Había oído decir que quienes trabajan en contacto con personas privadas de libertad transcurren sus días inmersos en una realidad ambigua: no solo pasan físicamente el 30% de su vida cotidiana dentro de una cárcel, sino que de una manera u otra el intercambio con las personas que allí cumplen condena se traduce a una manera de ver el mundo. Eso hace, tal vez, a la violencia que la propia institución muchas veces ejerce sobre los reclusos; como si se tratara de una autoafirmación, un recordatorio de que quienes allí trabajan, si bien se encuentran ahí, no pertenecen ahí; no son quienes sufren la condena, sino quienes la hacen sufrir.

Muy diferente es la mirada de la figura del operador penitenciario, instaurada hace más o menos una década, casi simultáneamente con la institución educativa donde se forma: el Centro de Formación Penitenciaria. Es una figura civil, que, lejos de reprimir o vigilar, tiene el rol de acompañar los procesos con miras a que su pasaje por el contexto de encierro no tenga ese predominante rasgo punitivo, sino que se presente como una oportunidad para reencauzarse constructivamente. En ese caso, es probable que la ambigüedad sea mayor; la relación con las personas privadas de libertad es casi la misma que la que alguien tiene con colegas. Se encuentran cada día en el lugar de trabajo, y cuando termina la jornada se despiden hasta mañana. No obstante, mientras en la oficina conversamos sobre las vicisitudes de la vida cotidiana (“Tengo a mi vieja internada, y ahora me voy al hospital a relevar a mi hermano”, o “estoy esperando el finde para podar la parra”), la conversación con los “colegas” que no se van a ninguna parte debe dejar un amargo sabor a impotencia. Ellos no pueden relevar a ningún hermano ni soñar con su tiempo libre, porque la disposición de su tiempo y sus cuerpos no está en sus propias manos.

Así, justamente, comenzó la historia de Nicola Pompilio en su puesto actual como Gestor de Educación Universitaria en la Unidad N°4, ex Comcar. Él empezó como operador penitenciario en 2016. En 2017 supo de los datos arrojados por un relevamiento del analfabetismo de personas privadas de libertad y sintió tal indignación que decidió inscribirse a la Licenciatura en Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación para aportar desde un ángulo que le diera más herramientas. Del transcurso de su Licenciatura, comenzada en 2018 y donde he sido su docente, es que nos conocemos. Hace unas semanas me lo crucé en un corredor y tuvimos la conversación donde me contó todo esto.

En diciembre de 2020 se concretó el convenio entre el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) y la Universidad de la República (Udelar), con el fin de favorecer y facilitar el arribo y transcurso de las personas privadas de libertad por ese nivel educativo. Ya había habido varios estudiantes de carreras terciarias cursando en contextos de encierro, pero sus recorridos eran difíciles y obstaculizados por silencios legales que dejaban el trayecto en manos de la buena voluntad de quien tocara. Este convenio cambió varias realidades. Y en abril de 2021, promovido por la coordinación del ex Comcar, se creó la figura del gestor de educación terciaria, que Nicola ocupó por primera vez en el país.

Ni arriba ni abajo

“Te van a pasar por arriba”, fue el tipo de comentarios que recibió de allegados y compañeros acerca de los estudiantes de grado, cuando fue nombrado en el rol. Pero no parece haber sido así. No te pueden pasar “por arriba” cuando no existe ni el arriba ni el abajo. Su rol es ser el nexo entre el estudiante, el INR a través de sus autoridades en la Unidad N°4 y la Udelar. Nadie quiere pasarle por arriba, porque todos quienes están allí lo necesitan, lo reconocen y se sienten a su vez reconocidos. Cuando languidecen los ánimos y las conversaciones se vuelven agrias (“es que estamos en una cárcel, ¿no?”, le dijo una vez un estudiante, deprimido), él les recuerda su misión (“no, estamos en Facultad”). Y esa realidad, que parece transformarse con la varita mágica del lenguaje, se disuelve, se aliviana y vuelve a fluir.

