Resulta que Miramar se fundó en el viejo almacén de don Silverio Novelli en 1915. A Misiones lo fundaron unos anarcos italianos en la estación Pocitos, y en 1980 ambos equipos, que eran rivales, se fusionaron en uno más fuerte. Aquello le dio a la casaca los vivos rojos entre las mil rayas de las cebras del campo del chivero, como se llamaba la zona que hasta hoy es Barrio Miramar, Barrio Belgrano, La Mondiola, Villa Dolores.
Cuando el almacén tildó tras la partida de Silverio, Malerva, que tenía un mediotanque a dos esquinas del lugar, lo arrendó para techo de los parroquianos. En ese mediotanque se gestó Lo de Silverio, un bar típico de Montevideo donde las paredes hablan y su dueño todavía prende el fuego.
En la categoría 69 de Argentinos Juniors jugaban varios cracks, entre ellos, Cucuza Castiello. Aunque Patota era un año más chico, la amistad entre ellos se fundó en las inferiores del bicho de La Paternal. Aquello los define. Dice Patota que el método era jugar siempre, aunque la pelota saltara en cancha poceada, aunque el agua para bañarse estuviera más fría que el mismo invierno. Ruben Rossi siempre lo dice en los asados que repetirán hasta que el último apague la luz y deje la puerta abierta: “Aquella fue la mejor escuela”. Si parece que fuera ayer que el Bichi Borghi les enseñaba la rabona en las canchitas de Malvinas Argentinas donde el club los marcó como gente. La felicidad era ganarle a Vélez o Estudiantes, hacerle cuatro o cinco goles. El ideal de vida, dice Patota, “era ganar y cagarlos a bailes”.
Nunca pensó Cucuza, en aquel Argentinos campeón de la quinta división de la mano de José Pekerman, que iba a cantar en Lo de Silverio los tangos que le enseñó su abuelo. No lo imaginaron ni Silvio Rudman ni el Negro Cáceres ni Gabriel Marino ni el Turco Maradona, quien organizó el asado en Moreno, en la casa de los Maradona, después de que dieron la vuelta. Aunque Cucuza ya cantaba “El sueño del pibe” en el fondo de los bondis que los llevaban por los barrios y los pueblos atrás del mismo sueño de la canción. Tampoco lo supo Fernando Redondo, que cuando llegó se quedó con el puesto de volante central que ostentaba Cucuza, que pasó a habitar, con humildad, el lateral.
Cucuza, sin embargo, firmó contrato con la primera del cuadro que lo formó. Así inició su devenir de futbolista, hasta que una lesión lo corrió a otro escenario. Sus amigos lo definen como el mejor amigo de los amigos, pintoresco y querido, caminante entre el tango y el fútbol. Años después se presentaría de esta manera: un cantor de fútbol, un jugador de tango.
Con Patota Cardozo y con el Pipa Gancedo, otro de las inferiores, recibieron a Diego Maradona cuando el astro volvió a La Paternal muchos años después de los recuerdos. En medio de la ameba de gente que se movió alrededor del astro, como toda su vida, Diego reconoció a Cucuza y, como si fuera ayer, le dijo: “Cucu, te pasó por arriba un tren”. Ese día cantaron juntos el tango que Diego inmortalizó en sus años mozos y que Cucuza lleva como un himno, “El sueño del pibe”. Un himno que sentí que me cantó en Montevideo.
El fútbol, Maradona y el tango son todo para él. La última vez que se habían visto fue después de la vuelta olímpica del 86, cuando el Turco llevó a Cucuza de vuelta a su casa, como cuando eran chicos. Diego, que cuando entraron colgaba boca abajo enganchado con los pies para estirar la espalda, le dijo a Castiello: “Cucuza, ¿cómo anda el tango?”.
En el teléfono de Cucuza hay un tesoro: un video que Diego le envió para su cumpleaños de 60 desde la icónica Sinaloa donde dirigía a Dorados. En el video, en el modo lento de Diego pero sin perder la astucia, la picardía y la lucidez, se anima a decir que entre los 20 y los 40 años la gente se hace amiga. Que entre los 40 y los 60 la misma gente se deja de ver, pero que en los 60 los amigos se vuelven a juntar.
Cucuza sube al escenario para cantar y agradecer. En el piano, Noelia Sinkunas estira sus manos sobre las teclas como gata en almohadón cuando tiene confianza. Sabe que los mejores jugadores nunca estuvieron solos. Son generosas las notas que pulsa, y en ese gesto está el gesto de su padre y de su abuelo. Noelia abre la cancha para el cantor, presta su magia para el juego y cuando toma la palabra da el mejor consejo: escuchar música nueva.
Cucuza corre unos cables con los pies y toma la mano de Noelia. Como no sabe agradecer de otra manera, lo hace como un futbolista. En sus pies lleva los últimos botines que usó en sus tiempos de jugador, y esto no supone una metáfora.