La bebé, escapada de la mano de la madre, llega tambaleándose hasta la mesita donde sirven la cocoa calentita y extiende su mamadera. Tras el estallido general de risas y la madre que la toma en brazos y se la lleva por la vereda de tierra hasta la casita de bloques, Gabriela piensa que ese precioso instante, generado por su acción, no estaba la descripción de las actividades de su trabajo como directora de escuela. Y no, lo que surge creativamente de la mano humana, que se extiende intangiblemente a otros congéneres, no puede preverse en las bases de ningún llamado. Ese es el misterio de la acción.
En La condición humana, Hannah Arendt presenta las tres dimensiones que abarca la actividad humana: labor, trabajo y acción. La labor es todo lo repetitivo, cíclico, que un ser humano debe hacer todo el tiempo con el fin de reproducir la propia vida: la cocina, la higiene, pero también el orden, aquello que permite que mañana podamos seguir haciendo lo mismo. La labor se agota en sí misma al realizarla, no perdura, está condenada a repetirse para poder volver a repetirse.
El trabajo es la generación de algo que antes no existía, un producto que trasciende a su autor. Trabajo puede ser artesanía y oficio; incluye la fabricación de instrumentos para la labor y llega al nivel del arte. Estas dimensiones pueden así entrelazarse: un artesano, repitiendo su labor, un día como cualquier otro, creó la fuente de cerámica donde mi abuela servía la ensalada, que era parte de su propia labor. Las manos del artesano y de mi abuela en el trajín diario se perdieron en la historia, fueron casi siempre invisibles; pero la fuente sigue ahí, en el armario. Eso es el trabajo.
La acción, por su parte, también es intangible, como la labor, pero hace que cada persona sea única e irrepetible. Es lo que hacemos en interacción, lo que se genera a partir de otros y en otros se manifiesta. Es el enigma del ser humano, que por una acción, siempre inédita, puede cambiar al mundo y redefinir su propia identidad. El gesto de que el artesano no vendiera la fuente sino que se la regalara a mi abuela, ese aspecto inmaterial que sólo queda plasmado en una historia, es lo que hace a una persona diferente de otra. Las historias, entonces, guardan la esencia de lo que somos, mejor que cualquier objeto.
Me pregunto a veces cuál es la esencia de la vocación docente: ¿la labor, el trabajo o la acción? Cada mañana un docente guarda en su inflada mochila los cuadernos que estuvo corrigiendo la noche anterior, se pone la túnica, recibe a los alumnos en el patio, reparte los cuadernos, escribe en el pizarrón, borra el pizarrón, acompaña a los alumnos al comedor, los ordena en filas, los rezonga, les lee un cuento, los despide. No hay nada en esta lista que no sea previsible, esa es la labor docente, invariable día tras día. El trabajo se manifiesta en esos cuadernos corregidos que devuelve, los boletines esperados con ansiedad, la lista diaria que plasma en una libreta, esos niños que vuelven a sus casas con una nueva canción aprendida, con la maravilla de saber que las plantas también respiran o que el azul y el amarillo juntos devienen verde. El trabajo del maestro lo trasciende en otras vidas y al final de su carrera serán tantas, que, en la vejez, por la calle recibirá saludos cariñosos de personas de diferentes oficios y profesiones que ni recordará.
La mayoría de los docentes eligen su profesión por soñar con actividades como esas, de labor y trabajo. Los inspiran imágenes de aula, cuaderno y pizarrón, que siempre se cumplen. Pero la acción, ese prodigio de iniciativa y comunidad, nunca se sabe.
Gabriela es la directora de la escuela 44 de Montevideo, Presbítero José Benito Lamas, en la Unión. Una escuela del llamado “quintil 1”, es decir el contexto sociocultural más vulnerable. Este es el tercer año que Gabriela ejerce ese cargo, y se siente realizada porque hasta ahora se han cumplido sus moderadas expectativas.
Sin embargo, en este momento, cuando su función es más importante que nunca, ella se lanza al vacío cada día, sin camino trazado, sin haberlo aprendido en Magisterio. La primera semana de la cuarentena se presta a escuchar a los familiares que retiran las bandejitas del almuerzo para llevar a los niños. Muchos son vendedores ambulantes, changadores, feriantes que se han quedado sin ingresos. Se le ocurre de pronto gestionar con ellos la entrega de canastas, echando mano del grupo de Whatsapp con las 140 familias, convocándolas para pedir colaboraciones por los comercios del barrio.
Es así que un viernes se encuentra coordinando la entrega de una serie de alimentos a los familiares que hacen fila, algunos con tapabocas, otros no, frente a una mesa con caballetes instalada al costado de la escuela. Kilos de harina, azúcar, fideos, litros de detergentes, cajones con frutas y verduras recolectadas por el emprendimiento Redalco o donadas por Pocho, el puestero, plantines de zapallo y semillas con la guía del programa “Plantar es cultura”, del Ministerio de Educación y Cultura. Un papá anota en un cuaderno a qué familia se le entrega qué. Algunos vecinos se acercan con otros alimentos, buscando el trueque. Gente desde vehículos por la calle Timoteo Aparicio al pasar tocan bocina, saludan, regalan exclamaciones, gestos de entusiasmo y aliento, sonrisas.
Otro día, la busca el vecino herrero que vive frente a la escuela. La planificación de una olla popular puso al hombre en marcha: “¿Dónde, si no, van a cocinar?”, y les regala un quemador que ha diseñado especialmente, un tanque con patas y varillas de sostén. Al guiso de verduras vertido en diversos recipientes de cerámica y plástico, traídos de cada casa, le sigue el postre que ilumina los rostros: un huevo de pascua que una donación hizo posible.
El fin de semana, casi sin querer, Gabriela se ve involucrada en una merienda en el asentamiento que queda a dos cuadras. La organizan el barrio, las familias, la panadería que donó los bizcochos. Pero ella es la cara que todos conocen, la que le da la identidad escolar al evento. La escuela aportó la leche en polvo, que en lugar de usarse en el comedor, hoy se vuelca en la gran cacerola con cocoa que la abuela a cargo reparte entre los niños que se acercan con jarros y botellitas. Ese día llueve, y los paraguas dan la ilusión de un techito íntimo a la intemperie. Es en ese momento que se acerca la bebé con el chupete y la mema, y, aunque sólo sea por esa imagen, todo esto habrá valido la pena.
La descripción laboral de Gabriela, cuando concursó para el cargo, no incluía ninguna de estas tareas. Tampoco el papá que lleva la contabilidad, ni la abuela que sirve la leche a una fila de vecinos, ni los tantos rostros anónimos que aportaron a estas obras previeron alguna vez este tipo de labor y de trabajo. Nadie lo previó. Es así como la contingencia, la emergencia, el dolor, dan lugar a la acción. Y esa acción, a veces mínima, pero siempre irrepetible, va bordando sigilosamente la historia humana.