No sólo no pondría en cuestión que la vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial, sino que reafirmaría la condición de existencia por esa globa, y mi pierna derecha, tu zurda y esa sensación única e irrepetible del punto G del empeine: la lengüeta de los Adidas Copa, y la guinda latiendo como un corazón perfecto.
Entonces hubo vida antes de la vida, claro que sí. Hubo Colombes 1924. La patria, el Indio Arispe, la vuelta, el Mariscal Nasazzi.
¿Quién nos cuenta de su vida, de sus vidas desde que empezó el Mundial de 1930?
El Ruso Mauricio Rossencoff me hizo llorar de emoción con Los silencios del viejo, y de ahí es que nace esta idea de que nos cuenten cómo nació la vida entre Mundial y Mundial, que fue el 13 de julio, en un radio de dos kilómetros y medio entre la cancha de la estación Pocitos y el Parque Central, con el epicentro del estadio Centenario.
Vos te imaginás en la cancha, húmeda, media pelada, junto a José, el hijo del tano y la vasquita, con el Gallego Lorenzo, con el Negro Andrade, con el Vasco Cea, con el Mago Scarone, mirando cómo sube la bandera en la torre de los homenajes, despacito y temblorosa, como esa misma emoción que sentís al imaginarlo, y sube hasta el cielo, el cielo de nuestros dioses paganos, nuestros campeones mundiales.
Mi tío abuelo, el Morocho Figuerón, que nació en 1910 junto a la camiseta celeste, que vivió de purrete a los 14 la epopeya de Colombes, que ya de pantalones largos alcanzó la mayoría de edad festejando el triunfo de Ámsterdam, venía en tren desde su casa en Villa Colón, y después en tranvía hasta el campo chivero. Figuerón hizo músculo y callos antes de cumplir los 20 abriles, cuando participó en uno de los turnos de la construcción de la América, que justamente se empezó a levantar apenas dos meses antes de que se estrenara el Centenario, un poco antes de que los uruguayos, al mando del coloniense Alberto Suppici, se instalaran en lo que había sido uno de los chalets de Juan Buschental en el Prado de Montevideo.
Escalón tras escalón
El 30 de julio está apretado en la Colombes con su rancho de paja contra el pecho, mientras la gente se apretuja habiendo dejado atrás andamios y tachos de mezcla aún fresca. Endomingado y abrigado, el Morocho, con el buzo que le tejió Carmelita, la uruguayita hija del vasco gallego, me codea, alza las cejas y me muestra la imponencia del Terrible José Nasazzi, que va bajando las decenas de escalones que separan el vestuario de la Olímpica con la cancha. El estadio explota como los corazones que se estremecen, y Figuerón vuelve a doblar el diario El Día y se sienta confiado y completo en el joven cemento del estadio.
Ondino Viera, por ese entonces un jugador de fútbol que estudiaba Educación Física, pero unos pocos años después el revolucionario director técnico que cambiaría el juego del fútbol brasileño, había llegado de Melo, primero para jugar en el Campeonato Nacional de 1929, representando a Cerro Largo, y después para avanzar en sus estudios y trabajar en la construcción del estadio Centenario. Ondino era sobrestante en aquella obra que parecía que no llegaría a su fin, con 1.800 obreros trabajando en tres turnos durante las 24 horas. Ondino, aún mucho antes de ser técnico y dirigir los destinos de la celeste en el Mundial de 1966 donde había nacido el fútbol, en Inglaterra, supo que en aquel otro Mundial, el del 30, el de la utopía, el del Centenario, y el primero, seríamos campeones. Lo sabía en el medio de la obra, cuando un alemán, un eslavo, un español, un italiano o un ruso, cargaban tres carretilladas, y los uruguayos llevaban con frenesí y empeño el doble.
Late que late
Claro que sí, quién no se siente ahí en ese estadio maravilloso, el primer estadio del mundo sólo para fútbol, según sentenció Jules Rimet, el 18 de julio, el día del debut ante Perú, viendo bajar por las inmensas escaleras al Terrible Nasazzi. Quién no se hace un lugarcito entre andamios, cemento fresco y grúas, para ser uno de los que se inmortalizará con aquella victoria inmensa, propia, fermental. Y la bandera, la patria otra vez.
Aquella tarde, fría y soleada, en la que parecía que Uruguay entero estaba en el stadium, cuando las radios, aquellos enormes dispositivos del futuro, traían en cada pago las voces de los homeros Emilio Elena e Ignacio Domínguez Riera a través de la radio del Estado, la primera radio en transmitir un Mundial. Nasazzi, el capitán, junto a Ballesteros, Ernesto Mascheroni, José Leandro Andrade, Lorenzo Fernández, Álvaro Gestido, Pablo Dorado, Héctor Castro, Pedro Cea, Héctor Scarone y Victoriano Iriarte, subieron los más de 60 escalones que separaban la cancha de los vestuarios de la Olímpica, con la carga de una derrota 2-1 ante los argentinos. 15 minutos después hicieron sonar la música de los tapones sobre aquellas cinco docenas de escalones de cemento, para escribir el mejor inicio de esta historia, de la historia del Centenario, de la Copa del Mundo, del fútbol, de los uruguayos. La de la victoria.
Hechizo de medianoche
Diego Sciuto hubiese querido estar en la cancha aquella tarde, pero como jugador, como lo hacía hasta hace unos años atrás, hasta que aquella maldita rodilla pasó a Wing, el seudónimo que anticipó al de Diego Lucero.
Diego bajó del tranvía, se volvió a abotonar el sobretodo y rodeó su cuello con la bufanda de lana tejida. Llegó a su casa y se dirigió derecho a su Remington negra, nueva y reluciente. Dejó su gacho al costado, abrió la gaveta, sacó una resma de hojas y empezó a teclear, a describir la gloria por dentro. Wing nos dejó dicho, esa misma noche de 1930, lo que es la dicha de un héroe en la aldea, su nación, su vida: “Hacía rato que se había hecho noche cerrada. La mesa estaba puesta, la comida pronta. Hacía frío. Cenamos en aquella rueda de familia, la noche de un día inolvidable. A eso de las nueve y media fuimos para el Centro. Las calles de Montevideo eran pura fiesta, la fiesta de un pueblo en júbilo. Dimos unas vueltas y nos largamos al Tupí Nuevo. Como en la planta baja no había mesa, fuimos arriba. Llegaron algunos muchachos de la rueda de los atenienses. Se hablaba del partido, ¿de qué se iba a hablar? Y eran puros abrazos de los que se acercaban a saludar al Capitán. Tomamos un café. Otro café. Un cigarrillo Guerrillero. Nasazzi estaba cansado. Se le cerraban aquellos ojos fulgurantes, color celeste claro siempre como sobresaltados, que por eso le llamaban de chico el Terrible. Todos estábamos cansados. Volvimos al barrio. Había cerrazón y en el cielo las estrellas querían abrirse paso por entre la niebla para asomarse a la fiesta. Así sencillamente, terminó la jornada del Gran Capitán, el día de la máxima gloria. Así sencillamente, casi espartanamente. Lo dejamos en la casa. Nos fuimos a dormir. Eran apenas pasadas las doce...”.
Un 30 de julio de 1930 Uruguay le ganó a Argentina 4-2 la final de la Copa del Mundo, y una vez más éramos campeones mundiales.
No hagan ruido que el Terrible está descansando.