Marcos tiene ocho años y un historial de travesuras que vuelve tentador el uso de la palabra prontuario. Su casa no es su casa. Todo lo propio le es ajeno, quienes deben sentirse cercanos le resultan ausentes. La escuela es una tortura para él; se aburre y convierte su alrededor en el parque de diversiones de su mente. Mitad payaso, mitad víctima, el mundo, que para él empieza y termina en Colonia del Sacramento, es su juguete. Marcos Sarraute es un niño sin lugar.
En la consulta médica aparece una de las formas del “no sé qué hacer con mi hijo, doctor”. El profesional sentencia trastorno por déficit de atención/hiperactividad, y ofrece dos remedios. Uno se escribe en una receta: metilfenidato, el nombre de la droga que tiene como marca comercial la Ritalina, la pastilla mágica que los médicos empiezan a usar sin mesura, tanto que la ONU pide por favor que paren, que en Uruguay se triplican las cifras mundiales de niños medicados. El otro tratamiento, un clásico, no va escrito: que haga deporte. Marcos no tiene ninguna de las habilidades necesarias para ser parte de un equipo de fútbol, que eso es deporte, más en el año del Mundial de Sudáfrica. Se debate en la eterna suplencia que le dan sus piernas descoordinadas y el bullying al que lo expone su personalidad de bufón. Mientras tanto cumple años, toma ritalina, y sigue siendo un niño sin lugar.
El hombre del timón
Seis hermanos y el único ingreso de un padre carpintero, en Carmelo, donde los yates se imponen, hacen aparecer familia y humilde como palabras anexas en el recuerdo de vida de Leandro Salvagno. El lujo de los barcos de turismo le queda lejos, pero el río se le cruza en la vida en forma de remo y le permite navegar esa misma agua hasta hacerse dueño. Timonea el bote de Rodolfo Collazo, Andrés Medina y Andrés Scarpati en los Juegos Panamericanos 2003, en Santo Domingo. Tiene 19 años y creció escuchando los cuentos de unos míticos hombres de musculosa y short que navegaban por América conquistando la gloria. Salvagno se vuelve el héroe de sus propias historias, gana la medalla de plata en aquellos Panamericanos y luego compite en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 y Pekín 2008, aunque queda afuera de Londres 2012.
En España hace su carrera durante 15 años, se cuelga decenas de medallas, pero cada día que pasa se da cuenta de que ninguna de ellas le importa tanto como un minuto de río Uruguay. Cuando se da cuenta de que mañana es tarde, llama al entrenador de la selección, Osvaldo Borchi, y le dice que quiere una oportunidad. Salvagno no negocia el esfuerzo, sacrifica todo lo que tiene, su trabajo, su tiempo, su cuerpo. En 2019 le confirman que será el veterano con experiencia encargado de ordenar y guiar a tres jóvenes: Martín González, Bruno Cetraro y Marcos Sarraute, que hace nueve años dejó de ser un niño sin lugar.
Ser feliz era eso
El lunes 27 de setiembre de 2010 Marcos tiene que estar en el Colonia Rowing pronto para entrenar remo por primera vez en su vida. Tiene 11 años y la ritalina, que tiene dos años con él, no le ha encontrado un lugar. Sarraute se acuerda de la fecha exacta en que llegó al club porque es la última vez que sintió que nada en el mundo era suyo.
Se enamora de todo, hasta de los detalles. Del olor del producto de limpieza, de la pesada canoa blanca de los principiantes, de los botes de los grandes, de la velocidad, del agua. Sigue siendo malo para el deporte, no aguanta el ejercicio físico, ni las pesas, ni correr, apenas rema. Lo importante es otra cosa. Encuentra, por primera vez en su vida, un lugar donde ser él, que es la forma más linda de ser feliz.
Sarraute, que se vuelve adulto, se vuelve uno de los mejores de la selección uruguaya; Marcos tiene, además, amigos. El niño y el adulto crecen juntos. Finalmente, le confirman que será parte del bote de cuatro remos cortos que va a los Juegos Panamericanos 2019, en Lima. Marcos está con Martín González y Bruno Cetraro, dos promesas juveniles, y el regreso, a sus 35 años, del último medallista del remo uruguayo, Leandro Salvagno, que juró gastarse todo en la última oportunidad de su vida para colgarse un oro.
