Pronto retorno, un club de la A que merece recuperar rápidamente su lugar en el círculo de privilegio, un abrazo a sus hinchas y una rápida vuelta a la A, “el sitial al que pertenece”...

Irse a la B, descender, representa desde tiempos inmemoriales una situación de dolor propio y respeto ajeno, que se repite año tras año. Sólo en este siglo ya se lo han dicho a decenas de clubes, algunos de los cuales después volvieron y fueron los mejores, o nunca más se pudieron equilibrar y hasta desaparecieron.

La frase se reactivó el domingo 6 de octubre, después de que Progreso se alejara matemáticamente de la última posición que durante todo el año ocupara River Plate, y se consumó después de 21 temporadas consecutivas jugando en la A el descenso de los darseneros.

Perder la categoría parece ser un oprobio, es motivo de burla y es una paliza espiritual para quienes lo viven, porque algún desvío natural de las leyes de la competencia han llevado hasta ahí a una cuestión tan mundana como no poder ganar o ser permanentemente exitoso. Pero más allá de las calificaciones, un descenso es, por más que los amigos de los deudos te estimulen con frases de taza y te abracen con un “pronta recuperación”, un golpazo del que no es fácil recuperarse. Pero es la vida, y no es la muerte.

Es una fantasmada eso de la B.

Te pega, claro que sí, y además es como estar en cana: desde que llegas estás pensando en salir de ahí. Pero no es morirse, ni estar preso, es vivir y competir.

Hay que achicar

La aristocracia del fútbol puede tirar el “lugar al que pertenece” porque River Plate fue lanzado en 1932 como única solución para que pudieran seguir jugando Capurro y Olimpia, que separados no eran admitidos en el primer año del profesionalismo en el Uruguay, y entonces fueron herederos del linaje del viejo River Plate FC, que fue el primero y más heroico club en ganarse un lugar en la primera división por ascenso, porque los galerudos de la vieja League les dijeron a esos muchachitos que para jugar contra ellos tenían que ganar tres veces el campeonato del ascenso, y claro, el viejo River de sus jóvenes muchachos lo ganó y en 1907 jugó en primera y en 1908 ya fue campeón uruguayo.

Este River, el actual, el que revivió en 1932, el que tiene el corazón del Capurro y del Olimpia, tiene en su historial seis ascensos, y con este del domingo siete descensos, pero con una peculiaridad única dado que, salvo la oscura noche de 1955, con un largo y aciago pasaje de 12 años por la B, hasta el triunfo en el Rivero ante La Luz en 1967 con los goles de Rabito Castro, siempre volvió en un año: bajó en el 77 y subió en el 78, perdió la categoría en el 83 y volvió en el 84, bajó en el 90 y arrasó en el 91, y bajó en 2003 y campeonó en 2004.

Contado así parece un trámite urgente, pero disculpe lo presuntuoso y excluyente, pero no cualquiera puede entender la dimensión de subsistir en el mundo de la B. Hay que tener años de cicatrices, de cementos chuecos y alambrados vestidos de óxido, mates lavados, grasa de tortafritas y vino suelto para entender lo que representan esas tardes.

La dimensión desconocida

Estos que ya lo vivieron, estos que esperaban no volver ahí o que sus nietos no lo conocieran, estos que soñaban con evitarles esa vulnerabilidad a los que vienen lo entienden. Son miles de sábados de tarde, de tangerinas, de rifas de tortas y camisetas, de puteadas, de alegrías, de goles gritados de atrás del arco, de mioncas u ómnibus con paradas perdidas. La dimensión desconocida de los otros es por años nuestra vida hasta que un día los que están adentro sudando la camiseta, que es el eslabón que une esa pasión con sueños y frustraciones, te hacen piecito y te hacen zafar del limbo de la B para que vivas el paraíso de los domingos en la A.

Ahora viene la B, que se la mira con miedo, como cambiar de escuela o de liceo y ser el nuevo. La B es esperar el sábado más que el baile, es recorrer los barrios, bajarse mal del bondi. La B es un jardincito frontal de una casa de bloques con olor a jazmines y tuco, con unas cumbiambas y mate recontralavado, muñanio. La B es el canchero fogoneando la caldera a leña y su hijo jugando de 5 de cuarta a primera.

La B es el hueco del alambrado, los vestuarios abovedados como si Eladio Dieste hubiese pensado su obra con placas acanaladas de dolmenit, aunque no sea el día del patrimonio.

La B es un espacio de sueños y dramas, de dolores y alegrías.

La B son gurises y gurisas perreando en la explanada de la tribuna mientras sus mayores gritan o chusmean entre roscas de chicharrones, pastelitos de dulce y tortas de chocolate emergentes de plásticos envases de helados Crufi travestidos de táper.

Eso es la B, y para vivir el fútbol hay que vivirla.

Dale, River, hay que encarar. Bo, ¿qué bondi sirve para ir al Obdulio Varela?