ahí. No te metas para adentro las que van para afuera, y listo. A estos los comemos en dos panes, vas a ver.
Cero a cero y pelota al medio. Sin tocarla ya estábamos arriba. Sacó el 5 nuestro, se la pasó al 8, que era como Ildo Maneiro, miró como que se la iba a dar al puntero y de una se la puso al pie al 9, que la empalmó como Williams Noble y sonó la chapa. Gol.
Me quedé quietito y contento. Pero era más presión todavía, y sentía que el miedo me iba inmovilizando. Sacaron los blancos, pero recuperamos enseguida, y de asco, el 5 nuestro, que era como Ricardo Islas, no puso el segundo: se la pellizcó a uno de ellos, hizo como que jugaba en corto para el 10 pero bailó encima del corcho, y la empalmó directo al arco. Estuvo genial nuestro delantero, que hizo como una palomita para que la pelota le pasara por debajo, pero Gómez tenía esas cosas que creo que había aprendido en el sótano del Maracaná –un antro familiar del barrio– y hacía que el golero te pusiera las piernas para adelante y no sólo te la atajaba, sino que la globa quedaba muerta en los botines como para salir jugando.
Está bien, yo estaba cagado, pero Gómez y Mariolo se entendían muy bien, y a veces superaban la presión alta de los delanteros del Bomba con sus mediocampistas que eran de fierro. Dos veces hicieron la misma, los hijos de puta: la dormían los centrales, de acá para allá, de allá para acá, y cuando encontraban el hueco se la ponían al puntero derecho.
¡Andá a cagar! En la primera el Pinocho Vargas la calzó de una, y cuando intenté la defensa, la guinda en diagonal ya estaba en el buco.
Un minuto después, qué digo, diez segundos después, el Bomba da una pitada, justo cuando se la había puesto al wing izquierdo nuestro, el Huguito Cedrés. En su aspiración, la del Bomba, pierde el control y se le va por debajo de sus pepos. La agarra el back derecho rival, tira la pared con el 4 que jugaba de carrilero, le hace la bobita, y otra vez le queda al 7 de ellos, que me llevó contra la pared y metió la diagonal y le pegó a lo Ñato Ghiggia.
“¡Ta, qué voy a hacer, bo!”, pensé.
–No pasa nada, guacho –me dice el Bombón, palmoteándome el hombro derecho–. Esto lo ganamos caminando. Vos tranquilo.
“Ah, sí, tranquilísimo voy a estar, Bombón. No ves que me van a clavar de nuevo y vamos a perder por mi culpa”, pensaba yo.
–Dale, guacho, jugala lisa –me gritaba el Bombón.
Y yo al borde del remolino la revoleaba para adelante.
A esta altura ya tenía a los de la cancha de al lado, todos junando mi partido. En mi barrio ‒a veces los barrios de la niñez y la adolescencia son de una manzana, tres, o a reventar cuatro‒ todos estamos acostumbrados a mirar de a dos partidos. ¡Una papa! Te acomodás en la medianera, en el murito del Méndez Piana y el Palermo, y ves de taquito los dos. Ni te digo desde la Ámsterdam, donde podés ver tres partidos a la vez y, a veces, hasta un golazo en el baby, ahí en la canchita del Mirador.
La cuestión es que ahora estaban atrás de mi arco. Yo me hacía el nunca visto, pero claro que había escuchado al Hetitor cuchichear cómo mierda había hecho el Cono para jugar con el Bomba.
Y viste cómo es la cosa. Un pendejo entre asustado y agrandado seguro la puede cagar o quedar como un duque. Y ahí estaba yo. Se puso serio el Bombón. Es que en el mundo del futbolito, que era el del Esteban y también el mío en ese momento, andar cerca del 3 es un momento límite. Es crucial, y a veces te puede desestabilizar. Si te clavan el tercero es como que te lleven a 90 en la conga. No es irreversible, pero es grave y perturbador.
Escuché como, un poco en joda pero mucho en serio, el Chino proponía agarrar la defensa y sacarme a mí. “Las laralaila”, pensé, pero también lo musité, y en una globa que llegó sucia, pero bobita a mi marcador derecho, la pisó, encorvó su cuerpo, se hamacó para la derecha y, mirando de cotelete al matungo de la izquierda, con el que son amigos de fierro desde no sé cuántos años hace, le dijo con su cuerpo rígido qué iba a hacer.
El zurdo, el zurdo es bueno, y es loco, parece que saca pecho, y también se escora un poco a la derecha, acompañando y bancando a su compañero, que se la da recta, fuerte y segura, como para empezar de nuevo. Mientras, el golero los mira y hace como que la pide, pero todos saben, sabemos, que nunca se la van a dar.
Al fin y al cabo el zurdo, que es loco, y es bueno, sabe que este es el momento, y recibe, y se la lleva para la izquierda y buffffff, como un bólido mete un fierrazo que después de rebotar en mil piernas descoloca al arquero rival y se mete.
‒¡Golazo! –grito, y por primera vez me doy vuelta para mirar los ojos de mis amigos.
‒Una mierda, guacho –me dice el Bomba–. Entró de asco, pero bien igual. Dale, nene, dale.
2 a 2 y pelota al medio. El goleador saca pecho. Bueno, capaz que fui yo.
