Mi hijo nació violeta. Violeta de verdad. Como dicen los adolescentes: literal. La primera noche de su vida la pasó en una incubadora porque el personal del hospital, seguramente hinchas de cuadros de fútbol hegemónicos, consideró que el color violeta de su piel era algo malo, como una enfermedad. Y lo era, pero no se recuperó. Siguió siendo violeta. Violeta de verdad.
Fue mi hijo el que me contó la historia de los orígenes del club Defensor. La fábrica de vidrio, la huelga y los trabajadores que defendían la huelga, una lucha que cualquiera puede imaginar justa y necesaria. La fábrica estaba ubicada en la calle Echeverría, en Punta Carretas, donde hoy está la escuela Francia. Sus trabajadores fueron los que, en 1906, tomaron la iniciativa de crear un equipo de fútbol al que llamaron Defensores de la Huelga.
En una segunda etapa nace el Defensor Football Club, un 15 de marzo de 1913 (dos años después ascendería a Primera División). Uno de sus fundadores fue el futbolista Alfredo Ghierra, quien, además, le dio este nuevo nombre al club como homenaje a aquellos trabajadores huelguistas de 1906. Para ser exactos, Ghierra le dio nombre y apodo, porque en Defensor jugaba también su hermano Adolfo y ambos sufrían estrabismo (algunos afirman que eran tres los jugadores que tenían alteraciones de la visión). Fue por este motivo que los equipos rivales comenzaron a llamarlos “los tuertos”.
La camiseta original era negra con una franja celeste horizontal. Cuando decidieron cambiar el color negro eligieron el verde, pero este estaba siendo usado por un club de la época llamado Belgrano, por lo que se quedaron con el violeta, único color disponible. En 1932, y con este dato wikipediano termino, Defensor jugó su primer Campeonato Uruguayo.
Gran parte de mi infancia la pasé en “la isla”, como le solían llamar a esa zona del parque Rodó que limita con Punta Carretas y que estuvo algo aislada o separada del resto hasta que en 1975 se inauguró el puente Sarmiento sobre Bulevar Artigas. La casa de mis abuelos maternos quedaba allí, a una cuadra del estadio Luis Franzini. Pero nadie en mi familia era de Defensor por aquella época, y no entré a la cancha hasta los 90, cuando a Jaime Roos se le dio por tocar una y otra vez en el Franzini y casi que en todas partes (era la época de Jaime con La Escuelita). Imaginen eso. Qué fácil y lindo que era.
Deben de haber pasado más de 20 años entre esos recitales que veíamos desde el césped de la cancha y mi regreso allí, a ese mismo pasto. Fue en junio de 2008 cuando Defensor, ya desde hacía tiempo fusionado con Sporting, se consagró campeón uruguayo por cuarta vez (leo por allí que fue un empate sin goles contra Peñarol en el estadio Centenario). Es probable que mi hijo, que en ese momento tenía diez años, haya visto el partido en la casa de algún niño del barrio, uno que tuviese televisión por cable. Cuando el partido terminó, mi hija menor y yo lo acompañamos para que pudiese festejar con los suyos (esos suyos) en su cancha.
Qué gran ambiente había esa noche en el Franzini, qué preciosa y especial alegría. Hasta el día de hoy agradezco haber tenido la rapidez y la empatía como para ofrecerme a salir de casa a una hora no muy propicia, caminar por Herrera y Reissig, larga avenida arbolada, y permitir que el violeta más violeta de la familia pudiese compartir con jugadores e hinchas la alegría del triunfo.
Esa alegría eufórica y sentimental de los triunfos deportivos que se asemeja tanto a las esperadas –o inesperadas– alegrías que nos llegan desde la vida política. Esa felicidad que sentimos y que sabemos es compartida por los demás, y que lo es de una forma curiosamente similar, por no decir idéntica. Esa loca algarabía que nos convence de que podríamos seguir gritando y cantando y bailando toda la noche con una energía exultante que proviene quién sabe de dónde.
El pueblo, eso debe ser. El pueblo siempre, en el fútbol y en la política (y a veces también en la música). No hay otra forma de sentir eso, de experimentarlo. Sólo a través de un partido político que refleje nuestra ideología o de un club de fútbol que de algún modo misterioso nos represente, sólo así podremos vivir una alegría semejante. La sonrisa que no se nos desprende de la cara. El grito, el canto, el llanto. Resumamos de una vez: la gran felicidad.