En los últimos tiempos, la enseñanza parece haber caído en desgracia. Las declaraciones del expresidente del Consejo Directivo Central (Codicen) de la Administración Nacional de Educación Pública Robert Silva para referirse al inicio de cursos lectivos en 2023 en el marco de la “transformación educativa” son más que elocuentes. Según el exjerarca, el de este año no fue un inicio de cursos más, sino que comenzó “una nueva forma de aprender”. Pocas veces hemos escuchado un discurso autocelebratorio tan rimbombante, que expresa más una declaración de deseo que la constatación de una realidad. Pero lo más grave es que termina por clausurar la posibilidad de pensar el segundo término de la relación aprendizaje y enseñanza, que habría estado históricamente ligado a este por una suerte de guion del que no se diferenció durante mucho tiempo.
El entonces presidente del Codicen señaló que con el inicio de la transformación curricular habrá “un antes y un después en la educación del país”. Estos cambios, supuestamente centrados en el estudiante, tienen como objetivo abordar “una educación que los desafíe, que los motive, que los invite a ir a más”.
Aunque en el discurso se menciona a los docentes como destinatarios de su mensaje, estos aparecen en la condición de receptores de la buena nueva, colocados en un mismo plano que “funcionarios, estudiantes y familias”, es decir, como parte de la comunidad educativa. No aparecen en ningún otro momento referenciados en su discurso, como si se los omitiera expresamente. La nueva era que se inaugura parece haberse desarrollado sin que estos nada tengan que ver con esa situación. Por una suerte de cadena asociativa, la “transformación educativa” se identifica con la “transformación curricular”, ubicando al nuevo currículum como portador de las virtudes que permitiría generar las nuevas formas de aprender. Pocas veces se ha expresado de una manera tan clara una suerte de fetichismo que otorga a los planes de estudios el poder de generar cambios en la relación educativa, aun a prueba de educadores. Se podría cambiar la forma de aprender sin cambiar la manera de enseñar o, mejor dicho, la manera de enseñar dejaría de ser importante; a partir de ahora, que el centro pasa a ser el estudiante, no importa tanto lo que el profesor pueda hacer, sino que el contacto directo entre los nuevos programas y los estudiantes haría el trabajo por sí solo.
Es posible que esté forzando la interpretación del discurso de Silva, pero intento mostrar que se puede hablar de transformación curricular sin hablar de los docentes y la enseñanza. El aprendizaje parece haberse devorado al otro término de la relación. No habría margen para otra cosa más que el estudiante. Si antes los estudiantes eran el problema, ahora el problema son los docentes. Y como no se puede contar con ellos para la transformación educativa, peor para ellos, se va a realizar a pesar de su oposición. Como si la posición política de enunciación pudiera traducirse en una posición pedagógica de exclusión. Pero lo que la exclusión pone en evidencia es un viejo sueño de la pedagogía: la existencia de programas a prueba de profesores, a prueba de la enseñanza. En nombre de los jóvenes suprimimos el término de la relación que es el único que puede realizar el gozne entre los que están y los que llegan. Pocas veces el discurso educativo quedó tan pegado a un videojuego como ahora. La enseñanza no es nada, el aprendizaje es todo: abandonemos el tedio de la clase tradicional, sumémonos a la celebración de los programas a prueba de profesores que ofrecen mayor conexión con los estudiantes que los programas tradicionales.
Un poco de historia
Si bien es difícil establecer una fecha en la que inició esta tendencia, podemos señalar un momento clave con la publicación del libro del Banco fijo y la mesa colectiva, de Julio Castro. Por supuesto que las ideas de la escuela nueva venían desde antes y esto lo menciona el propio Castro en su libro, escrito en 1941. En ese momento, las ideas del escolanovismo ya habían ganado las formas de pensar de los maestros, aunque no de los profesores, que recién comenzaban a acusar recibo de estas. Con mucha agudeza, Castro es capaz de utilizar el mobiliario para mostrar cómo el banco vareliano -diseñado por Jacobo Varela- era un signo representativo de una manera de entender cómo se relacionaban la enseñanza y el aprendizaje en el aula. El autor tiene páginas magistrales que describen la conexión entre las ideas pedagógicas y las formas en que estas se traducían en el espacio, los tiempos, las posturas y las prácticas.
Pero también Castro señala que, aunque las ideas de renovación habían ganado a los maestros, sus prácticas todavía respondían a ese estadio anterior que simbolizaba el banco fijo, donde el estudiante, en una posición pasiva, debía incorporar aquello que era presentado por el maestro o el profesor sin más. La relación entre el maestro y el alumno era una relación unidireccional y controlada que no debía desviarse de lo que el educador programaba. Si bien esta forma de presentar las cosas es una exageración, resulta claro que en la representación de la escena ideal, el silencio, la obediencia y la quietud parecerían transformarse en las virtudes del buen alumno. El maestro entregaba algo valioso en el acto, a cambio de la actitud de aceptación, sin que mediara ninguna resistencia de parte de quien lo recibía.
