En un partido único, increíble por su tensión e indefinición hasta la última pelota, Argentina terminó derrotando a Países Bajos por penales después de haber empatado 2-2 en los 90 y de haberse estirado esa paridad también en los 30 minutos de la prórroga. En la ejecución de penales, descolló el arquero argentino Emiliano Dibu Martinez, que atajó los dos primeros y encaminó a sus compañeros a la victoria. El triunfo llevó a Argentina a las semifinales del próximo martes ante la selección de Croacia, que también en los penales eliminó a Brasil.

Rivales y hermanos

Dice mi vieja cédula celeste expedida por la Dirección Nacional de Identificación Civil que mi nombre es Rómulo Martínez Chenlo, que nací en Florida y que mi nacionalidad es uruguaya. Sin embargo, cualquiera de los que hayan estado cerca de mi puesto de trabajo en el partido jugado en el estadio Lusail pudo haber entendido, sin miedo a equivocarse, que yo era otro de los miles de argentinos que vivieron y vivimos el partido con tanta tensión, que en un momento me dieron ganas de cerrar la computadora y desaparecer porque ya no aguantaba más la emoción y se me iba a salir el corazón por la boca.

No, no soy argentino, soy uruguayo, y justamente en fútbol somos los más grandes antagonistas que hayan existido desde la piedra fundamental de la competencia internacional. Argentinos y uruguayos siempre nos hemos querido ganar en el clásico más antiguo de la historia del fútbol mundial. Como dice el Jaime (Roos), somos rivales y hermanos, y ahí estaba yo, casi diciendo “pava” a la caldera, o “factura” a los bizcochos. Los puños en alto, la compu casi por el aire y el impensado pero absolutamente genuino y desubicado “¡Argentina nomá!”.

El juguete rabioso

Dos obras pusieron en juego mis emociones, y me ganaron a las risas la pulseada. En mi juventud fue El juguete rabioso, la novela de Roberto Arlt. No pude aguantar la maravillosa y tétrica tensión de su relato y agarré, lo cerré y me sentí un flojo, pero no lo aguantaba. Apenas unos días después pude retomarlo. Durante este partido, sentí de nuevo las hojas amarillentas del libro en mis manos.

El comienzo apretado, tenso, con tantos nervios en la cancha, como en la tribuna, como en el copadísimo e inmenso palco de prensa, con tantos argentinos, esperanzados, y nosotros los pocos uruguayos ubicados ahí en el gran y realmente precioso estadio Lusail, como un retazo mínimo de la Liga Federal de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

El primer cuarto de hora fue de estudio o de precaución: ambos equipos jugaron con tres centrales en el fondo. Messi, como segundo punta, bajando a enlazar el juego a su campo, sorprendió al principio, pero casi enseguida Van Gall, el DT naranja, ajustó posiciones liberando a uno de sus centrales, Nathan Aké, para que desde la media cancha controlara al mejor jugador del mundo.

Le costó desenrollarse al partido, pero Argentina, aún con Messi bajo control, empezó a dominar la pelota y con ello a ganar terreno en campo contrario.

No sé dónde estará ubicado el sismógrafo de Doha, ni sé si sus datos más allá de la gráfica de lectura universal estarán escritos en árabe, pero yo les puedo decir que a las 22.34 de Doha hubo un movimiento en Lusail. Era esa hora cuando, apenas saliendo del círculo central, Lionel Messi recogió el balón ligeramente volcado a la derecha y metió tres, cuatro zancadas en diagonal hacia el centro controlando el balón como si tuviese un elástico que la soltaba y la traía. Pero esa acción no fue lo más maravilloso, sino la percepción extrasensorial con la que advirtió, no se sabe cómo, la entrada de Nahuel Molina, que venía ingresando al área cuando Messi le puso la pelota en sus pies -mirando para otro lado- y el lateral derecho oportunista aprovechó el natural despiste de Van Dijk, que, como todos, no entendió cómo el rosarino metía esa pelota, y Molina, despiertísimo y acertadísimo, definió a las redes.

