El 27 de marzo, en la instancia del referéndum sobre la ley de urgente consideración (LUC), las preferencias personales de cada uno de los ciudadanos uruguayos en términos políticos, económicos y sociales se vieron confrontadas en la decisión colectiva que surgió de la posición mayoritaria de los electores. Cada uno de los ciudadanos, por tanto, expresó sus preferencias individuales, resultando de ellas una decisión de la sociedad en su conjunto. La “sociedad” se entiende, entonces, como un ente supraindividual que debería trazar los lineamientos de la acción gubernamental en una democracia.
Si se utiliza lo acontecido en esta última jornada electoral como disparador de la reflexión, en este artículo se pretende avanzar en la evaluación narrativa del concepto en sí de preferencia colectiva y en el análisis de las implicaciones que esta tiene en el proceso de toma de decisiones públicas desde una perspectiva económica. El objetivo es poner en discusión cómo las preferencias individuales y sociales y la decisión política gubernamental pueden mostrar incompatibilidades basadas en el desconocimiento sobre el pensar y hacer de los distintos individuos.
Todos para uno y uno para todos
Probablemente, las preferencias individuales de los ciudadanos acerca de cuál debería ser el papel de la participación del Estado en la esfera económica y social están constituidas por visiones ancladas en posiciones de corte estrictamente políticas y filosóficas. No obstante, de la conjunción de dichas preferencias y de su intercambio entre los individuos, la “sociedad” establece cuál es el contrato resultante.
Entre el intercambio de ideas particulares y su conjunción en términos colectivos, necesariamente se requiere definir una regla de decisión. A pesar de que los estados democráticos ya poseen definiciones al respecto, que se encuentran contenidas en la legislación vigente, el proceso mediante el que los individuos racionalizan su decisión individual para volcarla a través de su voto en los ámbitos colectivos (reglas de decisión preferibles) dista mucho de ser un asunto trivial. En un ejemplo absurdo: si el lector está planificando una comida con sus amigos con un único menú que puede ser omnívoro o vegetariano, y todos sus amigos, excepto uno, comen carne, este último tendrá preferencia por una regla basada en la unanimidad, mientras que los restantes participantes no tendrán inconvenientes con que se adopte la regla de la mayoría.
Si se sigue la lógica anterior, se puede establecer que en la decisión individual sobre un asunto colectivo se presenta un costo de interdependencia social, que está constituido por un costo externo, asociado a los costos sobre su persona de las decisiones de los otros, y un costo de decisión, que refleja los costos asociados, propiamente, a la participación del proceso de decisión (el tiempo de ir a votar, de informarse sobre las opciones, etc). En este sentido, si el individuo fuese estrictamente racional, debería elegir la regla de decisión (cantidad de individuos requeridos para la acción colectiva total o, en otras palabras, la proporción de individuos establecida para adoptar la decisión por mayoría) que haga lo más pequeño posible el costo de interdependencia social1. Este resultado explicita que, por detrás de cualquier regla de decisión colectiva vigente, se encuentran consideraciones particulares heterogéneas no contempladas sobre el costo de la decisión que afectan directamente a la consideración de la elección social. Esto no quiere decir que las reglas de decisión vigentes sean inválidas, sino que, por el contrario, y asumiendo su validez, la interpretación sobre el resultado no debería realizarse sin considerar nuestra ignorancia sobre las evaluaciones subjetivas relativas al propio proceso de elección. Este último enunciado parecería cobrar mayor relevancia en instancias de resultados “muy disputados”, en los que la lectura de los supuestos mensajes emitidos a partir de la elección colectiva, tanto del oficialismo como de la oposición, se encuentra condicionada muy particularmente por las consideraciones ignoradas.
Tocar todos los botones
Superado el problema planteado anteriormente, una vez definida la decisión colectiva, el Estado debería actuar en consecuencia con el resultado. Por ejemplo, si en 2003 el soberano decidió mantener el monopolio estatal de la importación, exportación y refinación del petróleo por parte de la empresa Ancap, los gobiernos sucesivos deberían administrar la empresa con el fin de su sostenibilidad en el tiempo. En un reciente artículo, Gabriel Oddone aborda el análisis de la regla de fijación de precios de los combustibles vigente, que fue fundamentada en el objetivo de transparentar y hacer efectivamente sostenible a la empresa. Sin embargo, en contextos complejos (fuertes variaciones en el precio del crudo), lo que se vuelve insostenible es la regla en sí2. Por lo tanto, no sólo se deben hacer consistentes las expectativas sociales con las acciones estatales, sino que también estas últimas deben ser escogidas de forma tal de que sean sostenibles.
En la literatura económica la discusión en torno a si las políticas de estabilización deben basarse en reglas o realizarse con base en acciones discrecionales aborda de forma explícita el problema de la consistencia en el tiempo de las políticas implementadas por el sector público y la forma en que estas se definen en concordancia con las preferencias de los agentes privados. A pesar de que desde los análisis seminales que aportaron al debate sobre la permanencia en el tiempo de las políticas aplicadas existe una tendencia a reconocer que las políticas discrecionales podrían generar sesgos que podrían resultar contraproducentes desde el punto de vista del interés colectivo, tanto las políticas discrecionales como las reglas, emergen como conocidas y alcanzables por parte del Estado y, en definitiva, el esquema de política surge de la preferencia política de quien se encuentra ejerciendo la conducción del gobierno.
