Solana González es veterinaria e hizo una maestría en Ciencias Biológicas enfocada en la fisiología reproductiva del venado de campo. Pero poco a poco se dio cuenta de que si quería trabajar con las especies en peligro de extinción, más que con los animales tenía que trabajar con las personas. Se sumó al Espacio de Formación Integral (EFI) “Observatorios socio-ambientales. Una herramienta de educación ambiental en escuelas rurales”, y así se fue acercando a la educación ambiental, en lo que se metió de lleno a partir de 2014 al sumarse a Julana, una organización civil dedicada a esas tareas. Actualmente está cursando su doctorado en Educación Ambiental en la Universidad Federal de Rio Grande y, en el marco de su tesis, publicó el artículo Observatorios socio-ambientales y escuelas rurales: repensando una educación para la justicia ambiental, donde propone que en las escuelas rurales se puedan coconstruir, junto a las comunidades, observatorios socioambientales.

“Los observatorios son espacios de encuentro que pueden ser físicos, en los que la comunidad se encuentra y dialoga; o virtuales, donde se suben datos y a partir de ellos se genere la difusión de determinadas cosas”, explicó en diálogo con la diaria. El principal objetivo de los observatorios socioambientales es “estar atentos a los conflictos ambientales que tienen que ver con la contraposición de ideas en el uso del espacio. Eso para nosotros es un síntoma de que está pasando algo en el territorio”.

Los conflictos ambientales pueden ser explícitos, como aquellos generados por la instalación de grandes emprendimientos, como UPM o Aratirí, pero también latentes, y sobre esos González señala que hay que estar atentos: “los subliminales, los que no se dejan exponer por diferencias de poder”. La investigadora explica: “El medio rural hoy es el que está siendo mas avasallado de proyectos que tienen que ver con el impacto ambiental: forestación, minería, soja, la intensificación del arroz. El impacto mayor siempre va a ser para los que tienen menos acceso a la educación, a los recursos y para los que no pueden elegir”.

Para la investigadora, las escuelas rurales son un buen espacio donde construir observatorios “por su historia y por cómo ha sido su rol social de las escuelas mas allá de la educación curricular; la función que cumplen en el territorio, que es mucho más que dar clase. Es el espacio donde se festejan los cumpleaños, donde se transmiten las angustias, donde las maestras saben todo lo que pasa en el territorio a través de la madre que llega y cuenta lo que le pasó a su marido en el trabajo...”. Asegura, además, que en muchas zonas las escuelas rurales son “la única presencia del Estado”, y destaca como una fortaleza que entre sí, las escuelas no están muy alejadas. “Tenemos una buena distribución de escuelas, a cinco o seis kilómetros hay otra, y eso lleva al sistema de agrupamientos, que hace que la comunidad se encuentre y dialogue. Lo que pasa en ese encuentro, que es un proceso pedagógico de los niños, es un proceso social de las comunidades también”, señala.

Educación ambiental sin caer en la ecofobia

Sobre la educación ambiental hay muchas visiones; es más, la investigadora comenta que en 2004 un artículo identificó 15 corrientes. Para resumir, González identifica tres: una más conservacionista, que trabaja en torno al área protegida y promueve acciones como la de limpiar las playas o mantener “intocados” los paisajes, lejos de la acción de lo humano; otra pragmática, que promueve las 3R (reducir, reutilizar, reciclar) y “busca cambios conductuales generalmente en los niños, para que ellos les enseñen a los padres”; y por último la crítica, en la que ella trabaja. Esta perspectiva “no va al síntoma, va a la causa de los problemas, se pregunta los por qué. Muchas veces la educación ambiental homogeneiza el problema (se dice que ‘el problema ambiental somos todos’) y eso quita la mirada sobre dónde verdaderamente está el problema”, explicó González.

“Si bien el aula es un espacio importante de formación de niños, yo siempre estoy pensando en que los niños están en una etapa en la que tienen que crecer, disfrutar, jugar, y muchas veces la educación ambiental termina cargando la mochila. ‘Ustedes son el futuro’, ‘son los que tienen que hacer esto’”, reflexionó la investigadora, que comentó que en algunos casos se puede llegar a generar ecofobia en los niños, el miedo a las catástrofes ambientales. González plantea “cambiar la mirada” respecto de planteos como el cálculo de la huella ecológica o “cuántas pajitas usaste en el año”: “¿qué está pasando en el país? ¿quiénes son los que están impactando? Hay niveles de responsabilidad”, aseguró. La perspectiva crítica de la educación ambiental, añade, va “en una búsqueda de reflexión y no de culpas y responsabilidades”.

Las actividades siempre tiene formato taller, con una metodología ludocreativa, y apuntan a trabajar en aprendizajes basados en problemas. Por otra parte, las tres perspectivas pueden llegar a complementarse o a veces cruzarse, porque no significa que desde la perspectiva crítica no se trabaje en el reciclaje, aclara.

Según menciona en el artículo, actualmente hay 175.000 personas viviendo en el campo y 1.067 escuelas rurales, según el relevamiento de 2018. Agrega que si bien las escuelas rurales vienen disminuyendo año a año, dado el despoblamiento del campo, “hay una fuerte política de mantenerlas abiertas a pesar de contar con muy pocos niños –en muchos casos sólo un niño o niña–, ya que se considera que una escuela abierta posibilita que otra familia se instale en la zona”.

