“Non ti disunire, Fabio”.
Capuano a Fabio en É stata la mano di Dio, de Paolo Sorrentino.

Onore a chi a scritto la nostra storia.
A manera de agradecimiento.

Un hombre indio levanta el puesto de apuro. Vende billeteras y cinturones Gucci, dice que son originales. Levanta el puesto de apuro porque dobla una camioneta escolar y si no, la camioneta no pasa. Un padre recoge a su hijo en el motorino. Parece que lo busca hace rato. El niño le explica con un helado en la mano que siempre estuvo en el mismo lugar esperando. Ellas posan para la foto, sacan ráfagas mientras se acomodan el pelo, revisan en el teléfono, vuelven a las ráfagas hasta que se ven bellas. Diego mira todo desde la ventana. Dicen que la señora que vive en la ventana donde está pintada la cara de Diego recibe un pago mensual para no abrirla. Ahí duermen sus pensamientos más hermosos.

La via Emmanuelle de Deo es la médula del Largo Maradona. Desemboca en una plazoleta de Quartieri Spagnoli donde está el santuario. Es una especie de bagashopping salteño que a Diego le encantaría. Los murales se extienden por toda la ciudad, de San Giovanni a Teduccio a Miano. Los turistas hacen historias, pasa el camión de la basura, el hombre de India que vende Gucci vuelve a levantar el puesto. Un niño me muestra el dedo del culo. Le hago la V de la victoria. La mamá lo reta y me pide disculpas. Le digo que está bien, que hay que saber hacer el dedo del culo como Diego en Mandiyú. Pero también hay que saber hacer la V de la victoria. Creo que nos entendimos. Otro niño pasa con su padre, viene de jugar al fútbol. Tiene la 10 y su apellido es Perrella. Viene contando una jugada. En la pared se pegan afiches para anunciar las muertes, como en las necrológicas de los diarios: Guido Perrella, de 52 años, muerto, recordado, inolvidado. Quizás sea el mismo niño que soñaba. También murieron Maria Parato, Ciro Esposito, Antonio Santaniello, Annunziata Musolino.

El mural de Quartieri Spagnoli primero lo pintó Mario Filardi en 1990, luego lo acomodó Salvatore Iodice en 2016 y finalmente Francisco Bosoletti en 2017. Francisco, argentino, también pintó la otra imagen del Quartieri: una Isis velada. Levantar el velo de la Isis, según la leyenda, significa descubrir los secretos inaccesibles de la naturaleza, o algo así. Quizás por eso la Isis mira a Diego tras el velo, el único capaz de levantarlo. Dice Tony que cuando era chico jugaba al Calcio en los Quartieri Spagnoli. Que algunos de los bambinos que jugaban con él vistieron tiempo después la camiseta de Napoli. Que él no pudo, dice, porque tenía el mismo problema de Diego, y se toca la nariz. El Diablo, dice, después de nombrar a Dios.

A Luciano le cuelgan los guantes de la moto del bolsillo del pantalón. Me lleva a pasear en el motorino. Nos metemos por callecitas y siento que nos conocemos de toda la vida. Luciano es un amigo que en 40 años no había visto. Mediante este texto queda invitado a comer un asado en casa bajo la parra. Hace un par de años que Luciano no va a la cancha, después de un partido de visita con Verona en el que se armó relajo, los polis guardaron a unos cuantos, los 30 que quedaron se enroscaron con el doble de veroneses y Luciano remó a su pueblo, como Diego, como cuida a la amistad, a las vueltas en el motorino que damos por la ciudad, a la identidad. Después, así como Diego dijo “juego por vos, mamá” o “Boca es el beso de mi mamá”, cuando nació su hija, Luciano colgó los botines y le regaló su vida.

Antonio Esposito era capo entre los ultras. Dice que Diego venía de noche al Quartieri Spagnoli, miraba el mural y se iba. Dice Bruno Alcidi que una vez coincidió con Diego en un avión y que cuando se levantó dejó un mechón de pelo en el asiento. Que no dudó en agarrarlo, dice, y ahora el pelo, el capello de Dios, forma parte de un santuario en su bar de la via San Biagio dei Librai. En realidad, me lo dice el mozo del bar Nilo. En el santuario también hay una lágrima: la lágrima napolitana de cuando Diego se fue.