El Bombón la roba en el medio, hace pendular el juego de media cancha. Exacto, preciso. “¡Parecés el Huracán de Menotti!”, le gritan a Esteban. El 10 la deja pasar. Juega bien el flaco ese, pero a veces la toca muy poco. El 5 se la vuelve a dar, ve el espacio y se la pone al 9, que de media vuelta revienta el arco. ¡Golazo! Pero la pelota vuelve a la cancha, y Gómez dice que el golero la sacó. Está clarísimo que entró y salió. El Edu, el Bombón González, lo mira con cara de sos un ladrón.
‒¡Siga, siga! –grita Mariolo, que suelta a sus jugadores para hacer el gesto de la agachadita como Roque Tito Cerullo.
El Bombón Esteban no se inmuta, sigue jugando. Es superior. Sabe que lo resolverá.
Mientras Mariolo les suelta la mano a sus delanteros, el 3 de los nuestros recupera, se la da al 2 y siento que le grita “¡vení!”. Está encocorado. Es él, no soy yo. No sé. Al final el back derecho se la da, sin la misma convicción, al zurdo. El golero otra vez se manda la parte de pedirla, pero tiembla de que en algún momento le hagan caso.
El zurdo hace el mismo movimiento exitoso de unas jugadas atrás, pero el loco trastabilla, yo que sé. Le pega para atrás. Un tacazo para atrás, en vez de un guascazo para adelante, y el arquero, lívido, le tira el viaje, pero es inútil. 3 a 2 ganan los blancos.
‒¡Que hacés! –me grita Ernesto.
‒Perdoná, hermano –le digo de capa caída.
‒¡Hermano nada, mi madre no cría chanchos! –me grita, mientras avanza hacia mi posición.
‒¡Salí, dejá! –me va apartando, mientras se me cae el mundo.
Él ya está con el golero, con el matungo y el loco. Estoy como desnudo en el medio de la cancha, mientras todo el estadio se muere de risa señalándome.
‒Dale, vamo’ arriba, esto lo ganamos juntos –dice el Bombón mientras me hace señas para que me quede con la mediacancha y la delantera.
¡Qué crack el Bombón, la puta que lo parió!
Nosotros, los de adelante, perdimos varias guindas. La veíamos pasar, pero fue llegar allá atrás y la empezaron a amasar los centrales y el golero. ¡No sabés lo que eran! Parecían Julio Cesar Giménez, el Rafa Perrone y Carrasco jugando allá atrás. Y ahí estaban tíquiti-túquiti, y el pánfilo del golero la agarró de una y se la pudrió al de allá enfrente.
3 a 3 y yo ni la veía, ni la tocaba. El medio era un colador, y estaba a nada del remolino.
Calidad, carpeta y genialidad son atributos difíciles de juntar. El Bombón tenía aquella santísima trinidad y más. Con autoridad, hizo que el zurdo cerrara, robando una pelota peligrosísima que le iban a dar al 9, jugó al golero, que alargó para el back derecho que le metió un dedazo infernal. No la sacó del estadio, ni la mandó a la tribuna. Aquel puntín del zaguero, lento y de paso cansino, atravesó todas las líneas y venció al arquero de Gómez, que ni la vio.
‒¡Gol! ‒dijo Edgar, y se acomodó las matas de pelo bien cuidado que olía a vitamanzana.
4 a 3.
El cuatro es un plazo fijo, es un fajo de guita debajo del colchón, que el Bombón nunca ha tenido que usar. Él estaba tranquilo. Siempre había estado tranquilo. Yo no. Nada que ver. Estaba atribulado y sin saber qué hacer.
Gómez y Mariolo se habían envalentonado y habían puesto el cuadro al frente. Bien paraditos, sin descuidar el medio ni atrás, pero al frente, y yo sentía que nos estaban matando a pelotazos.
‒No pasa nada. ¡Dale, gurí, dale! –me azuzaba el Edu, pero yo ni la veía, y la tensión tembleque de mis brazos se hacía casi insoportable.
Está bien, metimos algún tiro desde allá atrás que pasó cerca, pero por un par de minutos, que para mí fueron horas, el Bombón, con sus casi desconocidos jugadores, el pánfilo que ahora parecía una cruza de Mazurka con el Negro Cubilla, el matungo Beckembauer y el loco de la zurda, estuvieron de planchada. Un viaje atrás del otro.
La estaba pasando mal. Te juro que me hubiera desaparecido si podía, pero en eso me vino una epifanía.
A quién no le habrá venido una epifanía al pie de un futbolito, ¿no?
Fue ahí, en el arco que daba a la esquina de Eduardo MacEchen y Feliciano.
No lo entiendo ni te estoy metiendo la mula. No lo sé. Era en el verano del 76 o del 77, ponele. Los padres del Luis seguro ni se conocían, y un 9, lo que se dice un 9, podía ser el Nando Morena, o Luis Artime, que además jugaba con la 10. Pero ahí estaba él.
Echó un poco el culo atrás, gesticuló con sus brazos hacia adelante, código secreto del canal por donde debería venir el pase. Recibió e hizo del control, tan tosco como delicado, un engaño. La amartilló lejos del área, miró al arco y la puso inalcanzable, lejos de cualquier golero del mundo.
Golazo y partido.
Y todos me miraban a mí, me festejaban a mí, me hacían sentir como un crack. Pero no había sido yo. No. Ni siquiera el Bombón. Había sido él, el Gordo Luis, metido en un futbolito, diez años antes de aparecer en el mundo.
Me dijeron Seba y el Tino que hay uno que quiere poner un muñeco de Suárez en el futbolito. Yo ya lo hice, y te juro que fue así.
Este cuento fue publicado originalmente en el portal Bolonia.