Cavani sale corriendo como un loco, casi como toda la locura que cabe en la loca Buenos Aires, y acelera, acelera, acelera hasta dejar atrás un árbol que acumula seis décadas erguido en ese sitio, y a una señora que marcha despacio al lado de su perro que ladra fuerte, y a un señor abundante en canas que le dice “qué derechazo, pibe”. Después se hinca sobre el césped noble, reproduce perfecto el movimiento de la flecha con el que vuelve fiesta cada gol y grita eso mismo, grita varias veces, si pudiera, infinitas veces, gol. Tiene nueve años, no se llama Cavani y sí Marcos, pero en la espalda no se llama Marcos y sí Cavani. Jamás pisó el pasto de la Bombonera, aunque cada sábado aplasta las suelas sobre la mezcla de verde y marrón que hay en la plaza de su barrio. Y ahí, en la plaza de su barrio, nadie se atrevería a decirle que él no es Cavani. Mientras el grito de gol prosigue, su padre, arquero de circunstancia, inexorablemente vencido, camina en busca de la pelota.
Ese Cavani pequeño es muchos chiquitos y muchas chiquitas de Boca y de la Argentina. Nadie que respire la argentinidad de esta era negaría que Cavani es un fenómeno, con la salvedad de que es cierto que juega fenómeno, pero, en este caso, la palabra fenómeno alude a lo que suscita: su nombre flameando en montones de plazas, su apellido en la espalda de multitudes, su gravitación para que una tribuna resucite el “uruguayo, uruguayo” como hit argentino y futbolero, su impacto económico en las entrañas de un país con la economía acalambrada. “Esa camiseta se la compré cerquita del primer molinete de una de las populares de la Bombonera –detalla el papá y arquero vencido, feliz por la celebración de su crío–, pero a 12.000 pesos [argentinos, aproximadamente diez dólares, 400 pesos uruguayos]. Trucha, obvio. Quise comprar una para mí porque Cavani es el mayor crack que vino a Boca en los últimos años. Pero, también trucha, salía 20 lucas. Demasiado. Una camiseta para el nene, la cuota social, ir a la cancha. Todo no se puede”. En la tienda oficial de Boca esa prenda –camiseta titular de manga larga– cotiza 189.000 pesos. Como si fuera un inversionista bursátil o, más simplemente, como habitante de una tierra atrapada recurrentemente por la lógica inflacionaria, el hombre despabila una mueca resignada y apunta: “La tendría que haber comprado hace unos meses, porque Cavani ya me fascinaba. Costaba 150.000”.
Escritor, guionista y, más que eso, fana de Boca, Diego Tomasi combinó cada una de las partes de su ser en un libro inspirado en Juan Román Riquelme al que tituló “El caño más bello del mundo”. Ahora palpita por Cavani: “Es adorado por la hinchada de Boca por varios motivos. Uno de ellos es de origen: su decisión de venir al club sin tener un vínculo afectivo y deportivo anterior. Relacionado con eso, su comportamiento dentro y fuera de la cancha es tan respetuoso y profesional que genera un efecto hacia las tribunas y hacia sus compañeros: es el comportamiento de un líder positivo. Luego, creo que hay un ingrediente adicional: la tradición de jugadores uruguayos en Boca es rica, en particular por lo que significó [Sergio] Manteca Martínez en los años 90. Cavani creció viéndolo jugar, lo admira y lo admiró, y en eso hay comunión total con los hinchas de Boca”.
No hay azares. En la plaza porteña donde el pequeño Cavani vulnera la resistencia de su padre y acelera de nuevo por media plaza, avanza una muchacha al borde de los tres lustros, muy enfundada en Cavani. “Es muy buena persona. Hace poquito, cuando se iba del entrenamiento, frenó el auto y trasladó a un nene de diez años y a su mamá para que no tuvieran que andar en medio del frío. Me encanta Cavani, me encanta”, se explaya. Esa aseveración tira paredes con la de Constanza Poo, conductora en El Canal de Boca: “Sí, levantó al nene con su mamá en un lugar por donde no pasa el transporte público. Y un día salió del predio, vio a unos chicos que estaban sin repelente, se detuvo y los bañó en repelente para que los mosquitos no los comieran. Esos detalles hablan mucho de la persona”.
