Dentro de unas horas la llama olímpica se apagará. Esta vez ardió durante casi un año y medio, luego de que Apolo nos hiciera el favor a los mortales de encenderla una vez más el 12 de marzo de 2020 en las ruinas de la antigua Olimpia (que por estas horas vio otros fuegos arder en los incendios que azotan esa zona de Grecia). En aquel entonces, todavía se pensaba en unos Juegos Olímpicos (JJOO) tradicionales, con público y en la fecha pautada.

La luz del fuego olímpico, regalo de Prometeo, la prueba de que el ser humano puede dominar el fuego, nunca podrá ocultar el hecho de que el fuego puede ser indomable. Mientras el Comité Olímpico Internacional (COI) trabaja para alimentar la llama sagrada, alrededor todo arde de maneras diversas y no siempre acompasadas con esa intención.

Mirame

Pretenderse universal es un desafío demasiado grande para cualquier institución, inalcanzable. Los JJOO tienen más banderas que estados reconocidos en el mundo y son un intento por englobar lo mejor del deporte. Sin embargo, los tiempos que corren proponen un crecimiento acelerado de disciplinas alternativas, de identidades diversas y de agitación política como el olimpismo no había admitido hasta ahora.

Deportes virtuales, juegos que capturen a audiencias más volátiles y la necesidad de llenar ojos nuevos, ojos de nativos digitales, ojos de otra era. Son muchos desafíos. Otras exigencias también están presentes. Adecuar valores, redefinir prácticas, cuestionar paradigmas. De eso depende que el fuego sagrado siga ardiendo con fuerza.

Cuando Naomi Osaka encendió el pebetero, NBC, la cadena de televisión de Estados Unidos, principal compradora de los derechos de televisión, tenía una audiencia de 17 millones de espectadores, la menor audiencia de una inauguración olímpica para ese país en 33 años. Las primeras tres noches de competencia tuvieron entre 32% y 46% menos de audiencia que en los JJOO pasados. Los datos alarmaron y obligaron a la reprogramación de competencias para salvar el desinterés que la diferencia horaria produjo en el público estadounidense. Para unos JJOO que se pretenden universales, ¿por qué tiene tanta importancia el rating estadounidense? Lisa y llanamente porque esa cadena pagó el contrato más jugoso de la historia olímpica: 7.750 millones de dólares por los derechos hasta 2032.

Las llaves de la ciudad

Tal vez para dar certezas a estos socios comerciales, el COI se ha volcado a la elección temprana de las sedes y ya conocemos dónde se realizarán las próximas tres ediciones. Con candidaturas únicas se eligieron primero París y Los Ángeles, para luego elegir, en la asamblea previa a Tokio 2020(+1), a Brisbane para 2032.

Ya no basta con montar una infraestructura impactante para recibir más de 30 disciplinas y 11.000 deportistas. Ahora también hay que hacerlo con una visión sustentable para la ciudad sede, pregonando el cuidado del medioambiente y descentralizando la influencia que los JJOO dejen como legado en los países que los reciben.

Y no alcanza con montar estadios que puedan recibir espectadores. Ahora hay que hacerlo bajo los estándares de calidad de las más impactantes transmisiones televisivas, a la vanguardia. Todo redunda en un evento más caro, cada vez más selecto, con menor nivel de aprobación entre los electorados de los países sede. Y eso, a nivel político y económico, sólo puede significar problemas.

M o F

La agenda del COI rumbo a 2020 incluyó entre sus objetivos unos JJOO paritarios. No se consiguió a rajatabla (48,8% de mujeres), pero la intención redundó en la mayor presencia histórica de mujeres, y el deporte mixto aparece como una alternativa al paradigma tradicional de masculino o femenino.

El problema que el olimpismo no dejará de enfrentar es que de todas sus competencias, solamente la equitación es realmente abierta, sin exigencias de género a la hora de inscribirse. Las demás necesitan de la categorización de hombre o mujer, incluso para componer los equipos mixtos con la misma cantidad de cada uno.

El problema que subyace es el paradigma binario. ¿En qué categoría compiten las disidencias? ¿Por qué Caster Semenya no puede correr? ¿Por qué las rivales de Laurel Hubbard interpretan como una desventaja injusta que ella sea una mujer trans? Porque primero existe un deber ser. Un atleta olímpico no debe ser primero que nada una persona, debe ser primero que nada un hombre o una mujer para saber en qué casillero lo colocarán, para saber qué carrera largará o qué rival le tocará en el sorteo para luchar.

El deporte olímpico no es una competencia entre personas, es una competencia entre individuos catalogados por género. ¿Quién es hombre, quién es mujer? Y, sobre todo, ¿cómo se contesta esta pregunta? Posiblemente uno de los callejones sin salida del deporte olímpico como lo conocemos.

El calor de la hermandad

Una impresión predomina al cierre de esta edición. En unos JJOO inciertos, cargados de lesiones, con atletas bajo mucha presión, porque son tiempos de alta exposición en múltiples plataformas, los deportistas cerraron filas y se demostraron apoyo genuino. Habrá excepciones, claro está, pero ver competencias en las que gimnastas rusas, chinas y estadounidenses se saluden con igual efusividad al bajar del escenario y aplaudan las actuaciones rivales con alegría mucho dista de los esquemas de la Guerra Fría, en los que los deportistas eran instruidos para el desaire y el gesto tosco.

Es cierto que las pretensiones de universalidad tienen muchas veces el defecto de homogeneizar las historias, de aplacar la diversidad, pero en este caso parece percibirse una conciencia colectiva entre colegas deportistas. El reconocimiento de que quien está al lado, en otro idioma y frente a otro público, posiblemente esté atravesando un drama similar. El deportista olímpico moderno luce mejor compañero, luce menos belicoso. Vociferar historias personales, miserias colectivas con profunda angustia individual posiblemente tenga la capacidad de generar en los demás un sentimiento de proximidad. Es más difícil enemistarse con quien sufre, en esa carrera de la que el deportista es protagonista y también rehén.

Recuperar audiencias, recuperar credibilidad en la ciudadanía de las sedes y ganar terreno con un discurso político atento a las problemáticas ambientales y sociales. Así parece dibujarse el escenario para el olimpismo contemporáneo y para el futuro próximo.