A partir de entonces, explotó el estadio. Unos cuantos miles de argentinos iniciaron parte de la liturgia del nuevo mesías del fútbol albiceleste, inclinándose hacia adelante con los brazos estirados y agachándose en señal de entrega y contrición ante la sabiduría y enorme capacidad futbolística de Messi. “¡Messi Messi Messi!” sonaba el estadio, casi como respondiendo a la llamada de los imanes futbolísticos, los almuédanos de los minaretes de las nuevas construcciones mundialistas en el mundo árabe.

Fue un momento trascendente no sólo para el partido, sino para el mundial. Los argentinos se reafirmaron y las intenciones del pragmático y ejecutivo equipo neerlandés debieron cambiar.

Match Point

La otra obra, ya padre, que no pude aguantar y agarré y me fui del cine fue Match Point, la película de Woody Allen. No pude enfrentar esa tensión que me tenía rodeado y me escapé. Al otro día pagué de nuevo y la vi toda.

En la segunda parte, Países Bajos salió con la intención natural de jugar en campo argentino, y lo hizo, pero porque el elenco de Scaloni se hizo corto en su cancha, trancó a los naranjas y además algunas veces intentó salir de contra. Cuando pasaba por Messi, la situación presagiaba enorme peligro, fundamentalmente cuando combinaba con Rodrigo de Paul. Cada vez que Messi entraba en juego el partido parecía ingresar a otra dimensión.

A los 25 de la segunda parte, un innecesario penal de Dumfries sobre Acuña le permitió a Messi sumar un nuevo gol en su historia en los mundiales, igualando a Gabriel Batistuta, y fundamentalmente, anotado el tranquilizador 2-0.

Van Gaal hizo todas las variantes posibles, y a falta de 10 minutos, con acumulación de centrodelanteros y con un juego que no sería el propio de los que imaginan los adoradores del fútbol europeo –a los centros, a los ollazos de media cancha–, un cabezazo del gigante Weghorst puso el 1-2 y multiplicó por mil la tensión del final.

Como si todos los partidos de Argentina-Holanda desde 1978 en adelante tuvieran que ser una prueba para los corazones (el de 1974 no, porque fue una goleada de la Naranja Mecánica), el juego se convirtió en un thriller futbolístico, en un relato de misterios e incertidumbre que nos dejaba a todos en vilo.

En el minuto 111, una torpe falta de Nicolás Otamendi al borde del área, fue la alianza bailando al borde de la rejilla en Match Point, la pelotita amarilla caminando por el fleje de la red, y pasó lo que no debía pasar: jugada preparada y casi inconcebible para esas instancias decisivas, y el gol del empate de Países Bajos, otra vez convertido por el gigante Weghorst, aunque esta vez con una casi torpe control y media vuelta, que puso el 2-2 que impensadamente llevaron el partido, otro partido, a alargue.

Ni el tiro del final

El alargue fue totalmente otra cosa. Los dos estaban con equipos inusuales: Argentina, casi sin delanteros porque había intentado cerrar el partido sumando jugadores de neutralización; Países Bajos, en cambio, tenía muchos delanteros de los grandes y no muy habilidosos.

Ninguno pudo hacer mucho en los primeros 15 y toda la concentración de la definición pasó para los últimos 15 de juego. Por cinco o más minutos Argentina presionó y llegó de muy buena manera al arco contrario y generó con la entrada de Ángel di María cuatro tiros de esquina que nacieron de casi goles.

Países Bajos ya no podía más, estaba al borde del nocaut y agarrado de las cuerdas, cuando en la última jugada del último minuto de juego, un remate de Enzo Fernández dio en el caño y se fue afuera. Otra vez la pelotita amarilla estirando un inútil y dramático intento de equilibrio sobre el fleje, otra vez el anillo dando una vuelta y otra vuelta en la alcantarilla: penales.

Y ahí otra vez. Sí, otra vez. Hasta que al final, en el último match point, ganó Argentina, que realmente era el que tenía que ganar.

Argentina nomá.