¿Será que no come? ¿Será genético? ¿Será que hace demasiado deporte? ¿Será que está enfermo? ¿Será que hay que preguntarle al médico? ¿Será que tenemos que llevarlo a una bruja? Las palabras brotan de las bocas de una familia que en realidad no se preocupa, apenas se pregunta. ¿Qué pasa con este niño que en casa de atletas no pega el estirón? ¿Será que los hermanos se quedaron con sus centímetros?, pregunta uno, y se ríe. ¿Será que no va a crecer más? ¿Qué será?
Será lo que tenga que ser.
Las frases se mezclan con las risas mientras esperan a ese niño llamado Amilcar, que tiene 11 años y todavía es más chico. ¿Más chico que quién? Que sus hermanos, que son macizos como son los boxeadores. Hermanos mucho más grandes que pelearon por los rings de Sudamérica. Para eso, cuando eran niños, Richard y Alejandro crecieron. Ahora, ya hombres, se ríen con cariño del niño Amilcar, 20 años menor, que mira sus bracitos y confía en que él también crecerá.
De todas formas, la boca más punzante de la casa de Unión donde Amilcar espera que los centímetros lleguen es la de otro Amilcar, su padre, el que antes que todos decidió subirse a un ring y pelear. Fue en los 60, cuando el boxeo uruguayo llenaba gimnasios y ganaba medallas en los Juegos Olímpicos. En esos cuadriláteros que podían dar gloria se curtió el viejo Amilcar, y con esa precisión con la que metía una mano metió el apodo de su hijo. Cuando todos se divertían con el niño que esperaba crecer, el viejo Amilcar le dijo El Pety y entonces, Amilcar Vidal Junior pasó a tener apodo, con todo lo que eso significa para un boxeador. Entre Locomotoras, Toros Salvajes, Manos de Piedra, apareció Pety. Tenía familia, tenía talento, tenía apodo, le faltaba crecer. Y creció. A los 18 años, Pety pasa al lado de Amilcar, el de la boca grande y el ingenio punzante, y ya no mira para arriba, ahora mira para adelante, le toca el hombro y le dice “Crecí, estoy pronto”. Y estaba.
El gimnasio de los Vidal queda en Piedras Blancas, se llama Mendoza Fighting Club y finalmente le empezó a prestar atención a ese Pety que crecía sin abandonar el apodo. No todo es cuestión de centímetros, no todo es cantidad, hay que tener calidad. Pety la tiene y los Vidal lo saben. Amilcar, Richard y Alejandro le hablan como cuando era chico, pero ya no de su altura, ni de qué pasa que no crece. Se ríen, pero no de su tamaño, se ríen de puro contentos, porque de Amilcar Pety Vidal ya no les preocupa lo que será, disfrutan lo que es.
El boxeo tiene dos etapas. La amateur y la profesional. Pasar de una a otra es algo que le sucede a muy pocos. El Amilcar amateur gana sin problema en Uruguay y comienza a viajar al exterior. Pierde sólo una vez en 60 peleas, compite con la selección en los Juegos Sudamericanos, gana mucho, acumula viajes y cosas que no se registran en la tarjeta de viajero frecuente: no son millas, son combates y rivales, es experiencia. Vuelve a Uruguay después de pelear en México, se encuentra con su familia y se abraza, tiene 20 años y aunque está cumpliendo su sueño, también extraña. Una mañana se levanta, sale a correr, respira profundo y feliz, sabe que está a punto de volverse un boxeador profesional, y en ese momento un auto se sube a la vereda y lo atropella. El húmero quebrado, la pelvis fisurada. Acostumbrado a las piñas, nunca recibió una tan imprevista. Amilcar se derrumbó como nunca se había derrumbado en una pelea, no había cuerdas que lo sostuviesen.
El boxeo, tan profuso en metáforas para el hundimiento. Si alguien le preguntara ahora a Amilcar, él contaría que sintió que la cuenta regresiva esta vez llegaba a cero, que estaba en la lona, grogui, knock out, que tiraba la toalla. Pero el boxeo también tiene palabras para la resurrección, y Amilcar miró a la esquina donde siempre estaban su papá y sus hermanos, y ahí estaban, de verdad, sin metáforas. Quirófano, operación y a empezar de nuevo para que ese brazo volviese a ser suyo y no de los médicos.
Lo logró cómo se logran las cosas importantes. Sufriendo y disfrutando, terminando un entrenamiento y pensando que nunca nada va a volver a ser igual, y al otro día sintiendo que las cosas van a ser mejores que antes. Amilcar tuvo una fuerza que quizás no fue de él si no de todas esas generaciones de púgiles de apellido Vidal. Volvió y se convirtió en profesional. Pasaron muchas peleas y ninguna derrota. Se fue a vivir a Estados Unidos, donde ser profesional significa no trabajar de otra cosa que de boxeador. Acumula 12 peleas, todas ganadas, 11 por KO. Algunos rivales no le duraron ni un round. Ya no tiene 11 años y se mira los brazos finitos, tiene 24 y es un portento físico. Es Pety sólo en los afiches, sueña sueños de grandes. Piensa que puede ser el primer hombre uruguayo en lograr un campeonato mundial. ¿Es posible? Será lo que tenga que ser. Será Amilcar Vidal Junior, y ya nadie se pregunta qué será de él.