En el aro de básquetbol del Parque Rodó pasaron días, tal vez semanas, sin que una pelota entrara. Tampoco pasaba gente por las calles. Sólo transitaron tapabocas. Qué poco sentido tiene un tablero sin juego. El rectángulo interior se parece a un problema sin resolver: no se puede calcular el siguiente tiro.
Cierto día un gurí estaba jugando solo. Hay magia ahí, en hacerlo con la imaginación. La picó, se la pasó entre las piernas, giró ante una marca ficticia y tiró de media distancia. Embocó y festejó haciendo un puñito en la corta. Después se acomodó el pelo.
Registré bien el momento porque fue el primero que vi. Esa imagen ofició de flashback y se me vino a la memoria el tiempo que jugué de rojo. Yo niño, más chico que el chiquilín que vi, yendo a jugar por amor al arte, a buscar un aro vacío que diera sentido. Jugaba de rojo en Independiente de Mercedes, un lugar donde me crie desde los cinco años. En 1988 vi a la Unión Soviética ganar el oro olímpico y me impactó.
De lecturas en pandemia y del básquetbol soviético
Hoy el mundo habla de otras cosas. Buenas razones tendrá para eso. Si se habla de básquetbol, por ejemplo, también los grandes focos están puestos en otros sitios: la NBA parece volver a ser la gran marquesina; en Europa los mejores comentarios de los últimos veranos se los reparten España, Francia, Lituania, Serbia y Eslovenia, entre los que a veces se cuelan Grecia o Rusia. Más allá de la razón obvia, que es que no existe oficialmente, nadie habla del básquetbol soviético. Somos hijos del presente y lo entiendo. Tal vez en el fútbol pase lo mismo con Holanda y Hungría, y nadie sospecha que estuvieron en boca de todos. Pero el presente no puede desconocer el pasado, salvo que quiera fracasar. Si se habla de básquetbol europeo es ineludible nombrar a la Unión Soviética. Y no es romanticismo ni opinión, es un dato de la realidad: sigue siendo el más ganador con 21 medallas europeas, ocho mundiales y nueve olímpicas (seguido de cerca por Yugoslavia, que alcanzó las 17 preseas europeas y tiene diez mundialistas pero seis olímpicas).
Por suerte, El gigante rojo es un librazo que va más lejos que contar campeonatos. Es, como dice su contratapa, una verdadera enciclopedia histórica sobre la geopolítica, primero, y sobre el básquetbol soviético, después. En las primeras páginas se podrá conocer cómo fue el crecimiento del deporte en un país que, primero, tuvo que levantarse (literalmente) de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Auge, apogeo y caída, porque acá también se cuentan las perdidas (y eso también es parte de la historia), que bien que las tuvo el básquetbol soviético.
Como para que te creas el cuento, el libro de Marc Bret y Nacho Morejón está notablemente documentado y, como si esto no fuera suficiente, tiene varios tramos narrados en primera persona; más claro: los que hablan son los protagonistas. A mí me encanta este tipo de investigaciones y por eso celebro.
Mi ídolo en aquella gesta de Seúl 1988 era Šarūnas Marčiulionis, nacido en Kaunas, hoy la segunda ciudad más poblada de Lituania, antes perteneciente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). De ahí también eran Arvydas Sabonis, Rimas Kurtinaitis y Valdemaras Chomičius. Además, por el entramado que significaba la URSS, el plantel lo conformaron Tiit Sokk (Tartu, hoy Estonia), Valeri Tijonenko (Angren, hoy Uzbekistán), Aleksandr Belostenny (Odesa, Ucrania), Igors Miglinieks (Riga, Letonia), Valeri Goborov (Cherson, Ucrania). Sólo Víktor Pankrashkin, nacido en Moscú, y Serguéi Tarakánov, nacido en Lodéinoye Pole, eran de lugares que hoy forman parte de Rusia. ¿Por qué digo esto? Primero, para notar la captación; segundo, para que les dé curiosidad cómo funcionaba eso y si, en el fondo o a simple vista, había o no rispideces entre los jugadores de distintas procedencias. Para saberlo hay que leer. Porque la historia empieza mucho más atrás que en Seúl 1988.
Aleksandr Gomelsky es otro nombre para entender la historia. Casi que no se puede hablar de básquetbol sin saber algo (¡algo!) de lo que hizo; también hay que saber de Yugoslavia y Estados Unidos, claro, porque sin antagonistas no hay buen relato deportivo y porque para salir campeón hay que saber perder (andará Uruguay, también, metido en esas páginas, porque los buenos cuartos de hora tuvimos); y lo otro: el adiós al muro de Berlín y cómo se acabó lo que se daba. Un viaje fascinante para leer en la pandemia, antes o después de tirar al aro.
También en pantalla
Aquellos que se sientan convocados a conocer más de la historia del básquetbol soviético pueden encontrar en la película Tres segundos, de 2017, una buena historia dirigida por Anton Megerdichev sobre la victoria de la URSS en los Juegos Olímpicos de Munich 1972 frente a Estados Unidos.
Centrado en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, se encuentra en YouTube el documental El otro dream team, estrenado en 2012, que narra la hazaña de la selección de Lituania al conseguir la medalla de bronce con los jugadores que habían sido figuras en la consagración de la URSS en 1988. Un condimento para la historia es que derrotaron en la final por el bronce al Equipo Unificado (ex URSS), y otro no menos pintoresco es el vínculo que aquella selección generó con el arte musical y gráfica de la banda Grateful Dead.