En los últimos tiempos hemos sido partícipes de un sinfín de hechos preocupantes, como balaceras en las ciudades –y particularmente en escuelas–, homicidios, asesinatos por razones de género, discriminaciones, abusos, entre otros. Por suerte, el ser humano tiene como parte de sus capacidades superlativas la de la consciencia y la de la conciencia. No significan lo mismo. La primera refiere a que el sujeto pueda identificarse a sí mismo y a su realidad circundante; la segunda, en cambio, tiene que ver con la reflexión moral. Pese a estos aspectos característicos del ser pensante y reflexivo, las situaciones mencionadas anteriormente parecieran hacernos dudar de las capacidades de nuestra especie, o mejor aun, podemos tomarlas como una instancia que nos permite definirlas para comenzar la indagación a través de la interpelación profunda, de la búsqueda filosófica de la falta de dichas capacidades.

La interpelación, la pregunta radical y existencial, exige que nos reconozcamos como actores partícipes y constructores de la realidad y, por tanto, de esta violencia inusitada que se ha dado a lo largo y ancho del mundo. Sí, así como se lee, somos responsables directos de lo que está sucediendo. Aun así, creemos que la transformación es posible.

Es común, está a la moda y queda bien colocar en Facebook una foto de perfil con la bandera en marca de agua de algún país donde sucedió un atentado, de la misma forma que nos movilizamos en reclamo de seguridad o exigimos en Twitter más y mejor represión, además de penas más severas. Sin embargo, nos cuesta pedir justicia cuando un joven es baleado en un barrio marginal, o cuando miles de niñas y niños no tienen dónde dormir y comer, y son testigos de situaciones que no solamente vulneran sus derechos, sino que producen y construyen una subjetividad particular. A lo anterior se agrega, al decir de muchos, el grave problema de “la pérdida de valores”, que, como afirma Cullen (2004) en una de sus obras, “tiene para algunos color de aurora, y tiene, para otros, color de ocaso”.

Su relevancia hace que nos demos cuenta de que estamos dentro de una crisis, en el ojo de la tormenta. Frente a esta, tenemos dos opciones: manifestar estar anonadados y tristes por vivir en este mundo; o buscar una explicación sólida a este problema y trascender la mirada superficial de lo que sucede en la sociedad de hoy.

La violencia: el flagelo de la sociedad

No cabe duda alguna de que la responsabilidad intelectual y material de las condiciones violentas corresponde al sistema económico. Con ello no pretendemos caer en la sencillez de decir que “la culpa es del capitalismo”, pero... sí. La responsabilidad es pura y exclusivamente de un sistema económico y político que se encarga de administrar y manejar los recursos y de buscar y producir una subjetividad particular a través de diversos aparatos ideológicos y culturales que permitan la perpetuación de una forma de vivir, de producir, de consumir y, por tanto, de ser (Dufour, 2007): el capitalismo sueña no sólo con ampliar el territorio en el que todo objeto es una mercancía hasta los límites del globo; también procura expandirlo en profundidad a fin de abarcar los asuntos privados, alguna vez a cargo del individuo (subjetividad, sexualidad) y ahora incluidos en la categoría de mercancía.

Ahora bien, ¿cuál es la relación de la violencia con la producción de subjetividad? Žižek (2008) narra cómo una familia fue obligada al exilio cuando el comunismo llegó al poder y cuyos integrantes se preguntaban cuáles eran las razones de ello si no habían hecho nada “malo”; sólo “había disfrutado de la cómoda vida de la alta burguesía, contando con criados y niñeras”. Tratando de acercar el ejemplo a las lógicas de nuestros tiempos, se podría decir: ¿cómo no velar por la protección de los que aclaman más represión y seguridad si son los hacedores de nuestro país? Es ahí donde entra el dilema explicativo, que implica un posicionamiento ideológico.

