Había una vez una Escuela Mágica, en un viejo barrio de un rincón del mundo.
Era conocida por sus fantasmas y su gran árbol. Tenía una larga escalera y una gran rampa de ingreso, grandes salones en dos pisos y un patio asombrado por la enorme “Tipa” que con sus ramas parecía que le daba un abrazo desde arriba a la escuela. Hay quienes dicen que en realidad la “Tipa” es una maestra que enseñaba hace cientos de años en ese lugar, y que un día decidió transformarse en árbol y que a sus alrededores se construyera una gran escuela.
En esta escuela habían unas maestras medias hechiceras que con sus poderes podían transformarse en lo que se imaginaran, parecían gente normal hasta que se abrían las puertas de la escuela y aparecían con chifles y matracas y pelucas y espuma de colores, y a toda música recibían a los niños y niñas que cada año empezaban la aventura de prepararse para la túnica y la moña.
También podían transformar el patio de la escuela en un salón de fiestas, los salones en cuartos para dormir y atrapar sueños; las clases se podían dar en chacras, plazas, museos, cines y teatros, cualquier momento era una oportunidad para enseñar y aprender; cada día se elegían niños y niñas encargados de colaborar con sus compañeros y compañeras, distribuyendo el jabón y poniendo la mesa, todos iban aprendiendo a comprometerse con los demás. Estas maestras eran tan mágicas que hasta podían hacer viajar a la mismísima escuela a cualquier parte de la galaxia. Tenían el poder de transformarse en muchas cosas; los días de fiesta eran las animadoras de los encuentros y junto a los niños y niñas cantaban y bailaban sin descanso. Un día podían aparecer vestidas de payasos ¡y hasta se podían transformar en dragones!
Eran muy buenas, pero de vez en cuando se enojaban y rezongaban con firmeza, incluso dicen que convierten a algunos en sapos y ranas para aprender sobre las metamorfosis. Hacían muchos experimentos, convertían el azúcar en cristales, los huevos en títeres y a las madres en expositoras de grandes conferencias.
Cualquier momento era bueno para bailar, cantar y jugar, ya fuera para festejar el inicio de las clases, de las vacaciones, de la primavera, del otoño y cualquier otra inspiración.
Y por si fuera poco, invitaban a jugar a los padres y madres, abuelos y abuelas, tíos y tías, hermanos y hermanas y hasta los vecinos y las vecinas; insistían en inventar esos paréntesis de la rutina de las vidas para recordar que los grandes también juegan y que los niños y las niñas gustan mucho de jugar juntos con los adultos, a pesar de los trabajos y los celulares.
Un día resolvieron hacer un viaje a China, no se intimidaron por los miles de kilómetros de distancia, ni por las letras del chino mandarín, ni por el fuego de los dragones. Primero subieron al barco a todos los padres y madres, que durante meses remaron para llegar al lejano oriente. Tuvieron que aprender de la Gran Muralla China, practicar artes marciales, coser la ropa tradicional, aprender de la música y sus instrumentos, ¡y hasta de comer el arroz con palitos!
Y entonces los niños y las niñas se prepararon para un largo viaje que duraría toda la noche, se prepararon con linternas y sobres de dormir y atrapasueños y algunas provisiones caseritas para compartir; y llegaron a la escuela para emprender el viaje, parecía que estaban en la escuela de todos los días cuando de repente la magia los llevó a la mismísima China oriental. Solo ellos y sus maestras saben lo que pasó en ese viaje que los acompañará el resto de la vida, con el aprendizaje de que lo imposible solo cuesta un poco más, y que el compromiso y el amor pueden hacer maravillas.
Eran tiempos donde las escuelas de todas las personas (o Escuelas públicas, como se les llamaba), vivían asediadas de tormentas de decrecimientos, indiferencias y desesperanzas, donde se buscaba la seguridad privada por miedos y prejuicios; la Escuela Mágica era un lugar donde las personas hacían largas filas para poder entrar, para ser parte de esos viajes que se comentaban por el barrio y que resonaban por toda la ciudad. Las historias de las maestras “locas” que se resisten con el poder de la imaginación a todos los malos presagios de la pública escuela, eran el orgullo de generaciones enteras que podían vivir para contarlo. Contagian, al que se lo permitiera, entender el valor del juego para inventar mundos nuevos donde nuestros niños y niñas aprenden el valor de respetarse, de divertirse, de cuidarse, de quererse, en definitiva, de ser libres viviendo juntos.
Al final del año, las maestras se transformaron en palomas blancas y emigraron, como cada verano, en busca del sol que cargara las energías para el próximo viaje, a la espera de los chiquitos que están por llegar. Se llevan un pedacito de cada uno de los niños y las niñas con las que compartieron ese año y dejan sembrado, en cada uno y cada una, semillas que irán floreciendo a lo largo de la vida.
Las familias, eternamente agradecidas.
Familias de nivel 5 Diciembre de 2017.