Es fin de noviembre. Hace un año que murió Maradona. Pasan imágenes en la tele: hay gente que improvisa altares, que deja flores por todos lados, que reza improperios como se debería rezar; hay quienes escriben en papel lo que sienten, las que reivindican por qué lo quieren a pesar de los pesares, están los que prenden fuegos para asar unos chorizos, quienes cortan botellas de plástico para echarle vino con sprite, los que muestran tatuajes del 10 con la pelota, su amiga, la que no se mancha; hay uno, particularmente, que se golpea el tatuaje y dice “mirá, mirá, el Diego de la gente, loco. En la piel, el Diego, boludo”, y se lo sigue golpeando, y salta, y también dice que lo echaron del laburo, la concha de la madre, y a la vez canta feliz con su boca desdentada: “Una bandera que diga ‘Che Guevara’, un par de rocanroles y un porro pa fumar”.
También están los que no entienden nada. Una oración para ellos.
Pululan, sí, los que comentan sus mejores anécdotas, como uno que recuerda que el 1º de enero de 1980 Maradona jugó al truco en una mesa armada en la calle del barrio La Paternal; hay quienes relatan dónde estaban hace un año, y los que, con mucho más altura planetaria, prefieren discutir de qué lugar salen los barriletes cósmicos. Mi vieja me escribe: está amasando. Mi viejo, jubilado, descansa. La perra me gruñe cuando domino la pelota, su pelota, la que no puede alcanzar mientras escupo “Y todo el pueblo cantó, Maradó, Maradó, nació la mano de Dios, Maradó, Maradó”, hasta que pateo la pelota a la casa del vecino y me dan ganas de treparme al alambrado gritando gol para que mis lágrimas persigan, de una vez por todas, el destino que se merecen.
Es fin de noviembre y veo el libro sobre el escritorio, entre la caramañola del Euskaltel Euskadi y la radio que tiene el dial clavado en la emisora que pasa tangos. Lo miro. Se llama 108 metros. The new working class hero (Hoja de Lata, 2021) y lo escribió el tano Alberto Prunetti. Me atrae la foto de portada, donde jugadores del Livorno muestran sus finas estampas: un arquero alto, los que tienen rulos y bigote, otros dos con caras de perro, y pienso: si me piden dónde estar, elijo meterme entre ellos.
Pero este no es un libro de fútbol, sino uno sobre la clase trabajadora –el segundo de Prunetti, para ser más justos–. Porque sí: la clase trabajadora resiste, vive y lucha. Entonces le pregunto a Prunetti qué onda, por qué ese Livorno como portada de un libro que habla de cuando su emigración a Inglaterra supo de barros y margaritas (Thatcher’s), de delantales de cocinero, del eterno resplandor que supone retornar del exilio. Dice, generoso, Alberto: “Era un mito de mi infancia, l’idea di un calcio che non solo non esiste più, ma che forse non è mai esistito”,1 y me cuenta que iba junto a su padre a ver los partidos del fútbol proletario, nunca los de la Serie A, y que desde ahí siempre asoció el fútbol al que jugaban los trabajadores los domingos, supongo que cuando tenían libre. “Associo da sempre questo calcio giocato da operai alle domeniche con mio padre. Lui stesso era un operaio, lavorava in acciaierie e raffinerie nel nord dell’Italia e tornava a casa solo nel finesettimane. Il mio rapporto con mio padre da piccolo era collegato a uno stadio”.2
Del otro lado del puerto
108 metros. The new working class hero habla de otra cosa, más allá de que el fútbol sirva como metáfora o como paralelismo. El libro trata, claro, sobre la clase trabajadora. Pero no habla desde un lugar cómodo o señalador –o peor, desde el juzgamiento–, sino que es una historia narrada en primera persona, en carne propia, con el sufrimiento entre los dedos, para reivindicar la responsabilidad personal sobre las historias, como me dice el autor.
A los efectos, el personaje es hijo de un ama de casa y de un metalúrgico, italianos todos. Un hijo de trabajadores que es la primera generación de universitarios y que, aun así, emigra para trabajar. Una historia tal vez conocida por la mayoría de nosotros. De ahí que no cueste empatizar con el personaje casi que al instante.
No sé cuántos cuentos puede tener usted, lectora, lector, acerca de la gente que cambia de países en tiempos de crisis, pero créanme que trabajar en el exterior tiene muchos, muchísimos momentos dolorosos, angustiantes, de impotencia. Se trabaja en negro, se tiene patrones miserables, se sufre discriminación de toda índole, se convive con la vulnerabilidad, ante eventuales problemas no hay ventanillas para golpear, y aquello de “si te agarran sin papeles te fletan en un avión”, como canta Jaime Roos, es cierto.
Todo eso está en 108 metros. The new working class hero. El escenario donde se desarrollan los hechos es la Inglaterra de Margaret Thatcher y del dios que salva a la reina. Qué épocas. Prunetti habla de sí mismo y de las penurias que pasó trabajando en restaurantes y tiene un porqué: “Per raccontarci da soli, altrimenti ci racconteranno da fuori, o come vittime, o come poveri a cui bisogna ogni tanto tirare filantropicamente un osso, o come carogne, demonizzandoci. Dobbiamo trovare le nostre parole per raccontarci. Con umorismo, con tenerezza, con allegria, con rabbia”.3
Ese salvataje
Podrán prohibirnos muchas cosas, pero jamás podrán matarnos las palabras. Quiero detenerme en esos últimos conceptos que dice Prunetti: humor, ternura, rabia. Es genial cómo van apareciendo en las casi 200 páginas del libro. No es que están puestas ahí por caprichos retóricos o cosas por el estilo, sino que surgen de la transpiración, de los personajes y sus idas y vueltas, de la convivencia entre jóvenes recién iniciados en el mundo laboral y viejos carcamanes que saben más de padecimientos que de euros –sujetos, unos y otros, que a veces parecen olvidados por las narrativas que nos rodean–. Lo que quiero decir es que las propias vivencias de la clase trabajadora son exageradas, rocambolescas, casi fantásticas (la fantasía como la capacidad de imaginarse algo), y en ese menjunje el humor es la salvación, la ternura es el regocijo, la rabia sirve para sobreponerse –esto último parecido a Sísifo, en muchos casos, para sobreponerse, y sobreponerse, y sobreponerse, y sobreponerse–.