“El hincha de Boca está enloquecido con Edi –refuerza Alan Schenone, quien comparte la tarea periodística y muy de Boca con Poo– porque transmite la sensación de que entiende lo que es ponerse la camiseta de Boca, ese ADN xeneize-uruguayo que tantos buenos recuerdos trae de la época de Manteca Martínez. El hincha lo quiere, lo acompaña y le reconoce el esfuerzo que hizo para ponerse la camiseta de Boca. Además, hay una ilusión con su dupla con otro uruguayo, [Miguel] Merentiel”. Merentiel, añade Jorgelina, residente en las calles de La Boca y con carné de socia desde que la alumbraron, suele ir segundo en el ránking de aplausos cada vez que el equipo es anunciado por los altoparlantes.
De Salto al mundo
Edinson Roberto Cavani Gómez, de Salto y del 17 de febrero de 1987, crack celeste en cuatro mundiales, anda en días en los que ningún eco boquense parece exagerado. Un artista plástico lo va a buscar a la práctica y le regala una estatuilla de 50 centímetros haciendo la flecha; dos niñitos cordobeses se pasman porque les devuelve el saludo y conversa con ambos como si se tratara de un tío que los visita cada fin de semana; un estadígrafo proclama que es el mayor goleador de clubes que se vistió de Boca en una historia que comenzó en abril de 1905 (a dos de los 400 en un sinfín de equipos) y que eso supone más que Gabriel Batistuta o que Martín Palermo; una señora agrega que ya suma 19 tantos con la azul y oro pero que en los meses últimos está imparable. Y más: un jugador de las categorías infantiles del club cuenta, parpadeando asombros, que sus compañeros y él se entrenan en el predio de Boca en Ezeiza, cerca de donde hace lo suyo el plantel profesional, y que Cavani siempre frena para abrazarlos y para sacarse fotos con ellos, lo que motiva que el resto de los futbolistas mayores termine deteniéndose casi como un mandato. Y más: Lucía, 25 vueltas al sol y resplandeciente en cada una de ellas, confiesa: “En mi último cumpleaños, mi mamá me regaló la camiseta con la 10. Me dijo que Cavani era el único jugador que conocía”. Y más: Luis, veteranísimo seguidor de Boca, enfatiza, en la frontera para ingresar a su platea en el estadio y también en la frontera de la obviedad, que calzarse la 10 con esos colores no es para cualquiera y que Cavani, desde luego, no es cualquiera.
Un empleado del Museo de Boca certifica que tres de cada cuatro casacas que allí se expenden son de Cavani; un comerciante de una tienda de artículos deportivos del centro de Buenos Aires se devela simpatizante de Quilmes pero ama a Cavani porque “nos achica la malaria de este tiempo: no hay turista que no adquiera su camiseta”; un vendedor de productos de Boca comenta que entre el público nacional Cavani encabeza el listado de materiales vendidos por encima de Equi Fernández (ahora migrado a Arabia Saudita), Kevin Zenón y Luis Advíncula. Juan Tomás, un hincha sin faltas, calcula que en las peregrinaciones que anteceden a los partidos en la Bombonera la mitad de las espaldas lucen las tres consonantes y las tres vocales que configuran el apellido del tipo que la descosió en Danubio, Palermo, Napoli, Paris Saint-Germain, Manchester United y Valencia y que, desde los días del desembarco en el costado occidental del Río de la Plata, detectó un apoyo infrecuente. “Cuando hubo una época en la que se le negaba el gol, la gente no lo reprobaba. Al revés: cantaba ‘los goles de Cavani que ya van a venir’. Y vinieron”. Tal es la penetración que en megaciudades y pueblitos de la Argentina, de tanto en tanto, se cuelan las mismas tres consonantes y las mismas tres vocales con el Cavani emblemático pegado a las camisetas de los conjuntos europeos en los que relumbró. Lo comprende Dante, en la periferia del estadio dentro del que disfrutó desde Ángel Clemente Rojas hasta Diego Maradona y desde Maradona hasta Juan Román Riquelme: “Lo que nos damos cuenta en Cavani es que deja todo. Todo. Lo hizo en su selección, en Europa, lo hace en Boca”. Luego, como para corroborarlo, alza a su nieto, a quien le obsequió, previo pago de 79.999 pesos, una pilcha oficial que se comercia como “tercer uniforme de Boca”.
