El partido de este martes es, por lejos, el que menos se ha problematizado que se juegue en la altura, con la confirmación real de que es una situación que a los deportistas del llano no aclimatados les cuesta y los pone en desventaja.
Sólo una vez, en 60 años de competencias por Eliminatorias, Uruguay pudo ganar en Bolivia. Fue el 8 de octubre de 2015, cuando con Luis Suárez y Edinson Cavani suspendidos, la selección de Óscar Tabárez les ganó a los del altiplano 2-0, con goles de Martín Cáceres y Diego Godín.
En todos los demás partidos de la selección o de clubes –el último fue el que Nacional jugó hace un año ante Always Ready– se ha discutido y problematizado muchísimo la localía boliviana a la altura de un pico de 3.500 o 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Se discute eso muchísimo más que jugar con 40 grados y alta humedad, en la nieve o al rayo del sol en pleno mediodía. Está bien discutirlo, pero hay que aceptarlo.
Agarrate Catalina que te saco la escalera
En horas, la selección uruguaya jugará en la ciudad de El Alto, en el área metropolitana de La Paz, Bolivia. La selección de Marcelo Bielsa juega en el estadio Municipal de esta novel ciudad que, sin embargo, tiene vida desde hace cientos y cientos de años, por lo menos desde que estaban allí los aimaras y los quechuas, pueblos originarios de aquellas tierras.
El nuevo estadio paceño, conocido como El Coloso o El Gigante de Villa (Ingenio) por el lugar en donde está enclavado, tiene apenas un año de competencia internacional y sólo ocho desde que se retiró el encofrado y el estadio olía a cemento fresco. Con aforo para 25.000 espectadores, es el más alto de Bolivia, a 4.180 metros sobre el nivel del mar, 600 metros por encima del histórico Hernando Siles de La Paz, que hasta el año pasado era el hogar de la selección boliviana, donde construyó su más grande hito deportivo, la Copa América de 1963, y su clasificación al Mundial de 1994.
No soporto ni permito que alguien diga que la altura no incide en la exposición de los deportistas del llano que no están aclimatados e incluso cuando lo están (en 1997 estuve 20 días con la selección en proceso de aclimatación para el partido de las Eliminatorias). No es fácil ni hay una solución para el fútbol de alta competencia de estos días, y hay que asumirlo desde nuestra situación.
Por otra parte, resulta profundamente injusto y casi totalitario afirmar que no se puede jugar allí, donde cada día casi dos millones de personas hacen su vida cotidiana sin problema alguno y obviamente, como buena parte del mundo, tienen su solaz en el deporte, en el fútbol, en la competencia.
Por lo alto
La primera presencia de la selección uruguaya jugando en la ciudad dormitorio más alta del mundo me vuelve a llevar a lo factual y a mi desencuentro y encuentro con la altura, restañando un desengaño de otras canchas.
Una vez más revisé en Flights Google precios Montevideo-La Paz para poder estar en el partido y cubrirlo periodísticamente. Pero nuevamente –resolviendo la ecuación erogación/tiempo (valía como 800 dólares)– estar entre cuatro y cinco días en el Altiplano y conectar con el día a día de un pueblo a un tiempo hermano y desconocido para nosotros en su cotidianidad no fue posible. No pude resolver la ecuación y decidí que me internaría virtualmente en esas calles con miles de hogares, con los ladrillos al descubierto, que no ladrillo visto, como si estuviera allí pero sin estar.
Recordé mi primera llegada a El Alto, 35 años atrás, y cada una de mis visitas periodísticas a La Paz. Una ciudad que por sus condiciones geográficas y mi falta de sensibilidad me recibió tan mal, regalándome la peor noche de vida. Una ciudad y un pueblo a los que tanto quiero y que parece que me llaman cada vez que encuentro una mínima excusa para tratar de volver.
En el tema de la altura y cuánto afecta a los equipos uruguayos cuando juegan allí, el tema es no poner en cuestión el natural derecho de los vecinos de La Paz y El Alto, o Potosí, o donde sea, a jugar y vivir el fútbol en su territorio.
