Pocas cosas más cotidianas para un futbolero que ver un partido en la tribuna detrás del arco. Se sabe que no es la mejor posición para verlo, pero quien está acostumbrado a hacerlo maneja la perspectiva a la perfección. Sabe cuando ese arranque del puntero no va a llegar a nada, por más que esté en el arco contrario. Un partido desde atrás del arco, eso fue lo que me tocó vivir el sábado.

Abu Dabi es una ciudad donde nunca hay mucha gente en algún lado. Esa dinámica la rompió el Mundial de Clubes. En realidad tres equipos del Mundial de Clubes: Al Ahly, Palmeiras y Chelsea. El primero, por la gran cantidad de población de origen egipcio en el país. El segundo, por el fanatismo de los hinchas que aprovecharon que San Pablo tiene conexión aérea directa con Dubái. El tercero, por ser una marca internacional; con la camiseta de Chelsea había rostros de lo más variopintos.

Es sábado y a la vuelta de la esquina hay una final del mundo. Evento planetario, pero partido de fútbol al fin, y lo que sucede siempre con un partido de fútbol: horas antes se materializan posibilidades de entradas que antes no estaban. Cuatro horas antes del partido un mensaje de voz: “Tengo una entrada, ¿estás para ir?”. El negocio del hisopado permite tener un resultado en dos horas, es el más caro en la escala, pero el único que permitía estar en el estadio a tiempo. Con el negativo una hora y media antes del comienzo, tocaba poner rumbo al estadio: puerta B, sección E. Una de las cabeceras.

En los alrededores del Mohammed bin Zayed Stadium los hinchas se mezclaban, pero una vez adentro los códigos eran otros. Atrás del arco va la Mancha Verde, la barra de Palmeiras. Hubo algún distraído, o quizá demasiado confiando en eso del fútbol espectáculo mundial, que con bufanda de Chelsea intentó bajar al último anillo: no lo consiguió. Yo estaba de particular: jean y remera gris. En un inglés de tribuna un hincha de Palmeiras me dio a entender que no era un buen lugar para alguien de Chelsea. La respuesta fue breve y efectiva: “Aguante Piquerez”, abrazo y se abrieron las aguas. Otro hincha por las dudas me avisó que no pensara ver el partido sentado. No estaba en los planes.

La capital de Emiratos Árabes Unidos salió al rescate de la FIFA, que por cuestiones pandémicas tuvo que retrasar su planes de reforma del Mundial de Clubes. Este debió ser el primer Mundial con 24 equipos, se iba a jugar en un principio en China, y luego surgió la posibilidad de Japón. Wuhan, murciélagos, coronavirus, calendarios apretados para recuperar el tiempo, todo conspiró para que no pudiera ser. Y siempre habrá un emirato pronto para proyectar su imagen al mundo a través del deporte, esta vez le tocó a Abu Dabi. Curioso es que la FIFA, que todo lo puede dentro de los estadios, no logró que se pueda vender alcohol. Un hincha de Palmeiras tomando refresco de naranja fue una imagen elocuente.

Con el comienzo del partido y el pasar de los primeros minutos, el fútbol hizo su magia. 90 minutos (o 120) para convencerse de que el fútbol sudamericano es competitivo frente al europeo. Palmeiras se plantó de una manera muy reconocible para un uruguayo. Dos zagueros (Luan y Gómez) para marcar a Romelu Lukaku, un diez que bajaba a marcar a su propio córner, un punta que ilusionaba con un control a 50 metros del arco contrario y con varios rivales por superar. Y, sobre todo, los 11 jugadores en 35 metros. Despejes aplaudidos como grandes jugadas, faltas en la mitad de la cancha celebradas como tiros libres peligrosos e insultos por lo bajo cuando se intentaba salir jugando y se perdía la pelota. Primeros 45 minutos salvados con nota. En la hinchada uno que hacía rato se había sacado la remera, pero conservaba su gorro de lana, aprovechó el entretiempo para recriminarle a otro hincha de Palmeiras algunas filas más a la derecha que había que cantar más. “Tamo juntos, tamos juntos”, como respuesta que desescaló rápidamente un posible conflicto.

Segundo tiempo con vaivenes emocionales, lamento ante el gol de Lukaku, celebración en cuanto se vieron las letras del VAR en la pantalla gigante previo al penal sancionado a favor de los brasileños. 90 minutos que se fueron, DJ de FIFA, animadores, parafernalia que no era comprada por la hinchada: esto es de cantar hasta quedarse ronco.

Penal en contra a falta de cinco minutos para el final. El de atrás mío se arrodilló y le dio la espalda a la cancha. Un par de filas más arriba una pareja hincha de Chelsea celebró la decisión, el vecino de banco les hizo señas a modo de advertencia. Algunos más abajo no fueron tan protocolares. Gol de Chelsea, gol de ellos. La pareja lo celebró, no fue la mejor idea. Distintas maneras de entender el fútbol, códigos que en Sudamérica jamás se romperían, nadie grita un gol en el medio de la hinchada contraria, acá pensaron que sería más Disney. Se tuvieron que ir al anillo de arriba.

Palmeiras perdió, Sudamérica perdió. Pero hubo 115 minutos en que pareció que se podía. Ya sé, las métricas dirán lo contrario: duelos ganados, posesión de pelota, posición media de los jugadores, acierto en los pases. Pero el encanto pasa por estar en el medio de una tribuna donde por un rato todos nos engañamos, y algunos dejan la garganta en el intento de convencer a los suyos. “Ambiente” le dicen en Europa, lo más identitario del fútbol sudamericano. Que de tanto mirar para allá no se nos olvide que lo popular es lo que genera esta identidad.