Trabajo interdisciplinario

La investigadora toma como antecedente de su propuesta el EFI en el que participó, que definía los observatorios como “una herramienta de investigación y análisis de cambios ambientales que se dan en los territorios donde vivimos. Nos permite estar atentos, visualizar cambios y analizar qué cambió y en qué magnitud (con qué gravedad), en el entendido que todos tenemos saberes y capacidades de investigar y generar conocimiento, desmitificando que los sectores académicos y técnicos son los únicos capaces de hacerlo. Al mismo tiempo se promueve no sólo el análisis profundo del territorio, sino también la acción (qué hago para modificar lo que me/nos afecta negativamente). Se busca generar la pregunta: ¿Qué podemos hacer como personas individualmente, y/o colectivos, para revertir o cambiar una situación que identificamos como problemática?”. Ese trabajo se desarrolló en Empalme Olmos, Canelones, en la zona Cruz de los Caminos, y se trabajó con cuatro escuelas rurales, movilizadas por el impacto del basurero aledaño.

González, que por medio de su actividad en Julana y de su doctorado trabaja con las escuelas rurales de la zona de Quebrada de los Cuervos y del arrozal Treinta y Tres, asegura que los temas ambientales están presentes cotidianamente en estas escuelas. “Generalmente todo lo que tiene que ver con lo ambiental suele ser una herramienta básica para ellos, porque están todo el tiempo en contacto con lo que pasa”, señala, y explica que los contenidos ambientales muchas veces son parte del “currículum oculto” que hay en las escuelas rurales. Se conoce como currículum oculto porque, a pesar de las características diferenciales de las escuelas rurales –por ejemplo, que son multigrado y una sola maestra enseña a niños de diversas edades–, se debe aplicar el mismo plan curricular que en las escuelas urbanas, lo que hace que las maestras tengan que adaptarlo.

“Los observatorios intentan buscar cuáles son las demandas de los territorios, ¿y quiénes más que ellos son los que saben? La academia, y de eso me hago cargo, muchas veces no va a los espacios, sino que teorizamos desde acá”
Solana González

La realidad de muchas escuelas rurales es que hay una maestra, acompañada a veces por una auxiliar, que además de planificar sus clases en formato multigrado tiene que encargarse muchas veces de la comida para los niños. ¿Tendrían que encargarse, además, de liderar la construcción de un observatorio socioambiental? “Todo lo contrario”, se apresura a contestar González, “debemos ser otros los actores que acompañen y fortalezcan esos espacios”. “No todo tiene que caer sobre la maestra y sobre la escuela como institución. En un buen sistema de educación deberíamos trabajar más interdisciplinariamente. En la Quebrada está el Sistema Nacional de Áreas Protegidas, está el INIA [Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria], el CURE [Centro Universitario Regional Este de la Universidad de la República]; deberíamos aunar esfuerzos”, asegura.

Pero también advirtió, ante la necesidad de hacer acuerdos interinstitucionales, que la academia no puede planificar sin tomar en cuenta las demandas de las comunidades: “Los observatorios intentan buscar cuáles son las demandas de los territorios, ¿y quiénes más que ellos son los que saben? La academia, y de eso me hago cargo, muchas veces no va a los espacios, sino que teorizamos desde acá”.

Sobre los resultados o efectos que pueden tener los observatorios, la educadora ambiental aseguró que eso dependerá de las decisiones de cada comunidad y enfatiza que, más allá de los hallazgos del observatorio, lo importante es el proceso de los protagonistas. “El observatorio busca el empoderamiento de las personas. Hay un aspecto formativo de la persona que va a incidir en cualquier proceso de decisión que tome, que me parece súper interesante y es lo que va a quedar en los niños y las maestras que participaron”. A partir de los resultados, será la comunidad la que resuelva qué mecanismos activar, si golpear determinadas puertas de organismos públicos o difundir lo investigado. “Las personas son más políticamente activas y no tan culposas de lo que les pasa”.

¿Cómo implementarlo?

¿Cómo hacer para aplicar esta propuesta? “Todo tiene que nacer de abajo hacia arriba, porque las cosas que son impuestas tampoco funcionan”, asegura la educadora ambiental, que considera que sería interesante que desde el sistema educativo se pudiera profundizar en la herramienta y dejarla planteada para que cada comunidad “analice si lo puede utilizar o no”.

Es clave, por el rol que cumplen, la formación en educación ambiental de las maestras. El tema no se incluye en la formación de magisterio, pero hay una maestría en Educación Ambiental del Instituto de Perfeccionamiento y Estudios Superiores (IPES) y la Universidad de la República, a la vez que cursos del área de Educación Ambiental del Ministerio de Educación y Cultura. Sobre el Plan Nacional de Educación Ambiental (Planea), aprobado en 2014 tras un proceso en el que participaron organizaciones sociales, gubernamentales y la academia, González considera que es “pionero” en cuanto a la perspectiva que presenta de la educación ambiental, pero que “todavía está planeando: no tiene presupuesto asignado y no ha bajado tanto al magisterio”.

Otros observatorios

En Uruguay hay un Observatorio Ambiental de la Dirección Nacional de Medio Ambiente y algunos gestionados por organizaciones sociales, como el sojero y minero, que son virtuales. El tutor de la tesis de doctorado de Solana González, el brasileño Carlos da Silva Machado, lleva adelante un Observatorio de Conflictos Urbanos y Socioambientales del extremo sur de Brasil y, junto al CURE se está evaluando instalar un observatorio similar sobre la zona este de Uruguay. Este lunes Da Silva dará una conferencia en la sede de Rocha del CURE: “Conflictos urbanos y ambientales como enlace a investigaciones académicas, educación ambiental y acciones ciudadanas”.

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