Qué tal, oyentes de la 22.
La vieja radio sobre el modular, en el fogón de la cocina o arriba de la heladera, en la mesita del patio durante el día y en la mesa de luz por las noches, en el escalón de la puerta, colgada del naranjo, en el eco del vecino, en la computadora o en el almacén; en el supermercado, no: ahí hay música funcional. Picando en el auto, en el taxi o a viva voz en el ómnibus, acompañando la caminata en el viejo walkman, en el bolsillo de la camisa o en la orilla del oído, al instante en la ruedita de una radio forrada en cuero o en los botones de las modernas; en el celular no: ahí no quieren viejas frecuencias. En el éter, después por banda ancha, las veces que no la sentimos porque estábamos dentro de ella. Esa banda sonora.
En la previa al fútbol su voz entraba por los barrios y por las ciudades sin pedir permiso, como el buen vecino. No es fácil eso. En mi casa, sin ir más lejos, no entra cualquiera. Pero Enrique Yannuzzi sí, porque tenía sus formas, sus contenidos, la empatía necesaria y el tranque justo, la dinámica de la radio y la pausa del punto y coma, la información sin cantarola, el conocimiento de la materia, calle, cordón y vereda, barro en los zapatos, esa estirpe, eso que llaman calidad y categoría.
Entró en las casas sin pedir permiso y formó a sus escuchas por añadidura, como lo hace la gente que no construye desde el silencio sino en la palabra, sobre todo en el trabajo, en la acción y en la reflexión. Una vez le preguntamos si hay conocimientos que no están sólo en la academia y respondió sin dudar: “Hay conocimientos que están en otro lado. Sobre todas las cosas, ser cristalino”.
Lo más importante es la noticia
Buenas noches, hoy hablaremos de la Libertadores del 85.
Un salón haciendo esquina en Uruguay y Ciudadela. El escritorio contra la ventana, el pizarrón atrás y a la izquierda. Importaba el qué, porque en el Instituto Profesional de Enseñanza Periodística (IPEP) Quique Yannuzzi enseñaba todo el universo del fútbol, pero más importaba el cómo, la manera: la rigurosidad con los datos, la sabiduría en lo que hablaba, o sea, tener conocimiento a fondo sobre los protagonistas (saber quién es quién, cómo jugaba, cuál era su trayectoria, no si era cuñado o yerno de alguien, afirmaba cada tanto); Yannuzzi y el sentido crítico del periodismo que le dejaba en la punta del botín esa honestidad brutal para sostener la verdad que decía plácida y claramente, aun cuando la verdad doliera o lo pusiera cara a cara ante el poder y sus marionetas; una voz popular en la ética y en todas esas cosas tan fuera de moda como decir la verdad, valga la redundancia. Porque Yannuzzi, además de gustar del conocimiento por la razón de sumar conocimientos ‒como sostenía Carlos Vaz Ferreira y lejos de romantizarlo‒, quería personas formadas, exigía formarse y daba herramientas para eso.
El traje gris, las bolsas debajo de los ojos y las ojeras, pícaro labio mordido, chueco el tranco, la sonrisa cálida de los maestros, la palabra como fusil para decir que evoluciona la tecnología pero no el periodismo, aquella metáfora de la reina en la zona del chocolate caliente, la misma palabra como fusil para demostrar que, aunque enfrentarse al poder le dio crédito entre la gente, nunca lo hizo por eso: “Lo hago por convicción”. Están los que buscan altos ideales o llenarse de heroísmo por todos los rincones, y están los que enseñan a mirar el mundo desde un lugar más humano. Estos últimos son los imprescindibles, como Quique Yannuzzi.
Haber sido su escucha fue un privilegio, aprender en su aula tiene valor imperecedero. Un día dijo no estar atraído por lo que pasa en el (chiquero) del fútbol, dejó de sentirse fuerte como para cambiarlo y decidió dar un paso al costado. Ahora que pienso, me hace acordar a Artigas. No es para cualquiera correrse de los lugares y dejar tanta admiración, tantas verdades por recorrer, tanta trilla y siembra.
Ya no está el tipo de la radio. El día que Quique Yannuzzi se despidió del dial quedó un hueco enorme. Ahora que ya no responderá el teléfono para hablar de literatura, de periodismo o de encuentros, el vacío es indescriptible para quienes aprendimos de hombres generosos como él. Quedó el legado. Tal vez sea verdad que le puso fin a una época. Aunque el mundo tal y como lo conocimos está desapareciendo, un día como el de hoy, en el Uruguay siglo XXI, los olvidados seguirán diciendo presente.
La parca no vacaciona, tumba sin avisar, y se llevó a Enrique Yannuzzi, maestro del periodismo deportivo. Sucedió un domingo, día futbolero y día triste si los hay. Como decía César Vallejo, hoy me gusta la vida mucho menos. Otro tiempo vendrá distinto a este y Quique allá, por siempre, donde lloran faroles y reina la alegría.