Cronología de una catástrofe
La catástrofe empieza con buenas noticias. El 9 de agosto de 2019 el bote impulsado por Salvagno, Cetraro, González y Sarraute gana por siete centésimas la medalla de oro en los Juegos Panamericanos. Unas horas después, Sarraute hace pichí en un frasco de plástico y Salvagno dice, casi al aire, “ojalá que no salte la medicación esa que tomás”. El 12 de agosto los remeros son recibidos en sus pueblos como héroes. Las caravanas se multiplican, a Sarraute lo saluda toda Colonia; a Salvagno su equipo español, el Club Orio de Guipúzcoa, le tributa un pasillo de honor por las calles del minúsculo pueblo que se baña de gloria en el nuevo mundo. El 29 de agosto los cuatro comparten el máximo galardón del deporte uruguayo, el Charrúa de Oro. Cuatro días después, el viento da vuelta el bote.
2 de setiembre. Marcos manda un mensaje al grupo de Whatsapp de los remeros avisando que le dio adverso el control antidoping. Salvagno, en España, se está probando un pantalón para la cena en la que todo el pueblo va a honrar al campeón panamericano. Agarra el celular y llora. Sale corriendo, camina por las calles sintiendo que el mundo se escurre entre sus dedos, se cruza con su papá, sigue llorando. No puede explicarle a nadie, el pecho se le cierra, el aire no le entra. Agarra el bote y se pone a remar durante horas en el lago, solo.
Adverso, que es “contrario”, “negativo” o “desfavorable”, según la RAE, en realidad significa, y los cuatro lo saben, que Uruguay perderá la medalla de oro. El resultado tiene más de falla burocrática que de doping. Entre Sarraute y la federación se olvidaron de declarar la medicación que Marcos toma desde niño y eso significa, de forma inobjetable, que la infracción, aunque no sea para obtener ventaja deportiva, es descalificatoria.
De a uno van devolviendo la presea. Sarraute baja en el ascensor con la bolsa andina que el Comité Olímpico Peruano diseñó para la entrega. Antes averiguó cómo hacer una réplica, pero son 20 gramos de oro de 24 kilates bañando un corazón de plata. Inalcanzable para la economía de un remero de 20 años. Una réplica idéntica, además, no es una medalla. Siente el peso, la huele, la mira una última vez y con ese último gesto físico se evapora el campeonato panamericano. El remo de Uruguay vuelve a ser un río que lleva una sequía de 30 años sin oro.
Las carreras de los cuatro se estancan como un bote en el barro de la orilla. Martín González, de 20 años, se retira de la actividad y se dedica al ciclismo. Cetraro resiste el tsunami y trata de seguir entrenando. Sarraute se encierra a llorar y se hunde en un pozo depresivo que no le permite salir de su casa. Salvagno, con 35 años, se vuelve a España abandonando toda pretensión de alta competencia con Uruguay. Pasa las peores semanas de su vida. “Yo quiero entender a Marcos, pero no puedo. Para mí era todo o nada. Esta era mi última oportunidad”, dijo. Su carrera está terminada, pide que no lo vayan a buscar. Cuando duerme, que son pocas veces, sueña que pierde la medalla de oro de los Panamericanos. Se despierta y se da cuenta de que es verdad. Llora.
Un vino, un chocolate, una medalla
Después del adverso no se hablan durante tantos meses, que se vuelven años. Marcos es ovillo y lágrima. No reconoce la frontera de la culpa y la tristeza. Nadie lo convence de ir a entrenar, el que se quema con remo ve un bote y llora. Pide a Poseidón una oportunidad para redimir un error que ni siquiera sabe si es suyo; hasta que se da cuenta de que el primero que tiene que perdonarse es él mismo. La mejor forma que encuentra es convertirse en otro Marcos Sarraute. Uno mejor. Abandona a su psiquiatra de toda la vida y, por primera vez en 12 años, deja el metilfenidato. Hace yoga, estudia dos carreras, medita y, finalmente, vuelve a remar, entrena, compite.