Al periodista Lucas Pastoriza, quien ejerce sus labores en Boca y atrapa las respiraciones diarias de ese universo que circunda a Cavani, nada es interpretable si se soslaya la gestualidad de ese jugador: “Antes de los clásicos con River por los cuartos de final de la Copa de la Liga, más allá del contexto que eso implicaba, se acercó a una chica en silla de ruedas a sacarse fotos. Se comportó igual yendo a buscar a un chico al que le faltaban las extremidades. Siempre hay algo así en Cavani. Hace la diferencia. Y ni hablar con el público que espera para saludar o para quedarse con una imagen. Se corresponde con esa expectativa, con ese cariño”.
Para Tomasi, esa conducta marida impecable con lo que brota en cada cita de fútbol: “Ver a Cavani en la cancha es un acercamiento permanente a la perplejidad: ahí está, existe. Uno de los grandes goleadores de las últimas décadas, una estrella mundial, usa la 10 de Boca. Y aunque hizo ya muchos y muy bellos goles, creo que lo extraordinario de verlo de cerca es lo que hace cuando no tiene la pelota. Cómo se mueve, cuándo elige caminar dos pasos hacia el costado para recibir solo, cómo conoce el juego antes de que las cosas sucedan. Es distinto a todos los demás jugadores del fútbol argentino en muchos sentidos, y eso no es poco”.
El fútbol es poesía
Acaso ya, por tanta pelota bien desplazada y por tanta emoción ardiendo, Cavani vaya mereciendo una poética. Acaso nadie mejor para buscarla que Juan José Panno, periodista y narrador, auscultador de miles de duelos de Boca y de los mundiales desde 1974. Busca y encuentra esa poética: “Cavani sabe meterla en los arcos contrarios, sabe meterse entre los centrales, sabe meter la pierna cuando hace falta, sabe meter el freno cuando el equipo lo necesita, sabe meter un grito a un compañero desconcentrado, sabe meter una frase de aliento al que se perdió un gol. Y por todo eso que sabe meter, se metió bien adentro en el corazón de los hinchas de Boca”.
Tanta pasión, tanta identidad, tanto latido, tanta calidad y tanto sonido no pueden no rebotar en el universo de negocios que se constituye alrededor de las canchas: Boca va por la renovación del contrato de Cavani. Un año más para solidificar una memoria esculpida rumbo a siempre. Y que aguarda ser engrandecida en los cruces de los octavos de final de la Copa Sudamericana frente a Cruzeiro, con ida de local el jueves desde las 21.30.
Mientras eso se ordena, suceden episodios como el que agrandó los ojos del periodista Sebastián Seoane en la previa de un domingo pasado. A unos metros, un muchacho vendía sin instalar puestos de venta y promovía Boca sin vestirse de Boca. Lo suyo era otra cosa, quizás digna del teatro: hablaba con un arco entre los dedos, no un arco de los del fútbol, sino un arco a la manera de Robin Hood, un arco de la arquería. Y su negocio portaba esa épica: ofrecía flechas. “La flecha de Cavani”, pronunciaba, ofrecía y, de vez en vez, convencía.
El fútbol vuelve, con alguna frecuencia, posible a lo posible. Cavani, también.
Un día de estos, en la plaza de Buenos Aires que sea, el Cavani pequeño reiterará el ritual y la magia de hacerle un gol a su papá. Sin dudas, de nuevo, lo gritará extenso. Y alegre. Y entero. Y acaso, bien Cavani, haciendo que vuele una flecha.