No se debe ni se puede poner en cuestión que los vecinos de esas ciudades, los habitantes de esos países puedan competir como locales en sus lugares.
De la misma forma, no se debe poner en duda –porque no es una falsedad– que a los colectivos del llano, en este caso a los clubes o selecciones de Uruguay, esa situación ambiental les disminuye sus capacidades plenas de competencia.
No habrá siquiera que resignarse, sino asumir sin controversias esa variable de la competencia y disfrutarla, aunque sea sufriéndola.
La experiencia
La altura en el fútbol, lo que es decir la altura en Bolivia, no es un tema nuevo en mi vida.
Puedo viajar desde el último recuerdo, la última y desagradable caída en La Paz ante Bolivia en 2021 –que desembocó en la injusta y desubicada salida de Tabárez, quien por 15 años había reconstruido a la celeste– hasta el primero que aún siento en la piel, el de 1977, el de Tamayá Giménez, en otro estadio, el Tembladerani del Bolívar, en donde horriblemente y sin lugar a esperar a ser local, Uruguay quedaba afuera de lo más cerca que podríamos tener un Mundial, Argentina 1978.
No sé qué tanto se hablaba de la altura y sí qué tanto de la casi mínima posibilidad de quedar eliminados en una serie que compartíamos con bolivianos y venezolanos. ¡Imposible! Pero así fue y, después de haber empatado con Venezuela en el Brígido Iriarte de Caracas y en el Simón Bolívar de Tembladerani, a casi 3.800 metros sobre el nivel del mar, Uruguay cayó 1-0 con una anotación de un goleador de inolvidable triste recuerdo para quienes esa tarde seguimos aquel partido por la radio –de televisación, ni hablemos–: Porfirio Tamayá Giménez se llamaba aquel goleador que venció a Rodolfo Rodríguez para poner el 1-0; le habían puesto de sobrenombre Tamayá por un personaje de radionovela.
Fue difícil soportar aquel martirio.
El fútbol con altura
En febrero de 1989 cubrí por primera vez fútbol en la altura por la participación de Peñarol y Danubio en aquella edición de la Copa Libertadores. Aterricé, literal y metafóricamente, en El Alto.
Eran los tiempos en que para hacer una crónica o un reporte había que estar, los tiempos en que firmar la crónica de un partido escrita mirando televisión era una vergüenza. Real.
Fue la primera de todas las veces que he estado en La Paz y nunca la olvidaré. Al bajar del avión, mi cabeza, tan frágil, me quiere hacer creer que me ahogo.
Tenía que descubrir el mito de la altura de La Paz, los 3.600 metros sobre el nivel del mar, el quedarse sin oxígeno. Llegué entero y puteando a los que jodían con la altura. Hermosa La Paz, su estadio, su gente, los puestitos de comida con sus pacumutos, y yo parecía para jugar aunque sólo escribiría.
Quise más e hice un buen trote alrededor del estadio. Después, al palco, a la cabina, a reportar la victoria uruguaya de Peñarol aquella noche ante The Strongest, con gol del Pato Aguilera. De noche, tarde, después de las notas y el télex, a cenar algo livianito al hotel y a dormir.
No, no dormí y lo cambié por un malestar intenso y desconocido. La peor noche de mi vida, una mezcla de dolor de oídos con malestar generalizado en todo el cuerpo, y la nariz sangrando. “Te agarraste el soroche”, me dijo el del hotel. “Acá es así, y tu creías que la altura no existía”. ¡Mamita, la altura! Fui siete veces más a La Paz, hermosísima muestra de nuestra América, y nunca más me hice el vivo.
Sin el modelo hegemónico de belleza citadina, El Alto, La Paz son lugares hermosos. Se es lindo de otra manera. Está feo jugar, competir en inferiores condiciones físicas, pero hay que hacerlo.
Allá vamos.