Papá me quiso enseñar cuando yo era bien chiquito y acá, al norte del antiguo balneario, era casi todo campo. Cuenta que yo me entretenía con las flores, las hormiguitas, los cascarudos. “Mirá, Manuel, allá está la pelota”, me decía. Allá iba a buscarla, se la devolvía y me volvía a distraer con el cielo, un pájaro, cualquier cosa.

Después vino el disciplinamiento deportivo, la escuelita de fútbol Siglo XXI en donde, en medio de un torneo con 7 u 8 años, me frustré y abandoné el partido y decidí nunca más volver. Después, la escuela en donde pude reencontrarme con el deporte sólo al final.

Mis pares eran mejores. Yo le tenía pavor a la pelota, me daba angustia hacerme cargo de esa responsabilidad que 20 personitas o más deseaban, me desmoralizaba saberme malo en ese deporte –aunque a veces había más malos–. Entre otras razones, por eso atajaba o era defensa.

Sólo al final de la escuela empecé tímidamente a jugar porque me quedaba solo en el recreo mientras todos mis amigos iban a la cancha y hacían ese demencial fútbol 20 infantil. Hasta que un fulano de mi escuela me pegó porque lo trancaba duro y no le dejaba hacer goles. No me achiqué, me le paré de manos, pero él sabía pelear y terminé llorando y amenazado de que si volvía a talarlo me iba a volver a romper la cara. Me calmé, me sequé las lágrimas y me tragué la vergüenza de que me pegaran en la puerta de casa, de llorar en la puerta de casa. No le dije nada a mis viejos, ni a mi maestra ni a nadie.

El liceo fue un agujero negro para el fútbol: me encantaba cantar Demasiado fútbol de La Tabaré y “fútbol, fútbol, demasiado fútbol, la gente siempre habla de fútbol”. Rechazaba el fútbol y sólo fui a la cancha a acompañar a papá porque no tenía nada mejor que hacer un domingo de tarde y él me pedía, mamá me pedía… Gracias a eso fue la única vez que estuve en el estadio Centenario en mi vida para ver cómo luchaba Wanderers el ascenso. Pero qué les pudo decir, la mayoría de las veces me embolaba fuerte.

Mi vida continuó alejada del fútbol. Un día abracé la anarquía, conocí al Rorro y me explicó “que hasta en el fútbol se ven las desigualdades, ahí está también el poder, ahí también está la lucha”, y me convencí de que ganarle a un cuadro grande que hace contratos millonarios siendo un cuadro chico era la guerra social de otra forma.

Y me volví a acercar al fútbol. El Mundial 2010 y la selección que movilizó a toda una sociedad también me movilizó a mí. Pero hubiera quedado ahí si no fuese por Rorro, por Ismael también, sí, pero sobre todo por Rorro, Andreina y Alvarito.

Empecé a ver un partido de fútbol sin aburrirme, podía entenderlo en general, pude gritar un gol. Pero hasta ahí, siempre como una música de fondo en una fiesta donde hay cosas más importantes.

Cuando en el Saroldi, después de que ahí queden las cenizas de Rorro, terminé de leer unas palabras para él, cuando vi el respeto que me tuvieron quienes estaban, cuando vi esos seres rudos, virulentos, salvajes y sensibles, vi en la 14 al Rorro. El Nando se me sentó a mi lado y me dio una de las bienvenidas más cálidas que he recibido hasta ahora, imposible de rechazar, pensando incluso que yo era bohemio y no darsenero.

Porque el Rorro era de River Plate pero quería que yo fuese de Wanderers para tener alguien con quien discutir, para formarme en el fútbol desde ese lugar, desde esa sensibilidad. “Qué impresionante, en vez de hacerte de su cuadro te hizo del contrario”, reflexionó el Nando. “Sólo quería ejercitar la discusión desde el amor”, le respondí.

Vi al Rorro. Lo vi en el Tróccoli aunque terminamos en el Casmu porque Álvaro no tuvo mejor idea que correr encima de las gradas para festejar el gol sobre la hora que puso el 1-1 para River en un partido que ganaba Cerro.

Lo vi también perdiendo con el tuerto semanas después. Porque lo vi firme y porque tuve a su mundo conmigo, a Libertad, su hija, quien después de que no me dejó casi disfrutar del partido teniéndome de arriba para abajo, en la casa de sus abuelos, me abrazó la espalda y me dijo “sólo Manolo me soporta”, y me llenó de amor. Después de ese partido me dijo que me iba a regalar una de las camisetas de su papá, de mi amigo.

En el caótico River-Peñarol que terminó 1-1, empatando también en la hora, estuve en el portacuerpos donde mi amigo agitó decenas de veces, y canté e insulté y me puse nervioso y llegó el gol de Faustino Barone y me colgué del alambrado como enfermo, descontrolado, y me cinchó para abajo Andrés y lo abracé, y vi al Nando gigante levantando los brazos gritando como enfermo y los abracé, y a Alvarito emocionado y lo abracé con yeso y todo y apareció Santiago de la nada y también lo abracé… y fue una locura, un “estado de trance” como me dijo Ithué cuando me hablaba de cuando River mete un gol.

Volví a entender que en el fútbol se ve el poder, se ven las desigualdades, se ve la lucha, gritar un gol a un grande (de bolsillos grandes) en la hora es tan digno, es tan lindo como ganar.