Lunes 30 de diciembre. Parque Paladino. Central Español y Villa Española definen el ascenso a la B. Central, Centralito, histórico club que logró el épico hito de ser campeón uruguayo de la B y de la A en años consecutivos (1983-1984), tiene décadas y décadas en su larguísima vida de 120 años (fue fundado el 5 de enero de 1905) de jugar en la A y otras tantas en la B, pero nunca, hasta 2023, había bajado de la segunda categoría.

Pero es 30 de diciembre de 2024, los futbolistas profesionales hace semanas que están de licencia, no hay fútbol, dicen en las redes, en las radios, en los diarios, pero para una cincuentena de deportistas y tres o cuatro centenas de hinchas es una final del mundo entre la sidra, el pan dulce y el fuego prendido.

Muchas cosas atraviesan mis emociones mientras le pongo el cuerpo intentando sostener otras vidas, pero igual, lejos del Paladino, conecto con lo que pasa allí. Entre todos los sacudones respiro y me viene un calorcito por adentro porque, en el último penal, Central gana y consigue el segundo ascenso a la B. También siento algo parecido a un comportamiento social distinto del que predico e hijo de la pequeña burguesía de la globa: Central no debe estar en la C.

Pasión por las camisetas (varias)

Soy muy hincha, pero soy todo lo contrario al hincha cuyo paradigma está definido en celuloide en la película El hincha de 1951, guionada y actuada por Enrique Santos Discépolo, donde Discepolín en su rol de El Ñato define: “El hincha es todo en la vida... ¿Qué sería de un club sin el hincha? ¡Sería una bolsa vacía! El hincha es el alma de los colores, ese que no se ve, ese que da todo sin esperar nada, ese es el hincha… ese soy yo”.

También de lo que plantea la también argentina y ganadora del Oscar El secreto de sus ojos, en la que Eduardo Sacheri –autor de la novela y del guion– le hace decir al personaje que encarna Guillermo Francella: “Una pasión es una pasión. El tipo puede cambiar de todo –de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios–, pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”.

Hay tres claras expresiones en las que mi rol de hincha se mantiene como al arranque, lleno de barbarismos y carente de razonamientos, en las que, dependiendo de su exposición o resultado, se me alteran el humor y las acciones más inmediatas de mi vida. Como se trata de una valoración extremadamente subjetiva, podría hacer dos escalones: la selección de Uruguay y la selección de Florida –en ese orden– y, más atrás, porque tuve el duelo de una separación y otros alejamientos, Central, mi amor escolar y liceal con el que viví todo.

Estoy en el Palermo

En la calle Diego Lamas, a 80 metros del portón del Parque Palermo, hay una casa que, como todas en esa zona, por alguna resolución municipal, tiene un retiro de dos o tres metros desde que termina la vereda hasta la puerta de entrada o del garaje. Es mi casa paterna. Durante una década, después de clases o del almuerzo, un segundo después de que sonaran las campanitas que denunciaban la apertura de aquella puerta, reportaba a diario una salida que para todos era conocida: “Estoy en el Palermo”.

Fui muy, pero muy hincha de Central. Fueron muchos años de tardes de sábado galvanizando el umbral de la frustración deportiva de aquel niño. Muchas tardes de práctica sin resultados de aquel joven adolescente. Muchos barros, barrios y partidos, coronados por aquellas atrevidas vueltas olímpicas saltando el alambrado de 1983 y 1984, abrazando del cogote a aquellos que tarde a tarde preparaban el asalto al destino, y vivir la victoria de la dignidad por sobre la victoria deportiva.

Nadie me lo contó. Y aunque ustedes, héroes de cada una de mis tardes de aquellos años, no ubiquen en una misma persona a este albañil de las letras de hoy y aquel soñador del fútbol de ayer, podría escribir un libro que no escribí, con una de las más grandes hazañas de las muchas que tiene el fútbol uruguayo.

Los hinchas 2.0 del siglo XXI no son así. Tienen una fuerte empatía con su club, enormemente cargado de gloria, pero difícilmente se hacen amigos para siempre de sus jugadores, de sus directores técnicos, de sus vínculos del género humano con la pasión. Tienen un buen desarrollo del raciocinio, pero su interacción se centra en lo que dicen los especialistas y en la comparación con sus pares –los de los jugadores y los de los directores técnicos– de cualquier parte de la galaxia donde se juegue al fútbol. Sospecho que no hay hinchas 2.0 de Centralito.

El fútbol es parte de mi forja. El juego, los jugadores, los clubes, las canchas, las historias: todo se fue cargando en mi vida. Y todo empezó muy temprano, en mi etapa de crecimiento, cuando la vida me puso en el centro del fútbol, en el centro geográfico del fútbol. Desde Diego Lamas y Feliciano Rodríguez estaba a una cuadra del Parque Palermo, a dos del Méndez Piana, a tres del Centenario. La vida era fútbol y entonces no había partido que se nos pasara por delante en el que no estuviéramos, pagando entrada, entrando como menor, colándonos, yendo los últimos 15 cuando se abrían las puertas del estadio. Estábamos allí, viendo desde la selección uruguaya hasta el Iriarte, desde el Cabrera a Peñarol, desde Canillitas a Nacional. Y ahí, a unos pasos, siempre estaba Central.

Central, Central, Central

Calculo que, por debajo de la pata, he participado en 4.000 o 5.000 partidos, cerca o lejos de los alambrados, en canchas cinco estrellas o en piringundines de la globa, en un cantero de cuatro metros de ancho, en una esquina con arcos en cada calle, en la playa o en los campitos. Y reconozco perfectamente cada episodio, cada estadio antes de ese partido.

He cubierto decenas de campeonatos, me han tocado decenas de campañas, he recreado decenas de vueltas olímpicas. Nunca he dejado de poner el cuerpo, el alma, las emociones, sintiendo virtualmente empapadas camisetas en mis puestos de trabajo, colgándome del talud de mis teclados, gritando contra el micrófono. A la inevitable subjetividad de cada acción voy asociando emocionalmente los clubes, los jugadores, los planteos, con la gente.

Uno nunca sabe para cuántas personas está escribiendo, para cuántos está hablando, pero sí sabe que cada crónica, cada relato, cada campaña es una final del mundo en la que hay que dar todo. Pero para eso es necesario sentir, recibir, prepararse, saber y, sobre todo, querer.

Y a Centralito lo quiero.

Ya lo dice su viejo himno:
En Palermo nace un grito: ¡el Central que no ni no! [...] Donde quiera se meta tu nombre, siempre habrá quien coree este son.