“Aquí y ahora, allá y ayer, Luis es el mejor de mi mundo, el mundo que cambia todos los días, el mundo que es como un partido de fútbol, con caras serias, sonrisas, responsabilidades, éxitos, fracasos y sublimaciones. Yo te vi, Luis”. La primera vez que escribí sentí eso, fue el 29 de setiembre de 2015. Estaba con gripe en casa cuando aún no sabía nada del covid ni del teletrabajo, y en el living oficina de mi casa me reporté con la redacción para dar una mano si era necesario.

Es posible que estuviera preparando una clase o simplemente regodeándome con la lectura de un libro perdido e imprescindible: Donde se cuentan proezas: fútbol uruguayo-1920/1930, de don Ricardo Lombardo, pero además me parece ver, sobre la mesa ratona y frente al sillón, el fascículo 42 y su libro correspondiente (El fútbol-antología) de Capítulo Oriental que había conseguido en alguna librería de viejo. En el televisor con tubo de imagen había un partido y jugaba el Luis en Leverkusen ante el Bayer, por Champions, sin Messi ni Iniesta. Ya hacía años que venía con él. La primera vez que lo vi fue desde los viejos pupitres de cemento de la José María Delgado en el Parque Central, donde en mi resma de hojas artesanalmente dobladas al medio para hacerme una libretita de perdidos apuntes habré garabateado sobre su polenta-torpeza, sobre su vulnerabilidad-omnipotencia juvenil, sobre el creciente amor-desamor de los latifundistas de la tribuna sobre él.

Después se fue a Groningen, conocí su camiseta y vi algunos goles perdidos en la tele, unos tiempos después conecté con el Ajax, pero ya compartíamos camino con la celeste y las recompensas que Tabárez nos hacía encontrar en sus jugadores, y definitivamente se convirtió en una acción ineludible seguir su partido a partido desde que se fue al Liverpool, porque en Anfield no se camina solo, y llegué a levantarme a las 5 de la mañana para viajar a mi lugar de trabajo y estar correctamente parapetado frente al televisor a las 8.00 con mate, bizcochos e ilusiones.

Eterno soñador

Me hice seguidor del Barcelona y obviamente alimenté mi secuencia de presencia y admiración en cada uno de los partidos con la selección. Le hice letrista de Eterno Soñador y protagonista de La fuerza del querer en Sudáfrica 2010. Lo hice protagonista de Puntero Izquierdo de Mario Benedetti en San Pablo en la épica victoria ante los ingleses y definitivamente lo hice el más crack en Rusia 2018.

Para mí ha sido Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador Santiago, el viejo de El viejo y el mar de Hemingway, Truman, de The Truman Show, y El elegido. Luis tal vez sea un poco mi hijo, en definitiva tiene la misma edad que Kike.

Yo lo quiero mucho a este muchacho, a este hombre. Lo admiro enormemente como futbolista, el mejor que he visto continuamente en una cancha, pero lo quiero como a un amigo. Me preguntaba internamente cuál sería realmente la apreciación que tengo sobre Luis Suárez, y en mi respuesta siempre se juntan razones y emociones, que a pesar de mi incoherencia y mi volubilidad me dejan siempre cerca de él, como si fuese quien le manda el centro o el pelotazo largo para que él vaya, y ahí, detrás de su carrera, de su cabezazo, de su tosco enganche, de su pifiada definición contra el caño, ahí vamos nosotros, todos, a festejar el infinito gol con nuestro héroe de carne y hueso.

Experiencia mística

El jueves 9 de octubre de 2023 ya soy un abuelo que equilibra las herramientas del teletrabajo, que extraña las vueltas de mate en la redacción y las apreciaciones non sactas de la tribuna del televisor común, pero a cambio puede invitar a los nietos a desviarlos de la plenitud del juego simbólico que invade la oficina–living a ver a Luisito en portugués, jugando para Gremio.

¿Tienen la camiseta de Gremio?, les pregunto haciéndome el distraído a Alfo y Bauti, a sabiendas de que yo mismo se las compré cuando este año hice cuestión de ir al Chuy a comprarme un par de buenas camisetas truchas -la tricolor y la celeste- para mí, con la misma ansiedad con la que de niño me hicieron conocer los ticholos, los kichute, los Kisuco y los Garoto.

