Una vez, en juveniles después de un partido con Liverpool en Lomas de Zamora, nos agarramos a las piñas. Nos agarramos digo, por decir, se agarraron algunos, los que más se la bancaban, otros hacíamos el grillerío. Pero, en realidad, ¿por qué nos peleábamos? Por el resultado, quizás, por la patada que le había pegado el Gato al nueve querendón de la 85 de los negros. O capaz por que el Bombón saltó a defender y dijo que era de la Aduana y que no comía nada. Lo cierto es que no sabíamos por qué nos peleábamos, pero tres de ellos vinieron a buscarnos al vestuario. El Gato, en tarlipes, le dijo que el vestuario era sagrado, pero en otras palabras. El otro lo esperó afuera mientras el Gato se ponía el short y los championes para salir a pelear ¿Por qué nos peleábamos? Puedo decir que a mí me corría el miedo como una raya de sudor que se me metía en el culo. Capaz que también al Gato y al otro, o al Bombón, pero también nos corría el orgullo, creo, si así se le puede llamar. O algo parecido a la pertenencia. O esas son todas excusas para esconder que a algunos también les gusta darse unas piñas, que se acostumbran a eso, como pasa en algunos pogos, o en los partidos de hockey, en los que se sacan los cascos para sentir los nudillos.
¿Por qué se pelearon?
Pero ¿por qué nos peleamos? Porque el otro fue injusto, o porque el otro fue irónico, o porque el otro fue violento en una jugada que ya fue juzgada por un árbitro. O en realidad porque nos frustra perder otra vez, o en realidad no sabemos qué hacer con la presión que sentimos porque ni siquiera sabemos que es presión lo que sentimos. Le decimos sueños. O en realidad nos peleamos por la arcaica opción de ser más machos que el otro. O sea, todo lo que los futbolistas manifestaron después de pelearse en el partido que disputaron Defensor y River Plate, es lo que en realidad sienten.
Estoy seguro. Pero, entonces, ¿por qué se pelearon? Porque uno le pegó a otro en el área o porque en el partido anterior uno le dijo al otro algo de su madre. Es de recreo de escuela decir que no se metan con la madre por decir “la concha de tu madre”. Es una pelea tonta. O todas las peleas son tontas, o todas pasan por algo, o todas significan algo, hasta un hecho social. O en todas hay algo similar en creer tener razón o negarse a dejar de tenerla.
Una vez el paraguayo Edison Torres tiró una rabona sólo por pizarrear. Al menos así lo sentí yo, que tenía por delante un viaje de cinco horas o más a Montevideo con tres goles adentro. El Goyenola es el estadio más grande del país. La cancha no termina nunca, como en Supercampeones. Las piernas te cantan todo el viaje de vuelta y en el bondi no encontrás acomodo. Me le fui arriba al paraguayo, pero, en realidad, ¿por qué nos peleábamos? Porque él había hecho un malabar con los pies, ya que la soltura de ir ganando se lo permitía, o por mi propia frustración de haber sido un desastre y comerme tres en un partido contra un rival directo por el descenso. Una de dos. Lo cierto es que cuando terminó el partido lo increpé, fui puteando al aire por el túnel, salí al estacionamiento y caminé enfurecido hasta el vestuario local. Creo que la gente se reía de mí. Dos policías gorditos se pararon sosteniendo la cachiporra amenazantes y eso alcanzó para que yo me diera la vuelta para mi vestuario. Me sentí un imbécil, pero no lo dije. Ni siquiera me dio por pensar por qué era en realidad que quería pelearme. Mirá si los policías no estaban y el paraguayo sale y nos cagamos a trompadas. Nos queda en la retina para siempre, nos marca, nos sana quizás las ansias del rato, pero nos quiebra pensar ¿por qué nos peleamos?
Trabajadores de lo mismo se pegan sin saber por qué
Una vez nos puteamos cara a cara en el Casto Martínez Laguarda con Román Cuello. Qué ironía, si yo había gritado sus goles cuando jugaba en Miramar. Si en realidad Boston River, que jugaba de local en aquel martes vacío, y la IASA compartían aquello de sobrevivir. Igual que Román y yo. No sé si Román se acuerda, pero me daría vergüenza verme así, cara a cara, con mi mal aliento y la nariz torcida de Román y el eco de nosotros en la fría noche de un pueblo. Yo sabía por qué Román tenía esa nariz torcida, porque se la había roto el Pipa Rodríguez en el lío inolvidable entre la IASA, justamente, y Miramar, donde jugaba un joven Cuello de quien yo gritaba los goles. ¿Por qué nos peleábamos? Si en realidad sufrimos las mismas cosas con distinto color de camiseta. ¿Quién puede saber más de lo que le pasa a un jugador que otro jugador? Nadie. Ni la persona más cercana. Entonces ¿Por qué nos peleamos?
Los chicos de Defensor y River Plate declararon que se desconocieron a sí mismos. En realidad en la cancha no hubo ni una piña, porque seguro todos tenían miedo. En la imagen de Sebastián Guerreros y Matías Alfonso, ambos se cagan de miedo y saltan a colisionar sin pegarse. Todos corrieron por miedo, algunos por miedo a que les peguen, otros por miedo a pegar, otros por miedo nomás, otros porque entendían que todo el mundo estaba viendo, otros para que nadie más corriera. Todos corrieron. Recién hubo piñas cuando se metieron algunos de civil. Lo otro era toda una medición del ego. Una hilacha más de la masculinidad. Lo que nos pasaba en juveniles, lo que nos pasa. Lo que pasó aquella vez cuando Román y los suyos se metieron en una batahola con los rivales de turno. O cuando Román y yo años después nos trenzamos y yo sabía por qué esa nariz estaba torcida. Yo lo sabía, Román. ¿Por qué me voy a pelear contigo si yo sé lo que te pasó en la vida? ¿Por qué nos peleamos? Lo punitivo es otra discusión. La lista negra, la amenaza y el castigo no hacen más que pensar que con eso lo que nos pasa se termina, o que hay preguntas que preferimos no hacernos, o que la angustia de las imágenes se van así nomás a parar a otro lado del corazón donde trabajadores de lo mismo se pegan sin saber por qué.