Nápoles, Italia (archivo, diciembre de 2023).

Nápoles, Italia (archivo, diciembre de 2023).

Foto: Lorenzo di Cola, Nurphoto, AFP

Nunca vi un gol en el San Paolo

Chi ama non dimentica.

Eraldo Pecci se corre la lluvia de Nápoles del rostro. Intenta ver por arriba de la barrera, pero todo está muy cerca: la barrera, el arco, la lluvia. Es un tiro libre indirecto, enfrente está la Vecchia Signora. Está muy cerca la Vecchia Signora. Llueve sobre Nápoles y el estadio San Paolo explota. La gente habita las escaleras, no hay lugar para el cemento. Es 3 de noviembre de 1985. En el barrio de la Unión nací hace 15 días. Todavía no conozco a los amigos y las amigas que tengo ahora. Mis primeros amigos son papá y mamá. Eso tiene un valor incalculable. Son el estadio lleno en el desasosiego de la existencia.

Primer día de noviembre de 2025. La sensación de estar en el lugar indicado en el momento justo. Los goles son eso. Ya no es el San Paolo. Vanja Milinković-Savić es el arquero de Napoli. Sale tarde a cortar y comete penal. Los ultras de la Curva A se vuelven locos. Los de la distinti no saben cómo putearlo. Pero Vanja, que sabe que ocupa el puesto más ingrato, ataja el penal con destreza, con vergüenza deportiva, con todo lo que le pasó en la vida. En la película de Paolo Sorrentino, É stata la mano di Dio, Fabio quiere ser director de cine, pero sus padres murieron, sus padres, que fueron sus primeros amigos antes que el amigo que lo pasea en motorino. Capuano le dice a Fabio, como única premisa, “no te derrumbes”: “Non ti disunire, Fabio”.

Eraldo Pecci escucha algo así como “tocala cortita”. Al principio, intentó decir que no iba a ser posible. A su lado había un santo. Habitante de los santuarios de los quartieri, de las villas argentinas. Bertoni todavía da vueltas en el piso, todavía no se escribió esa canción que dice: “Carga una cruz en los hombros por ser el mejor, por no venderse jamás, al poder enfrentó, curiosa debilidad. Si Jesús tropezó, ¿por qué él no habría de hacerlo?”.

Es 4 de noviembre de 2025. El estadio lleva su nombre. Suena la musiquita de la Champions League y engancha la de Rodrigo: “A poco que debutó Maradó, Maradó, la 12 fue quien coreó Maradó, Maradó, su sueño tenía una estrella llena de gol y gambeta. Y todo el pueblo cantó Maradó, Maradó, nació la mano de Dios, Maradó, Maradó, hubo alegría en el pueblo, llenó de gloria este suelo”. La canta todo el pueblo, Vanja Milinković-Savić se balancea y también la canta. Quizás ese sea el milagro más reciente de san Gennaro: hacerle entender a san Paolo que ahora el estadio tiene nombre de otro santo y que ese santo es un pibe. Incluso la pintura de Jorit de san Gennaro, en el Centro Storico de Nápoles, se parece a un Maradona campeón del mundo juvenil en 1979. Ahí donde la via Duomo se encuentra con la via San Biagio dei Librai, hacia un lado san Gennaro, hacia el otro, a un par de cuadras, el bar Nilo, donde hay un pelo de Diego, una lágrima napolitana y un poema que escribí para agradecer.

Es 30 de octubre y cumple años. En los quartieri Spagnoli hay una peregrinación, va del quiosco al santuario. Se toma Maradona Spritz y se llora, se vuelve al quiosco eludiendo motorinos. Una procesión que va por fuera. Cuando nos metemos por las calles en la moto de Luciano, ya cumplí 40. Conocí amigos y amigas que me trajeron hasta acá y a quienes traje conmigo. Son el estadio lleno para el desasosiego de la existencia. Nunca vi un gol en el San Paolo, tampoco en el estadio Diego Armando Maradona. Es empate a cero con el Como por el penal de Vanja, y empate a cero por la Champions con los alemanes.

Pero Eraldo Pecci se la toca cortita a Maradona, que la acaricia por encima de la Vecchia Signora, que estaba tan cerca.