A grandes trazos, nadie estaría en desacuerdo en que el derecho a la opinión y expresión es necesario, pero este epígrafe ampliamente bastardeado por el sistema neoliberal no da cuenta de una realidad plagada de reclamos, de denuncias y de omisiones dirigidas a los modos políticos de hacer y narrar educación.
“Juventud, divino tesoro”, susurra Rubén Darío, y al unísono lo repetimos cada uno de los docentes, que no dudaríamos en señalar lo mejor que puede tener una institución educativa: sus estudiantes. Vamos con ganas, en gran parte por ellos, pero ¿dónde están los jóvenes? Y no me refiero a un lugar físico, a un salón de clase, al patio o los pasillos, sino al imaginario de las autoridades (léase: todos los que no son estudiantes). El otro día, un grupo de estudiantes me convocó a charlar sobre uno de sus compañeros, que cursa en un grado dos años menor, que es transgénero: “No sabemos qué hacer. Está re mal porque sólo uno de sus 12 profesores visibiliza su género. El problema no son sus compañeros”, me dijo, enfática, una de las estudiantes. “El problema son los grandes, que dicen que adaptarse al cambio les lleva tiempo”, explicó. Si bien la cita no es textual, la conversación que tuvimos tenía ese claro recorrido, y dejó plasmadas las ganas y la responsabilidad, en virtud de que son de sexto y son los más grandes de la institución, de hacer algo para que su compañero no tuviera que pasar por esa violencia. ¿Dónde está ese joven en el discurso institucional? ¿Qué lugar les damos a los jóvenes en su proceso educativo?; (re)pregunto: ¿qué lugar tienen los jóvenes en su proceso educativo? ¿Tienen un espacio genuino?
Se promueve una educación para la diversidad, con apoyo en un estatuto legal, y, sin embargo, no veo a los jóvenes más que encriptados en enigmas –por ejemplo, de la sexualidad– que no son propios, sino que son limitaciones de los grandes. Ellos sienten sin prejuicios y te sonríen cuando los dejan. No hay sujeto de la educación si se pone por delante una moral añeja y contradiversa que elimina todo contenido de la sexualidad y lo vuelve un tema privado y ajeno.
Lo mismo sucede con grupos neoconservadores que se jactan de su preocupación por “la familia” y, sin embargo, la doble moral impera. Sebastián Vilar, dirigente del movimiento A mis Hijos no los Tocan, señala que tiene “un montón de firmas” para que las autoridades vean que hay un rechazo de la sociedad a la guía lanzada por el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP). Sin embargo, la sociedad a la que se refiere no refleja la inquietud de los jóvenes, sino la de un montón de máquinas conservadoras “de buenos hábitos”. Yendo un poco más hacia adelante, la activista Sandra Ferrini denunció a Vilar por acoso y apropiación indebida hace pocas semanas.
No se trata de la existencia de modos distintos de ver la realidad respecto de este tema, sino de una violencia que se abre en un plano muy sensible, que es el moral. Lo que avala esta omisión en educación, que no tiene más fundamentos que el ejercicio del poder y el autoritarismo, es un desconocimiento real del ser joven, de sus inquietudes, y de este modo se pretende tapar una realidad que nos interpela y genera desconcierto en ellos por los propios prejuicios adultos, por los modos destructivos y ambiciosos de adoctrinar las mentes serviles de estos últimos.
Los jóvenes de bachillerato se han criado, en su mayoría, durante los sucesivos tres gobiernos progresistas. Pertenecen a la cultura de la diversidad, porque han aprendido y visto cómo se conquistan los derechos (desde el matrimonio igualitario hasta la asunción de una senadora trans en la legislatura), de ser y de sentirse; es natural que entiendan que lo correcto es amarse de una forma única e irrepetible desde las distintas manifestaciones; esto no tiene que ver con el pensamiento, es sólo sentirse. Asimismo, estos gobiernos que han promovido diversas acciones en materia de sexualidad están plagados de mentes conservadoras, ya sea por su tradición ideológica o por desmerecer nuevas formas de autopercepción: “ya se les va a pasar”, “ser trans es una patología”, “no es natural ser un desviado”, “los temas de sexualidad son para grandes”, “si vas a tener relaciones, cuidate” (y nunca les explicaron que un preservativo, aparte de servir para inflarlo y hacer un globo, es un modo de amarse y cuidarse). La gerontología que invade las bancas del Palacio Legislativo no deja avanzar y pone trampas en el camino hacia la equidad, enquistados en discursos religiosos de A mis Hijos no los Tocan.
Para alguien de 16 años, lo LGTBIQ no reviste cuestiones en sí mismo (y hablo de ellos porque son el sujeto de esta reflexión, pero podría señalar un “nosotros” pensando en todos los que hoy somos adultos y tuvimos que vivir en la sombra de ser “los diferentes” en todos sus aspectos culturales y sociales), en su mayoría tienen un amigo o un amigo de un amigo que se inscribe en esta resistencia, y no hay una especial preocupación por que se sepa o se oculte. Eso de “salir del clóset es producto de una moral tradicional, de una familia y sociedad de viejos represores que cumplen a pies juntillas esos modos estériles de lo humano. A veces siento que si fuera por ellos, andarían a los abrazos y menos enojados con el mundo adulto.
Reitero: no es un problema porque es algo a lo que tienen acceso en Uruguay, pero de una forma muy perversa, en la contradicción adulta que patologiza, señala y se desentiende en muchos casos de ese sentir. Para bien o para mal, han crecido con la bandera de la diversidad que viaja por la avenida 18 de Julio todos los últimos viernes de setiembre reivindicando su fuerza. Con esto no digo que todos los chiquilines se identifiquen con la causa, porque, en el fondo, el conservadurismo asoma recordando que “hay que expresar lo que se siente”, pero… hay que sostener una moral que entiende raras estas cuestiones. No saben por qué, pero lo repiten cuando señalan: “Todo bien con los gays, pero… me llevaría un tiempo aceptar”, como me dijeron hace poco en un taller. Este no es un discurso reflexionado; es el chip represor y sistemático de la era del humano máquina que, donde ve miedo, tapa, oculta y mitifica. Donde el adulto demoniza, el joven encuentra conflicto y, muchas veces, dolor.
Juntada de firmas para eliminar la guía de educación sexual del CEIP; vacío intencional en el campo de la diversidad por parte de las autoridades; gente que entiende correcto que la cuestión en materia de educación sexual sea privada, así como los abusos a niños, violaciones y patologizaciones; un borrador distribuido por el Consejo de Educación Secundaria, en el que se plantea que ya no haya un referente en sexualidad por liceo, sino uno por departamento, va en contra de la falta de atención a los jóvenes que piden a gritos espacios de discusión sobre estos temas, ya sea desde la búsqueda de baños neutros o desde las reglas de vestimenta: no alcanza con la unidad de “salud sexual y reproductiva” en el programa de Biología de tercero de liceo. Si alguien necesita educación sexual, no son sólo los jóvenes; claramente, también la necesitan los adultos que no han aprendido (y no les enseñaron) a quererse en esa diversidad.
Desde el colectivo docente, muchos compañeros reivindicamos la urgencia del tema y vamos a seguir resistiendo para que los estudiantes de todos los niveles educativos merezcan dignamente ser sujetos de la educación, y no un conjunto de números que cuadren con la economía global.