Hace algunas semanas, la noticia ocupó buena parte de la atención de los medios de comunicación y de la población en general: al realizarse excavaciones en la zona de la Aduana para refaccionar la Plaza de Deportes Nº 1, se descubrieron los restos arqueológicos de muros de la batería de San Carlos, con la que Montevideo colonial estaba dispuesta a defenderse de eventuales ataques. Ante el hallazgo, se detuvieron momentáneamente las obras y se profundizó en su estudio: se hizo un cuidadoso manejo de los materiales de investigación, se acudió a los antropólogos e historiadores referentes en estas áreas, se preservaron los objetos ante eventuales deterioros (erosión del suelo, lluvias, vientos). Se trata de una ardua tarea, que requiere constancia, tiempo, paciencia y dedicación.
Esta escena me transportó a los planteos que Michel Foucault hizo, precisamente, en su Arqueología del saber. En pocas palabras, al abordar cómo discursos y prácticas pretenden erigirse como verdaderos, Foucault advierte sobre desnaturalizar sus cadenas de significados, convocándonos a un trabajo arqueológico. De este modo se pueden comprender los orígenes de algunos sentidos, apreciar los cortes por los que algunas palabras pierden uso y otras las sustituyen, calibrar las continuidades y también las alteraciones que otorgan identidad a cierto campo de prácticas, entre otros aspectos. En particular, Foucault hace este esfuerzo en el terreno de la psiquiatría y la sexualidad, pero lo postula como pertinente para el análisis de cualquier ámbito de la vida cotidiana.
En un intento de hablar en términos corrientes, tratemos de comprender por qué pasamos de tirarnos por una calle en pendiente en una chata con rulemanes como rueditas a andar en bicicleta con casco y chaleco reflexivo; por qué José Artigas es prócer en Uruguay si no vio su conformación como Estado uruguayo; por qué, en relación con temas de salud, tal vez estoy dispuesto a escuchar más la palabra de un médico o psicólogo que la de un familiar; por qué hoy se nos haría difícil ver en televisión, entero y sin cortes, aquel debate entre Enrique Viana Reyes, Néstor Bolentini, Enrique Tarigo y Eduardo Pons Etcheverry sobre el plebiscito de 1980, que duró dos horas y media. Se trata de rastrear los cambios en nuestra sensibilidad, zafar de la linealidad de los acontecimientos, discutir lo que se construye como “sentido común”.
Este devenir me llevó, a su vez, a pensar la pedagogía como campo para realizar una tarea arqueológica en torno a lo educativo y repreguntarnos por prácticas y discursos que, acumulados en el tiempo, se configuran como los “verdaderos”: por qué siempre hubo repetición en la educación formal y hoy se la cuestiona; cómo se originan y cuáles son los sentidos de los actos patrios; por qué puede seguir siendo pertinente enseñar a escribir en cursiva en tiempos de teclados de ceibalitas; por qué hoy la educación ambiental puede ser imprescindible para la formación ciudadana y no lo era hace 50 años; por qué el fútbol puede ser hoy herramienta de inclusión social y no sólo un juego; por qué se dice que la matemática es exacta si la noción de límite o de infinito pone esa cualidad en tela de juicio; y un largo etcétera. Pensar la pedagogía en términos arqueológicos puede contribuir tanto a renovar sentidos que se hubieran perdido en el tiempo y que nos hubieran conducido a prácticas sin sentido y rutinarias, como a cuestionar la pretendida verdad del discurso predominante en cualquier área. Esto no es sólo una cuestión de “método”, sino, como algo más de fondo, de develar cómo construimos “verdad”, pues, de alguna manera, ello nos constituye como “sujetos” en relación con otros, el mundo y los objetos.
Por otra parte, pensar la pedagogía de esta forma me remitió, nuevamente, a los restos de los muros de la batería de San Carlos, en otro sentido: los pilares, las bases, los fundamentos de la pedagogía –como, tal vez, de toda práctica humana–, están ocultos a los ojos de la vida cotidiana, pero son los que sostienen dichas prácticas, como aquella batería de cañones estaba dispuesta a sostener a Montevideo como reducto español. Y aquí la “naturaleza” de la pedagogía puede entrar en cierta contradicción: al constituir la base de las prácticas educativas, debe quedar oculta pero, a la vez, al descubrirla. Podemos desplegar una tarea arqueológica que permita cuidar, alterar, conservar, cambiar, dar brillo a esas bases. Toda metáfora, es sabido, tiene la potencialidad de una imagen análoga, pero también tiene las limitaciones propias de esta que no logran captar en su totalidad al objeto considerado.
Tal vez por esto mismo la pedagogía tiene la ingrata tarea de explicitar aquello que es del orden de los fundamentos en la educación y que el “sentido común compartido” ya asume como obvio, u otras urgencias no le dan cabida. Pero, en realidad, tal vez esto sea una dificultad para toda práctica humana, en un contexto en el que se demandan resultados, acciones, obras, y decisiones visibles. Ahora sabemos que es tan valioso el muro hallado como los juegos que comparten los niños encima de él en la plaza de deportes.