Esto fundamenta la importancia de que estos estudiantes pasen todo el día en la “Comunidad Educativa”, la edificación destinada a actividades de enseñanza primaria, secundaria y terciaria en el Comcar. Es una especie de galpón muy grande, de dos pisos, con una suerte de patio central al que dan unos cuantos salones. El piso más alto, que da al de abajo por una balconada que lo rodea y contiene, alberga un ala completa de cuatro salones para los estudios terciarios. Pasar el día en la Comunidad Educativa contribuye a la construcción de ese mundo nuevo, con relaciones y pensamientos mucho más complejos y a la vez más sanos que en un entorno de encierro propiamente dicho. Durante ese día los estudiantes se mueven libremente de clase en clase, se detienen en pasillos a conversar con compañeros o se sientan a lo largo de mesas con libros y apuntes, mientras otros se enfrascan en computadoras, la vista fija en las pantallas como si el mundo exterior hubiera desaparecido.

Ahora mismo, me cuenta Nicola, 31 internos hacen sus carreras terciarias, y se espera que sean 60 en 2023. Economía, Ciencias Sociales, Psicología y Derecho son las orientaciones que prefiere esta población. Probablemente sea porque son las que dependen más de los libros, y porque también dan posibilidades de seguir las clases virtualmente. De Humanidades, por ejemplo, no hay estudiantes, y entiendo que debe de ser por la inercia de esa política tajante de desvincular a quien no tiene la chance de llegar físicamente. Me da un poco de vergüenza, pero no le digo nada.

El ala terciaria “se maneja sola”, me dice Nicola. Para enfatizar esa sensación de estar en otro sitio (“Facultad”), donde se vuelve a tener una relativa autonomía, donde se recuerda que los pensamientos no son enjaulables, Nicola ideó el “autotraslado” y la consecuente figura del gafete. La asistencia a la Comunidad Educativa en el nivel terciario no es obligatoria, pero todos quieren ir. Sólo los días de visita se producen más ausencias, porque los abrazos añorados seducen más que el intelecto. Sin embargo, el pasaje y llegada desde las celdas no siempre fue sencillo: horarios de recogida que no se cumplían, guardias no disponibles, y la seguridad pujando para imponerse ante la educación. Es así que, a excepción de quienes provienen de los sectores de alta seguridad, los estudiantes terciarios ahora llegan a la Comunidad Educativa por sus propios medios. Su buena conducta y el aura de que están abocados a una tarea casi privilegiada como estudiar una carrera inspira un cierto respeto entre quienes custodian su pasada. El gafete fue el toque final: un cartelito portado en mano o prendido al pecho con la información del estudiante y los logos de las instituciones, INR y Udelar, es la tarjeta de presentación de cada estudiante, la evidencia de su autonomía y responsabilidad dentro del establecimiento. Para que no se estropeen, y con escasos recursos, Nicola los creó con ayuda de su hermana, y los plastifica en su casa. Hace exactamente un año que funcionan los gafetes, me dice con una sonrisa, no se han registrado inconvenientes, y la iniciativa ya está queriendo migrar a otras Unidades del Circuito Universitario creado por el convenio INR-Udelar.

Me da mucha curiosidad ver cómo funciona, cómo es estar “en Facultad” como constructo mental, como extraño espacio habilitado por los pases mágicos de la imaginación y los protocolos institucionales, que habilitan a que un sitio originalmente destinado al suplicio tenga un rincón dedicado a la prerrogativa intelectual del estudio. Entonces Nicola me invita a visitarlos, a hacer un taller de filosofía o alguna otra actividad, lo que siempre es bienvenido. Previo a confirmarme, dice que necesita consultarles, tanto a los estudiantes como a Joana González, la dupla de Nicola en educación terciaria, aunque está seguro de que se van a “copar”: están ávidos de mostrar su Centro Universitario, orgullosos de su espacio, y es parte del objetivo 2023, de estudiantes e instituciones, el darse a conocer.

En acción

Finalmente llego, un lunes de diciembre de un calor inaguantable. La Comunidad Educativa del ex Comcar tiene poca visibilidad dentro del establecimiento. Para llegar a ella hay que atravesar áridos senderos que se alejan de las alas principales, las de reclusión. Es como si, en esa metáfora espacial, de hecho todo se apartara de ese sufrimiento que parece ser la finalidad de la cárcel. “La cárcel no está pensada para la educación”, me había dicho Nicola. Claro que no. Tal vez por eso el edificio donde esta actividad sucede parece esconderse, como clandestina, como un lugar del que las posiciones más duras del paradigma punitivo se avergüenzan. Una escuela en una cárcel, ¿para qué? Y una universidad, encima, peor, ¿para quién? ¿Quién va a llegar a ese nivel, si son seres que solo parecen estar en este mundo para ser castigados?

