El fútbol es lo más grande que hay. Mi viejo no paraba de decirlo y yo pensaba en los goles, en la gloria, en la fama. Después, con el tiempo, aprendí que el fútbol puede emocionarte, quebrarte la máscara, descolgarla de la pared. El fútbol es lo más grande que hay.

Nunca hice muchos goles en mi vida. Sólo una vez hice dos en un partido que todo el mundo olvidó. Pero no hubo un día en que no soñara con festejar un gol, con colgarme del alambrado como Manteca, con dedicarle el gol al amor, con bailar en el córner o acordarme de todos mis muertos. Soñar con hacer goles es tan sano y está tan poco viciado, que es uno de los juguetes que no se gastan. El fútbol es un juguete que no se rompe.

Una vez, en la cancha de Progreso de Canelones el Polilla se atravesó entre un hincha borracho y mi viejo, que ya se estaba arremangando, mi viejo, que a pesar de estar a punto de largar, seguía creyendo que el fútbol era lo más grande que había. El Polilla, entonces, se paró entremedio, como una especie de Moisés con las aguas. Era guapo el Poli. Lo sigue siendo con su equipo, el GULP, el primer equipo en trabajar la ira.

Lo que le pasó a Juan Izquierdo nos interpela. Luis Suárez hizo el gol más rápido de la historia de la MLS y se lo dedicó a Juan; nunca dejó de pensar en él. En todas las religiones te rezamos, Juan, porque en vos están todos nuestros sueños. Porque en vos está todo el fútbol, el más grande deporte que inventó la humanidad, el deporte plural, el que te salva, el que te abraza, el que no te deja morir.

Los jugadores del San Pablo, rival de turno cuando el corazón de Juan decidió parar un poco, están consternados. Está consternado Michel Araújo, porque es uruguayo y porque es futbolista y porque soñó con lo mismo que Juan. Y porque vivió lo mismo que Juan: la amistad, los bondis largos, la espera, la desilusión, la ilusión, la ilusión, la ilusión.

Jonathan Calleri, el 9 argentino del mismo equipo, ofreció pagar todo para que no falte nada. El plantel completo oró por Juan, e ingresaron a su siguiente presentación en el Brasileirão con camisetas celestes, con un sol bien yorugua y el nombre de Izquierdo y la palabra fuerza. Terminaron de jugar y volvieron a preguntar por él. El fútbol es lo más grande que hay.

Escribo estas líneas para Juan, con quien soñamos cosas parecidas, como hacer goles, dedicarlos a la hinchada, dar la vuelta. En Maldonado unos chicos de baby del Peñarol local salieron al partido con fotos de Juan Izquierdo. ¿A dónde va toda esa fuerza, Juan, si no es a tu corazón de cancha? Corazón de cancha, hay medio mundo en la barra brava. Hay de todos los equipos y a nadie le importa ganar. Juan, a nadie le importa ganar hoy. El fútbol es lo más grande que hay, Juan.

Vos lo sabes más que nadie, en esa cama de hospital, recibiendo todas las bendiciones. Las más religiosas y profundas inspiraciones en dios. Las más cotidianas formas de rezar, las menos religiosas formas también: en todos y todas habita la creencia. La empatía era eso, Juan, aunque ni vos ni yo sabíamos demasiado qué era la empatía. Eso era la empatía.

El pueblo es la casa. Tu pueblo te espera, gurí. Quizás mañana también nos vuelvan a escupir por el alambrado, o quizás se entienda de una vez que quienes juegan sienten y laten, igual que el otro que hincha y cuelga el trapo. No importa lo que pase después. Ahora el pueblo está en pausa, la casa en pausa, la pelota en pausa. Una pausa necesaria, una revisión urgente, volver a comprender aquello de que el fútbol es lo más grande que hay, que el fútbol no es violento, que violentos son los hombres, Juan, el fútbol es esto. El fútbol está desnudo y con frío, el fútbol está en la calle, en cada bondi lleno, en cada punto de dial. Ahí estás, en este frío agosto, en esta nostalgia infame. El fútbol herido se toca el pecho, hay un colega en una cuna donde nacer de nuevo.