Sigue siendo difícil decir.
¿Cómo decir cuando el hueco del dolor sigue horadando el alma?
¿Cómo decir sin evitar volver a la tragedia, al estupor, al desmayo de las emociones, por la obscenidad de la muerte por nada, del crimen que te lleva puesto?
¿Cómo ordenar ideas, cómo intentar concatenar pensamientos más o menos limpios de profundas emociones y dolores, rabias e incredulidades, congojas e iras, cuando, sin verlo, sin vivirlo y sin morirlo, me vuelvo a quedar petrificado y desvalido, como aquella noche cuando me enteré de los crímenes, de aquellos crueles y repugnantes asesinatos que rápidamente el artero brazo armado operativo de la comunicación perversa y operativa quiso llevar para el lado del deporte, del básquetbol, del fútbol?
No los conocí en vida a los Rodrigo. Los conozco, y para siempre ahora, porque sus familias, sus amigos, su amable y esperanzador entorno de aquellos días han dibujado sus vidas, han esculpido su espíritu, han dado forma a la argamasa de aquellas emociones comunes para que, sin quererlo ni esperarlo, su martirio quede siempre presente para construir un nunca más.
No los conocí en ese entonces cuando estaban en pleno aprestamiento de la vida que eternamente adolece de madurez, pero que va construyendo su primera adultez con emociones que abrevan fuera de la puerta de casa, cerca de los bancos del liceo, que se asientan en muritos con amigos, que se subliman en las canchas, que se fortalecen en esas amistades que parecen forjarse imperecederamente.
Los conozco ahora y, como si fuese un guion de una docuserie, podría hacer verosímiles unas cuantas líneas. Un muchacho, dos muchachos, saliendo de casa, apurados, vertiginosamente llevándose la puerta por delante con un refuerzo en una mano y la pelota en la otra, gritando y avisando “estoy en la esquina”, o “voy en la cancha”, o “cualquier cosa, avisame en lo de...”.
En mi casa paterna, camino a la salida, cerca de aquella puerta que se abría cuando picaba una pelota, cuando el pan con mortadela hacía equilibrio, con la banana o la botella, con la camiseta y los championes, había (hay) un cuadro que dice: “Velar se debe la vida de tal forma que viva quede en la muerte”.
Los Rodrigo están vivos. No pudieron velar por sus vidas porque recién estaban empezando a pensar cómo vivirla y no a cuidarla, pero para siempre han quedado vivos en sus terribles e injustas muertes.
Los mataron, pero no pudieron enterrar esos sueños de juventud.
Vivimos y, porque vivimos, los hacemos vivir. Por ellos y por nosotros, la sociedad, la gente, que nada pudimos hacer para evitar esa horrible tragedia, que desde los falsos y apócrifos encuadres noticiosos quisieron clasificar como un caso extremo de violencia en el deporte.
No, no fue violencia en el deporte. Fue un crimen. Pudo haber pasado sin camisetas, sin cercanías a una cancha, sin un partido ajeno por jugarse. Minimizar con aires de gravedad estas muertes a un problema de camisetas es deconstruir y tirar abajo la cultura de nuestra sociedad.
La muerte, la muerte violenta que sorprende a dos jóvenes inocentes, nunca se puede simplificar. Es mucho más complejo, muchísimo más que la perversidad almidonada de quienes nos quieren desviar a ello, llevando nuestro dolor, vergüenza e ira al inmundo campeonato de muertes por camiseta.
Es difícil decirlo, pero la muerte de los Rodrigo será siempre vida para intentar construir sobre los cimientos del nunca más.