La problemática radica en que las masas se han convencido del principio de “responsabilidad individual” transmitido por el capitalismo. Gracias a este, las sociedades creen que cualquier sujeto puede acceder a mejores condiciones de vida si se lo propone, dejando de lado cualquier condicionante social. Es común escuchar a actores políticos de nuestro país decir que “es necesario tener igualdad de oportunidades”. Cabría preguntarse si únicamente asegurando la igualdad de oportunidades alcanza para que la población que se encuentra sumergida en la pobreza pueda salir de esa situación. La historia ha demostrado enfáticamente que esto no es así. Paradójicamente, nuestro país es un pionero en el discurso sobre la igualdad de oportunidades en lo que refiere a la educación pública y gratuita, sin que ello haya logrado éxito en la disminución de la exclusión.

La violencia se manifiesta en dos categorías de análisis (Žižek, 2008) que se complementan y para nada se contraponen. Una tiene que ver con el carácter más subjetivo del término, es decir, es la violencia más palpable y que se ve a simple vista: la de las hinchadas de fútbol, la de la Policía en un barrio marginal. La otra tiene que ver con una violencia de “nivel 0” y tiene que ver con la violencia “simbólica, encarnada en el lenguaje”. La violencia “objetiva” tiene un gran peligro y tiene un carácter imperceptible, casi invisible, tanto que hace que los sujetos normalicemos determinadas situaciones. Es corriente escuchar frases como: “El pobre es pobre porque quiere”, “a estos delincuentes hay que matarlos” o “menos mal que murió, un delincuente menos”. En ningún mísero instante nos ponemos a pensar cuál habrá sido la historia de vida de esas personas, o que es hora de transformar las estructuras sociales.

Sin que nos diéramos cuenta, nuestras sociedades han naturalizado una forma de ir contra los derechos más esenciales del ser humano; parece que para la clase política somos únicamente números fríos, sin vida. Las decisiones se toman en base a números y no a realidades.

Es momento de despertar de este viaje de ensueño y de reclamar por equidad y justicia social. Es necesario atender la realidad y la violencia de manera estructural y sistémica. Un niño que tiene vulneradas sus derechos básicos va construyendo en su subjetividad la necesidad de tener para ser, idea impregnada por un sistema económico que cuenta con todas las armas culturales posibles: desde los medios masivos de comunicación hasta la normalización de las condiciones de vida por la sociedad.

Continuamos recibiendo expertos en economía que hablan de la necesidad de incluir rápidamente en el mercado laboral a nuestra sociedad y de transformar los sistemas educativos en pos de la mejora social. Lo único que hemos generado es la reproducción de las condiciones de extrema vulnerabilidad, sin enfrentar el problema de raíz de manera estructural y sistémica.

No es posible que la violencia se erradique si no atacamos el problema desde donde surge, no es posible pretender que no haya marginación y exclusión social cuando el sistema económico y político necesita de estos para poder existir.

¿Es este momento de crisis el instante perfecto para plantearnos una transformación estructural y sistémica de la sociedad? ¿Será que al final de cuentas el hombre es el lobo del hombre?

Frente a esto, ¿qué?

Sin ánimos de proponer recetas, trataremos de plantear una alternativa posicionados desde nuestro rol profesional. No se pretende colocar a la educación como medicamento de todos los problemas, sino de proponer una alternativa desde nuestra posibilidad de accionar. Entendemos que la educación representa una praxis, ya que implica un diálogo constante entre la acción y la reflexión. De ese diálogo surgen las herramientas para poder incidir sobre la realidad y promover un cambio social real. Creemos que sólo así el docente podría ser un sujeto de cambio y transformación.

Al considerar al docente como un profesional intelectual transformativo (Giroux, 1990), este debe ser constitutivamente disidente, solitario, y si perteneciera a algún grupo, ser una especie de conciencia crítica de este. El docente como profesional de la educación es aquel que considera que “existir humanamente es pronunciar el mundo, es transformarlo. Los hombres no se hacen en el silencio, sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión” y es el diálogo su instrumento indispensable (Freire, 1968).

A decir de Freire, “es preciso aceptar la crítica seria, fundada, que recibimos de un lado, como esencial en el avance de la práctica y la reflexión teórica”. Es necesario ser un docente “humilde”, capaz de aceptar la crítica fundada para no incurrir en contradicciones. Siguiendo a este autor, la responsabilidad es otro aspecto que constituye al docente (profesional) ético coherente. Esa responsabilidad es entendida por Freire como la posibilidad de promover un clima de “rigor ético, con necesidades de transformaciones políticas y sociales”. En suma, plantea que la educación para la “liberación responsable frente a la radicalidad del ser humano tiene como imperativo ético el descubrimiento de la verdad ética y política”.

