Controles remotos entre las sábanas, celulares con auriculares, tablets compartidas, sueño mucho sueño, y sueños.
Los Juegos Olímpicos, estos, los más raros de la historia moderna, nominados institucionalmente Tokio 2020, sin gente y concebidos como envíos audiovisuales en pleno 2021, están en nosotros.
No importa cómo, y aunque importan los torcidos horarios por estar en las antípodas de aquellos otros pagos orientales, se viven, se miran, se sienten. Para algunos de nosotros es casi como una noche de fallos de carnaval, noche tras noche, madrugada tras madrugada.
Tiene su explicación
En este rincón del mundo, más específicamente en Uruguay, los Juegos Olímpicos representan mucho, tanto que están atados a la construcción del imaginario popular de la concepción de la nacionalidad de un Estado joven y acrisolado sin guerras.
Los primeros héroes uruguayos del siglo XX son olímpicos. Es también un olímpico el Terrible José Nasazzi, aquel que gestó el más grande símbolo de triunfo y comunión con la gente: la vuelta olímpica. Y otro olímpico, Pedro Arispe, entendía en una de estas competiciones qué era su tierra: “Fue allá, en París, en Colombes, en los Juegos Olímpicos de 1924, donde me di cuenta de cómo la quería, cómo la adoraba, con qué gusto hubiese dado la vida por ella. Fue cuando vi levantar la bandera en el mástil más alto. Allá arriba se desplegó, violenta como un latigazo, y su sol nos pareció más amoroso que el de la tarde parisién. Era el sol nuestro... Abajo, las estrofas del Himno que llenan el silencio imponente de muchos miles de personas sobrecogidas por la emoción. ¡Entonces sentí lo que era patria!”.
En 1924 se produjo el primer contacto de los uruguayos con lo olímpico. Y de qué forma, consiguiendo la primera medalla de oro de las dos que tiene Uruguay. Fue en el fútbol, igual que cuatro años después en Ámsterdam 1928, y los orientales se fueron enterando por las crónicas de diario, las de Lorenzo Batlle, las de Carlos Quijano.
A partir de entonces, en los diarios primero, en la radio después, varias décadas más adelante por televisión y ahora en nuestra era digital por streaming, siempre hemos estado muy cerquita de lo olímpico, con grandes actuaciones o sin ellas, con los nuestros o con los vecinos, con los deportes de siempre o con los de nunca.
Y tiene que ver con el Uruguay claro, con los sueños, con la esperanza. Con lo que uno aprende antes del aprestamiento inicial, con lo que uno sueña despierto aun antes de entrar en jardinera. Y, si no exagero –es posible que así sea–, con uno de los primeros hitos del juego simbólico por estos pagos, donde el patriarcado machista nos ha ofrecido como rito de iniciación la felicidad a través del deporte y se lo ha escondido cruelmente durante décadas a niñas y mujeres, que recién desde hace unas décadas han podido sublimarse soñando.
Ser olímpico u olímpica es un triunfo por sí mismo y está reservado para muy pocos, pero ser un triunfador olímpico no se equipara con ganar ni con la medalla de oro. Como María Pía Fernández corriendo de principio a fin un kilómetro y medio, desgarrada, sólo para honrar su sueño y honrarnos a nosotros, sus compatriotas, prendidos al televisor para verla ganar perdiendo.
Ese ganar, ese éxtasis de la victoria se logra sólo con la victoria, es cierto, pero se siente aun si los derrotados han sido derrotados en competencia pero no en su ilusión de volver a soñar con que mañana o quizá dentro de un rato habrá otra contienda. Otro sueño, que es el mismo y no es otro que el que nos legaron los olímpicos, los que cada día de su vida, absolutamente explícito o soterrado debajo de mil formas y “no puedo”, sueñan con ser parte de esa expedición de su país, pueblo, agrupación de barrio, escuela, liceo o grupo de amigos que sueñe con llegar a esa meta de los sueños donde está la victoria.
Y ahí estamos nosotros, con ellas o con las que hablan otras lenguas o suman destrezas en deportes ajenos y lejanos, pero que en la pantalla, en la madrugada o en el amanecer, nos insuflan el espíritu olímpico.