Si se toma en consideración el proceso de interdependencia social antes mencionado, ya no entre los individuos sino entre el sector público y el privado, en la tesis doctoral de Andrés Rius se contrasta la noción del párrafo anterior y se encuentra que si se consideran las estrategias interdependientes entre los distintos agentes en términos secuenciales, el sector público puede llegar a no determinar nunca cuál sería la política deseable de acuerdo a las expectativas del sector privado3. El autor, a su vez, complementa el resultado anterior con una simulación del proceso de interacción y halla ciclos de convergencia-divergencia entre la respuesta de política pública y las expectativas promedio del sector privado. Es decir, que si se toma en consideración la interdependencia de las estrategias entre los agentes, y a pesar de que en momentos determinados se pueda alcanzar la respuesta política óptima, el mismo proceso de interacción podría llevar a divergencias entre la política aplicada y lo deseado colectivamente.
Esto implica que la sostenibilidad en el tiempo de una política con base en las preferencias sociales resulta de difícil alcance. Un corolario de este resultado es que, así como cuando nos invitan a jugar en una consola que no conocemos y apretamos todos los botones con el fin de quizás acertar alguna vez, se incentive a políticas de “empaquetamiento” de medidas de distinta índole bajo la premisa de que alguna de ellas acierte4. El autor antes mencionado ejemplifica como política de empaquetamiento la reforma de seguridad social de 1996, en la que parte de su articulado, y en concreto la creación de la historia laboral, podría haber surgido de acciones independientes al contenido de la reforma. No obstante, este resultado no implica la inacción gubernamental, sino que, por el contrario, delimita la necesidad de aceptar el papel que tiene la incertidumbre sobre el camino recorrido para la habitual revisión y corrección de políticas públicas.
Las nubes aparecen, ¿pero cuándo pasan?
Nuevamente, si se da por superado el problema de la ignorancia sobre las consideraciones subjetivas y sobre la elección de la política pública óptima, surge un tercer vector de relevancia asociado a la incertidumbre: el futuro. Las decisiones de política de los gobiernos se adoptan con base en predicciones sobre el desempeño esperado de indicadores y de sucesos que ocurrirán en un momento posterior a la decisión. Por ende, es natural que existan desvíos entre lo esperado y lo que efectivamente sucede en la realidad. Contrario a la dramatización de este “problema”, los procedimientos habituales de predicción en economía poseen como centro la caracterización de los errores.
Probablemente, si aquí escribiera una frase del estilo “su presente está explicado por sus errores en el pasado” pensaría que está leyendo un artículo sobre autoayuda. Sin embargo, es también el resultado de un teorema fundamental sobre predicción bajo determinadas condiciones. Esto es así porque si ocurre un error en mi predicción es muy probable que este me aporte información adicional relevante acerca del problema de interés. No obstante, como ejecutor de política pública, el objetivo será administrar ese error con la finalidad de reducir el riesgo de descubrir que se tomó la decisión incorrecta el día después de haber tomado la decisión. Esto último sucedió, por ejemplo, con el indicador que requiere la regla fiscal vigente en Uruguay para implementarse, que en la última Ley de Presupuesto Nacional aprobada en 2020 presentaba un guarismo de signo negativo, mientras que en la siguiente Ley de Rendición de Cuentas el mismo indicador presentó un valor de signo contrario.
La posibilidad de cometer este tipo de errores está siempre latente, pero la única forma de administrar esta realidad es asumir el carácter incierto de las predicciones, inherente a la parte que siempre ignoramos sobre el futuro. El control sistemático sobre la precisión de lo inesperado se convierte en un elemento fundamental para la toma de decisiones, y el objetivo de ese control sobre la predicción, habitualmente, se enmascara (tanto por analistas privados como públicos) con la publicación de valores concretos y no de rangos de valores probables.
Reflexión final
La finalidad de este artículo es presentar tres pilares de ignorancia que son, desde mi perspectiva, centrales para comprender las limitaciones que se presentan a la hora de la toma de decisiones. Comprender las limitaciones de conocimiento que tienen los actores políticos, tanto del oficialismo como de la oposición, abre siempre un espacio de discusión que deberá formar parte de los consensos necesarios para llevar adelante reformas de gran envergadura como, por ejemplo, en el sistema de seguridad social.
Esto no quiere decir que la unanimidad sea deseada. De hecho, el consenso de todos los actores difícilmente sería alcanzable en la práctica y, como en el ejemplo del primer apartado, sólo sería deseable para quien tenga una posición contraria a la mayoritaria. Pero si el objetivo de los actores políticos fuera mejorar el proceso de toma de decisiones colectivo, para evitar males mayores, se debería aceptar, con cierta humildad, la imposibilidad de contar con un conocimiento pleno acerca del estado de opinión y de las preferencias existentes en la sociedad. La apelación a reglas rígidas en el proceso de reformas colisiona directamente con los procesos de decisión pública que ocurren en contexto de incertidumbre, y esta incertidumbre presenta particularidades que deben integrarse en los procesos de decisión democráticos.
Rafael Mosteiro es Investigador de Cinve. Licenciado en Economía por la Udelar ([email protected]). Entrada escrita para el blog Suma de Cinve.
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Buchanan, J, Tullock, G. El cálculo del consenso. Editorial Planeta de Agostini. 1993. ↩
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https://www.gabrieloddone.com/preciosdeloscombustiblesdespuesdelaluc/ ↩
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Rius, A. “On the rationality of democratic macroeconomic policies”. Doctor of philosophydissertation. Notre Dame, Indiana. 1999 ↩
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Rius, A. “Racionalidad limitada y ‘empaquetamiento’ en los procesos de reforma: el caso de la seguridad social”. Economía política en Uruguay. Instituciones y actores políticos en el proceso económico. 156-186. 2003. ↩