La carnicería brilla. El carnicero afila la cuchilla. La carne espera. El ruido metálico de la hoja contra la chaira atraviesa el silencio del local a la velocidad con que los pájaros se lanzan en picada contra el mar. Las manos sostienen firmes los instrumentos. La conversación ocupa los huecos que deja el afilador. “¿Cómo estás, Claudia? Qué grande está la nena”. Una tarde más de un día más, igual a todos, en un pueblo más, igual a todos. Nueva Palmira espera la noche.
El carnicero sigue dándole a la cuchilla, pero en el recorrido perdido de sus ojos se cruza una mirada. La nena, la que está grande, abre la boca hipnotizada con el movimiento de la cuchilla. Al carnicero le crece una sonrisa orgullosa. Acelera el ritmo, juega con la cuchilla, la lanza y la agarra. La nena sonríe. “¿Vas a ser carnicera de grande, Esperanza?”. Ella levanta un poco más los ojos y se agarra fuerte de la pierna de la madre con sus dedos finitos. Esas piernas, las de Claudia, serán su más firme protección siempre. Dice que sí.
La pelota brilla. El jugador prepara el tiro libre. El gol espera. El estadio ruge con miles de hinchas en un lugar del mundo que puede ser cualquiera, porque todos los estadios son iguales cuando juega Real Madrid. En una casa en Nueva Palmira una niña mira maravillada una televisión. ¿Qué es ese hechizo que permite mover el cuerpo a esa velocidad? Nadie le pregunta si quiere ser como él, no hace falta, ahora lo dice ella, con voz fuerte porque está en su casa, pero también porque está convencida: “Quiero jugar al fútbol”, dice la niña de cuatro años, y no sabe que está eligiendo su vida.
Esperanza Pizarro creció en Nueva Palmira dejándose encantar por todas las profesiones del mundo. La del verdulero que elige cebollas con precisión, la del basurero que corre tras el camión; hasta que vio al futbolista que se divierte en una cancha. “Yo quiero jugar al fútbol”, insistió Esperanza. Su padre da vuelta la cabeza y la mira con ternura; su madre, que no ve los partidos pero sabe observar a su hija, levanta la oreja. Cuando tengas cinco podés jugar al fútbol, dice Claudia. ¿Y cuándo voy a tener cinco años?
Esperanza llega antes que todos: nació cuando todavía no debía, en abril de 2001, y obligó a su mamá a cumplir la promesa del fútbol cuando apenas remontaba 2006. Un año es mucho en la memoria de una niña, pero es poco cuando está tan convencida. En el barrio primero, en la escuela después, más tarde en el baby. Sería mentira decir que el camino fue sencillo. En la escuela le decían machona, porque los mandatos nacionales no son todos buenos. Los nenes, tan difíciles de calibrar, trancaban más suave porque era nena, o más fuerte, porque era nena. Convertirse en una igual le costó, pero se lo ganó. También sería mentira decir que Esperanza eligió a pesar de toda esa dificultad jugar al fútbol. Ella no eligió nada, porque nació para ser futbolista. No puede resistirse, aunque le duelan los gritos de los niños en el patio o las patadas de las rivales, ahora de grande, cuando no la pueden parar.
Creció en el Sacachispas y despegó en Palmirense, donde brilló en los campeonatos nacionales. Su citación con Uruguay era un trámite que se concretó en 2016. En 2018 disputó su primer Mundial. Cuando quedaban diez minutos del último partido, encontró una pelota al borde del área y de espaldas al arco. Una pelota que querían cuatro finlandesas, pero a la que ella, como siempre, llegó primero. Giró y la puso en el ángulo, lejos de la arquera. Ese gol permitió el 1-1, el único punto que han sumado las selecciones femeninas uruguayas en un Mundial. Ese gol, impactante, fue elegido como el mejor del torneo por la FIFA.
Un febrero, cuando el mundo del fútbol se encaminaba, el otro mundo, el real, se derrumbó hasta los cimientos cuando su madre murió en un accidente. Esperanza decidió que nada tenía sentido, y que iba a dejar todo. Pero no pudo y no la dejaron. Ni sus compañeras ni sus hermanas, ni ella misma. Si alguien había acompañado a esa niña de cinco años que quería jugar era su mamá, que no se había perdido un solo partido. Claudia era su primera hincha, la que disfrutaba sus goles y le pedía dedicatorias. Así que Esperanza siguió y decidió que jugaría por las dos. En marzo, cuando el mundo todavía giraba, la selección sub 20 clasificó por primera vez a una fase definitoria sudamericana en un torneo que tuvo a Pizarro como máxima goleadora. En diciembre salió campeona con Nacional, que arrastraba nueve años de sequía, y ella fue goleadora del torneo.
Hoy, frente a una televisión o un celular, una nena se hipnotiza y abre la boca. Estira la mano y extiende el dedo índice, gira la cabeza y dice que quiere jugar al fútbol. En esa televisión una mujer vestida de celeste, flaca como una chaira y afilada como una cuchilla, empieza a gambetear como si nunca hubiese salido de Nueva Palmira. Porque sí, porque simplemente no puede evitarlo.