Hay algo que no les puedo trasladar acerca de la imponencia de este futbolista. No les puedo trasladar cuánto he estudiado e investigado acerca del fútbol uruguayo, de su edad de oro, de sus grandes exponentes. No puedo llegar a decirles que siempre había creído que me había perdido de ver a los más grandes, a los únicos, a los excluyentes, a los más maravillosos, y ahora, en una construcción de años de fe, de encandilamiento y de certezas, he descubierto que estamos frente a él.

Cuando empieza el partido Bauti es ingeniero de tránsito de una ciudad mitad autitos y hojas A4, proyectadas, dibujadas y pintadas por Alfo. Los dos atienden y acompañan mi invitación pero siguen en lo suyo, por eso no sé si vale la pena alertarlos a los cinco minutos de que nos clavaron, menos que el gol lo hizo Diego Costa y mucho menos que Botafogo ha sido el eterno líder del Brasileirao. Bueno, ta, se los digo. ¡Nos clavaron! Cuando el Gremio lo empata se incorporan a ver si fue Suárez, y cuando el segundo de los cariocas, vuelven a su mundo simbólico.

Yo en cambio estoy en tensión, articulando pensamientos en torno a la fe y su valor a través de un tercero. ¿Acaso es fe lo que estoy sintiendo a través de Suárez? De cara al estadio mascullo Maradona es el dios y Suárez su profeta. Tengo un parámetro que creo que es bueno para certificar ciertas apreciaciones: cuando hablo o hablamos del mejor jugador que hayamos visto, tiene que ser en la cancha. Ta, vi a Maradona, así que el Luis no puede ser el mejor futbolista que he visto en una cancha, pero es sin dudas el mejor de mi mundo.

Cuando al comienzo del segundo tiempo nos embatatan el tercero, están los dos sentados a mi lado en el sillón, y Alfonsina mientras pinta dice con seguridad: “Ahora Luisito hace uno”. Y Bauti se suma: “Y después otro”.

¿Ellos tienen fe? Yo sí, pero es una cuestión casi mística, que no tiene que ver con mi conjunto de saberes y creencias, con mi baquía en la evolución de un futbolista y un colectivo, en un partido de fútbol, y entonces cuando el primero de los tres goles del épico Luis Alberto Suárez, tiro a la mierda el contrato de supresión de la realidad, mi fe no es poética, es pura, y casi que me siento agarrado de las manos con los míos en la iglesia de mi vida y cada pelota que pasa por Luis, que corre Suárez, es “un aleluya” en coro gospel, y cuando hace el segundo todos gritamos, y cuando el cuarto nos reímos, nos invade la felicidad, y otros en otras casas, en otros trabajos, en otros lugares se asombran y sienten lo mismo, y es algo parecido al éxtasis frente a la globa, en la tribuna, ante la pantalla, o escuchando la radio. Es una sensación de bienestar que nos abraza.

Tres golazos inolvidables, enloquecer a la gente, enloquecernos, y me pongo a escribir tus goles, a elevar en letras tu grandiosidad, a confesar mi sublimación como espectador cuando te veo rondando el área, definiendo seguro y de lujo después del enganche, construyendo un nuevo gol o sacudiendo la emoción violenta con esa pared que ofreces y levantas, peón de nuestras ilusiones, albañil de tus sueños para dar vuelta un partido increíble.

Ganando, perdiendo, clavándola en el ángulo o mandándola al óbol, siempre está con su aura de omnipotencia del esfuerzo, de búsqueda de lo impensado, de sapiencia adquirida y trabajada para hacer lo suyo, lo que le corresponde en su aporte colectivo, y más. Hay algo de arquetípico en esa permanente construcción y reafirmación desde abajo, desde la dificultad, desde la nada que pronto será todo.

Esa es la vida de Luis Suárez, siempre desafiando obstáculos y dificultades casi desde la nada misma. Hace un tiempo me di cuenta de que estaba siendo contemporáneo de uno de los mejores futbolistas de los tiempos en que vivimos. Un crack, un héroe a la medida de mi vereda, de mi pueblo, de mi ciudad, de mi país. Uno de nosotros, pero el mejor.

Mis padres, mis hermanas y hermanos, mis hijas e hijos, mis nietos y nietas lo han vivido, y es una inmensidad. Dale, Luis.