Y, sin embargo, ahí estoy, con ellos, discutiendo sobre la letra de la canción Breve descripción de mi persona, del Cuarteto de Nos. Son unos diez o doce hombres de todas las edades, además de Joana, el otro pilar sobre el que se apoya el Centro Universitario. Discuten preguntas filosóficas que ellos mismos han generado a partir de la canción. Les interesa sobre todo un tema que, aunque no explícito, coquetea con la posibilidad del cambio. “Si naciste incendiario no te mueras bombero”, dice la voz de Roberto Musso, “el gran filósofo uruguayo”, como lo llama uno de ellos. Y allí están, hablando de dilemas morales, de principios que es necesario sacrificar ante otros. Les cuento de Antígona, la heroína de la tragedia de Sófocles, que tuvo que elegir entre enterrar a su hermano según la ley de los dioses o dejarlo pudrirse al sol por traidor, de acuerdo a la ley del rey. Alguien ya conoce el mito y propone más complejidades… hay otros personajes en esa historia, que yo no he mencionado, y ellos conocen.

Hay un chiquilín que hace poquito debe haber alcanzado la mayoría de edad. Le interesa discutir qué es la felicidad. Los demás, con la autoridad que dan los años, le dicen que esa pregunta no está entre las acordadas por todos. Se ríen, es despistado. Yo pienso que tendrá la edad de mi hijo menor, que también está en Facultad. Ambos están “en Facultad”, pero mi hijo va en bici, estudia en su cuarto, se reúne con compañeros en diversos sitios de Montevideo. Este muchacho también está “en Facultad”, en ese paréntesis que se abre durante ocho horas de su día, donde puede convertirse en un hombrecito que sueña, interesado por lo que es la felicidad. Queda fascinado con las barajas pintadas, que siempre llevo para cerrar este tipo de talleres. Pregunta si a la vuelta de la carta que ha elegido está vaticinado el futuro. Se desilusiona, porque del revés encuentra un aburrido diseño estándar. No está el futuro allí, no está la definición de felicidad. Pero, quién sabe, si permanece en esa peculiar Facultad el tiempo suficiente, tendrá la posibilidad de construir ambas cosas, felicidad y futuro, en relación con compañeros, en relación con docentes, encontrándolos en libros y reflexiones que nunca antes había tenido.

Otro estudiante muestra su baraja: es una escena de Oriente; una figura con turbante toca música de flauta mientras una serpiente va surgiendo de un canasto. “Elegí esta carta porque… yo leí que las serpientes suben porque están fascinadas, y se relajan, se distienden. A mí me pasó así; hablando de estas cosas me olvidé de todo lo demás, me concentré”. El hombre estaba en paz.

En un mundo que a algunos acorrala en la violencia, sin muchas más opciones que el delito, el tiempo de la privación de libertad puede considerarse la oportunidad de un pasaje donde darse por una vez ese lujo inherentemente humano: leer, imaginar, indagar, preguntarse, conversar. Es eso, más allá del título futuro, lo que les da esta pequeña Facultad escondida, disfrazada de prisión: un refugio para la reflexión que puede abrir alternativas de vida en la mente de estas personas.

Este viernes 16 de diciembre, por iniciativa de los mismos estudiantes, hay un evento de cierre del año. Nicola me envía por Whatsapp la invitación, que lee: “Te invitamos a compartir el Cierre del año 2022 de Educación Terciaria del Complejo de Unidades Nro. 4. Habrá música, muestra de los momentos importantes del año y, sobre todo, darnos un espacio de distensión e integración entre todas las personas que hacemos posible la consolidación del Centro Universitario en Unidad 4”. Serán las fechas que me ponen sensible, pero hoy siento que, entre todas las tareas que cumple la Udelar en el país, esta califica como una de las que le dan claro sentido.