Por lo tanto, desde la teoría crítica de la educación creemos que la “grieta” es una forma de afrontar e intentar transformar. El método de la grieta “es dialéctico, no en el sentido de presentar un nítido flujo de tesis, antítesis, síntesis, sino en el sentido de una dialéctica negativa, de una dialéctica de la inadecuación” (Holloway, 2011). Según Holloway, la grieta representa los espacios de crisis del sistema que nos permiten agrietarlo para poder transformar la realidad y acercarnos a la búsqueda de relaciones de sentido fuera de la lógica capitalista. Reconocer estas lógicas e intentar romperlas implica la búsqueda de una nueva sociedad en la que las injusticias sociales se vuelvan intolerables. Este cambio es el deseo, el motor de nuestra praxis y es posible.

Lo que proponemos es “romper el sistema de tantas maneras como podamos y tratar de expandir y multiplicar las grietas e impulsar su confluencia” (Holloway, 2011). De este modo, como docentes y agentes sociales transformadores es importante reconocer en dónde y de qué manera se manifiestan las lógicas del capitalismo en la educación, cuestionarlas, rechazarlas y proyectar un hacer diferente. No podemos dejar de evocar la praxis marxista: comprender para cambiar al mundo.

Algunas conclusiones

Las lógicas del capitalismo pueden estar ocultas, sobre todo si quienes están en el poder llegan con el fin de cambiar la estructura y no lo hacen, sino que continúan con la reproducción funcional al sistema. Para dejar de reproducir estúpidamente el capitalismo hace falta una postura reflexiva, ética, de vigilancia de los propios actos. Pero esta no puede ser superficial.

Debemos tener en claro que a través de los sistemas simbólicos el poder y la ideología dominantes se encarnan renaciendo constantemente en una lógica de mercado utilitaria, de producción, de rendimiento, donde los oficios y profesiones que motivan y estimulan la productividad son los más ponderados. También son los que mayor retribución económica brindan y tienden a adquirir una concepción economicista de la educación y la sociedad. Desde esta perspectiva se suele afirmar que a más educación más desarrollo, a mejor educación mejores empleos, o que ante un aumento de los bienes educativos se incrementarán ingresos personales y sociales. En suma, se abandona completamente la concepción socializante de la que está cargada la educación.

A la lógica del capital la hacemos los seres humanos y somos los que tenemos la capacidad de cambiar, de desplazar las concepciones de hombre como mercancía y con trabajos que lo terminan alienando y deshumanizando. Ello no implica una toma de poder, sino un intento por cambiar el mundo, por transformarlo. Por ello educar es un acto político. Pensamos en sujetos reflexivos como una necesidad propia de la realidad. La escuela es una de las encargadas de accionar para colaborar en la construcción de dicha reflexión y así pensar en alternativas políticas que promuevan un cambio verdadero en lo sistémico.

Respondiendo a la interrogante del título, el hombre es el lobo del hombre en la medida en que permite la perpetuación de las desigualdades, las más sencillas de detectar y las que de manera solapada, invisibilizadas, transversalizan nuestra sociedad. Proponemos la grieta desde la educación como método posibilitador, superador, atravesado por la ética, la solidaridad y la construcción colectiva de los procesos sociales.

Referencias

Cullen, C (2004). Autonomía moral, participación democrática y cuidado del otro. Paidós, Buenos Aires.

Dufour, DR (2007). El arte de reducir cabezas. Paidós, Buenos Aires.

Freire, P (1993). Pedagogía de la esperanza, un reencuentro con la pedagogía del oprimido. Buenos Aires, Siglo Veintiuno.

Giroux, H (1990). Los profesores como intelectuales transformativos. Barcelona, Paidós.

Holloway, J (2011). Agrietar el capitalismo, el hacer contra el trabajo.

Žižek, S (2010). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires, Paidós.