“Per me è fondamentale divertire. Non voglio raccontare storie di operai piene di ideologia. Il mio canto d’amore alla classe operaia è fatto di aneddoti, storie minute, risse, calcio e canzoni. La vita vera, con i suoi alti e bassi e la sua lotta contro i mulini a vento [...] Un eroismo comico nella tradizione del Morgante e Margutte o del Lazarillo de Tormes. Con la tuta blu però. O il grembiule da cocinero”,4 argumenta Prunetti al respecto. Porque sí: este libro tiene mucho del spaghetti western. Hay un espíritu cómico y heroico a la vez. Tanto se puede empatizar con los personajes de 108 metros que, sin darse cuenta, uno puede alcanzar cierta simpatía con conductas hooligans, puede adherirse al proceder dudoso de un latino ante sus jefes o puede sentir la angustia de un trabajador joven y universitario, como Prunetti, porque en todos esos casos lo que aprieta la cabeza y estremece el corazón es el atosigamiento de los que tienen más poder. ¿O a usted no le dan ganas de romperle los vidrios a quien le escupe la cara? (hablo de ganas, no de hacerlo).
Prunetti dice cosas que siento como verdades. Habla de los mundos. Sugiere que no son pocos quienes señalan como extraños a la clase trabajadora, quienes ya no quieren oler a obrero, a viejo, a trabajo. Para Prunetti se trata de la clasemedianización: diversión, vacaciones, compras. Degustar, depilarse, adelgazar, deshumidificar las habitaciones. Sudar. Sí, pero en el gimnasio. Prunetti dice eso y veo el rival. También veo la camiseta del Livorno, aquel de Cristiano Lucarelli, por ejemplo, y tengo claro en qué lugar de la cancha hay que pararse para no perder el legado.
El título, 108 metros, es una especie de homenaje a los rieles de ferrocarriles que fabricaban en la acería donde trabajaba el padre de Prunetti, don Renato. En aquella parte de Italia, entre interminables jornadas de trabajo metalúrgico, padre e hijo coincidían en algo: el fútbol que les gustaba. “Andavamo la domenica assieme a vedere le partite del calcio proletario. Il mio rapporto con mio padre da piccolo era collegato a uno stadio senz tribune di cemento”,5 define el escritor.
Entonces, veo un video donde Maradona dice cuál es la mejor canción de cancha y se ríe, se ríe y vive, pícaro, con el labio superior levemente levantado hacia el lado del corazón, como rio toda su vida, y canta, hermoso, con los ojos al cielo, y ríe cuando canta, y le miro el tatuaje del Che Guevara mientras los chorizos se van dorando, el vino entra en la botella de plástico cortada y el flaco que tiene al Diego dibujado en la piel también canta, se le ven las encías y unos pocos dientes, pero canta loco de la vida. Qué viaje. Es fascinante como la página de 108 metros en donde el personaje principal define un golazo: “Estoy contento por hacer las paces con el fútbol. Porque hubo un tiempo en el que para mí, siendo un niño desafortunado, no era un deporte ni un entretenimiento. Era una táctica de supervivencia, una estrategia para mantenerme en pie sobre el asfalto. Si te crías en las calles debes tener una mano capaz de lanzar un puñetazo de buenas noches o el fútbol al estilo Batistuta, Claro que si tu padre es economista no te hace falta jugar al balompié, puedes verlo en televisión. Puedes considerarlo un deporte o un entretenimiento, una actividad de ocio. O incluso puedes ir de esnob y decir que prefieres el tenis. Pero cuando estás jugando en las calles mientras tus padres trabajan y te relacionas con pandillas de chavales frustrados por la vida y criados a guantazos, creedme, ser capaz de arreglárselas con los pies tiene su lógica”.
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Era un mito de mi infancia, la idea de un fútbol que no sólo ya no existe, sino que quizás nunca existió. ↩
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Él mismo era trabajador, trabajaba en acerías y refinerías en el norte de Italia y sólo regresaba a casa los fines de semana. Mi relación con mi padre, cuando era niño, estaba relacionada con un estadio. ↩
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Para hablarnos de nosotros mismos, de lo contrario nos lo contarán desde fuera, o como víctimas, o como gente pobre que necesita que de vez en cuando le saquen un hueso filantrópicamente, o como carroña, demonizándonos. Tenemos que encontrar nuestras palabras para decirnos a nosotros mismos. Con humor, con ternura, con alegría, con rabia. ↩
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Para mí es fundamental divertirse. No quiero contar historias de trabajadores llenas de ideología. Mi canción de amor a la clase trabajadora se compone de anécdotas, pequeñas historias, peleas, fútbol y canciones. La vida real, con sus altibajos y su lucha contra los molinos de viento. Un heroísmo cómico en la tradición de Morgante y Margutte o Lazarillo de Tormes. Aunque con el mono azul. O el delantal de cocinero. ↩
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Íbamos juntos los domingos a ver partidos de fútbol proletario. Mi relación con mi padre, cuando era niño, estaba conectada a un estadio sin gradas de hormigón. ↩