En España, Leandro Salvagno daría todo por esa medalla, pero daría aún más por olvidarse de ella. Lo único que quiere Leandro es que nadie le cuente, le pregunte, le hable, le recuerde. Si pudiera cerrar los oídos, lo haría. Pero no puede, y entonces le llegan las historias de la tristeza de Sarraute, que a los 20 años parece no querer seguir. Leandro respeta tanto el dolor de Marcos –quizás porque es el más parecido a su propio dolor–, que vuelven a hablar. La mitad de las veces se pelean y la otra mitad también. Hasta que van aceptando que se necesitan. Bruno Cetraro también vuelve. Martín González ya no está, se suma Felipe Klüver, finalista olímpico. Son cuatro de nuevo.
Entrenan en el lago Calcagno y duermen en una cabaña en la orilla, al calor de una vieja estufa a leña que no dura una noche encendida. Cuando se apaga, la helada penetra el techo. Fingen que siguen durmiendo, pero sólo quieren que, por fin, se haga de día y puedan salir al lago a quitarse la escarcha de los dedos.
Ganan el Prepanamericano, en Brasil. La fase final de la reconciliación es en España; Marcos y Leandro, mano a mano durante semanas. Se bajan del barco puteándose y el enojo les dura días. De vuelta al agua. Entre el rencor, el perdón y dos chistes a tiempo, nace la redención. Salvagno nunca podría decir que lo perdona, porque sabe que, en el fondo, la culpa no es –toda– de Marcos. Es un guacho de 20 años. Sarraute se acerca con su mitad payaso y roba sonrisas, hay que divertir al abuelo. Así llegan a los Panamericanos de Santiago de Chile como el bote más fuerte de América. Sin embargo, cuando todo el trabajo está hecho, a Salvagno le brota en la cabeza el germen de la tragedia.
La noche anterior a la final Leandro llora como si ya hubiera perdido. Se le cuelgan de los remos pensamientos de esos que convierten un bote rápido en un barco de plomo. Camina, solo, por las calles de San Pedro de La Paz, en Chile. “¿Y si perdemos? ¿Qué le digo a mi familia, a mis compañeros, a Carmelo, a mi esposa embarazada en España, a la medalla que perdí, al niño que nunca cumplirá su sueño?”, se pregunta. Leandro se ahoga en la certeza de que todo lo que hicimos no valió la pena. Todo lo que hicimos es una forma de sacrificio que Leandro y Marcos no conocían. Lo que sí sabían: remar hasta que te exploten los brazos, hasta que los músculos se desgarren, hasta que las piernas palpiten, hasta que los dedos quemen. Lo que no sabían: el trabajo que da perdonar y sanar.
Osvaldo Borchi logra encontrarlo y lo lleva a su propia habitación, Salvagno no puede parar de pensar, y pensar es llorar. Eso, en una final panamericana, es perder. Borchi saca un vino de la heladera y lo toman en el vaso de los cepillos de dientes, comparten un chocolate. Osvaldo, que como es extrovertido, soñador y exigente se ganó que lo tilden de loco, dice –grita– que confía en él, que va a estar todo bien, que no hay nada que temer, que es una bestia, que todo lo que hay que hacer Salvagno lo sabe hacer. Que van a ganar. Leandro se va tranquilo a su habitación y duerme algunas horas hasta que lo despierta, a las dos de la mañana, el ruido de Sarraute que se está bañando en agua helada para que su cabeza se enfríe.
¿Qué pasa, Marcos? No puedo dormir. ¿Cómo que no podés dormir? No puedo dormir, mirá si perdemos. ¿No dormiste nada? No dormí nada. En dos horas nos tenemos que levantar. ¿Y si perdemos? Si perdemos porque vos no dormiste, yo te mato, Marcos, te juro que te mato. Tengo miedo de que perdamos. Yo también, pero dormí.
Cuando finalmente duermen, o dicen que duermen, queda tan poco tiempo que la noche es una siesta.
Sus premoniciones no pueden vencer la realidad: ellos cuatro, juntos, son demasiado buenos. A mitad de la carrera, Salvagno se da cuenta de que nada malo puede pasar. Ya no. Son tan superiores a los demás que puede tomarse el tiempo de disfrutar los últimos 800 metros. De mirar el agua, la orilla, escuchar los ocho remos romper el agua. Cuando cruzan la meta, la redención los invade y ocupa el lugar del dolor y la tristeza.