Pocas veces el discurso educativo quedó tan pegado a un videojuego como ahora. La enseñanza no es nada, el aprendizaje es todo: abandonemos el tedio de la clase tradicional, sumémonos a la celebración de los programas a prueba de profesores que ofrecen mayor conexión con los estudiantes que los programas tradicionales.
La autoridad que proporcionaba la experiencia se devaluó durante el pasaje al siglo XX y fue necesario encontrar otro fundamento para sostenerla. En ese contexto surgen las pedagogías nuevas. La erosión de la autoridad, aquella que se definía como la responsabilidad por presentar el mundo ante los nuevos, debilitó el vínculo intergeneracional, dificultando los procesos de transmisión de la cultura. Eso obligó a pensar nuevas formas para construir la autoridad. Si la experiencia no proporcionaba los fundamentos para asumir un lugar de enunciación que legitimara el trabajo pedagógico, ¿cuál podría ser la alternativa? Ahí se ve el papel que la didáctica vendría a ocupar con renovada fuerza durante todo el siglo XX y comienzos del siglo XXI.
Si bien la didáctica tuvo un origen previo, antes se apoyaba en una estructura de relación que no estaba puesta en discusión. Cuando el vínculo intergeneracional fue puesto en cuestión el trabajo docente tambaleó y la forma de legitimación de la autoridad adulta pretendió construirse sobre ese vacío. Probablemente la respuesta a esta inconsistencia entre prácticas e ideas que señalara Castro tenía que ver no con el conservadurismo de los docentes uruguayos, sino con ese carácter conservador de la educación que tiene la función de conservar un legado para ponerlo a disposición de los nuevos; y que ninguna tecnología educativa podría sustituir esa dimensión humana del acto educativo.
Estas ideas ganaron a los docentes de educación secundaria mucho tiempo después que a los maestros y podría decirse que ingresaron en la Universidad de la República (Udelar) recién al comienzo del siglo XXI. En el caso de la formación docente, por su contacto con los niveles de enseñanza respectivos, las ideas escolanovistas ingresaron mucho antes en el radar de sus pantallas. La formación de educadores siempre estuvo tensionada por estas ideas y definió la especificidad de un tipo de formación que ponía el acento en el niño o el adolescente, y terminó de darle una identidad específica que reformuló esa tradición decimonónica que se puede denominar normalismo.
Distintas lógicas
Las prácticas de enseñanza universitaria obedecían a otra lógica que durante mucho tiempo no se cuestionaron: la certificación de la competencia para el desempeño profesional fue el eje desde el cual siempre se tensó la relación educativa y el examen se convirtió desde temprano en su signo más claro. Si la pedagogía escolar tuvo en el banco fijo su forma más representativa, la pedagogía universitaria tuvo en el examen la síntesis de lo que a esta la estructuró. En este sentido, la crisis que impactó a la educación primaria y media no logró hacer carne hasta mucho más tarde, cuando la expansión de la educación de la matrícula universitaria la volvió un fenómeno que comenzó a despegar la formación profesional de la formación de los universitarios. Ya no se trata sólo de acreditar para desempeñar una profesión, sino que es parte de la formación de la juventud. Cuanto más se acerca a esta última, más pone en cuestión los fundamentos que le dieron legitimidad.
Pero esta galvanización entre enseñanza universitaria y formación de los jóvenes generó que la preocupación por las formas de enseñanza fuera más tardía en la Udelar, más allá de que fue la primera de sus funciones en desarrollarse.
Quizás esta preeminencia de la enseñanza en la Udelar habría tenido un momento de cuestionamiento con la creación de la Facultad de Humanidades y Ciencias (FHC). Según los relatos construidos desde ese entonces, la FCH habría cuestionado el rol de la formación profesionalista que ofrecía la Udelar para dar lugar a otro tipo: la formación desinteresada o, mejor dicho, la investigación desinteresada.
El primer proyecto de creación de la facultad presentado al Parlamento en 1943 es del rector José Pedro Varela. En su artículo 2 define el sentido de la creación del nuevo organismo de cultura: “El Instituto de Humanidades tendrá como finalidad esencial la enseñanza superior de investigación de filosofía, letras e historia”. Como puede verse, la actividad que caracteriza al nuevo instituto es la enseñanza superior en investigación, es decir, un tipo de enseñanza específica que tiene como objeto la investigación pero que es definida como enseñanza.
El segundo proyecto, presentado por Daniel Castellanos, pretendía introducir algunas correcciones y planteaba: “El Instituto de Humanidades abarcará por ahora los estudios superiores de investigación en filosofía, letras e historia, debiendo extender su finalidad docente -en la medida que sea posible- también a los estudios superiores de investigación en ciencias, no bien las circunstancias lo permitan”. En ambas definiciones tanto la “enseñanza superior” como los “estudios superiores” pretenden definir la naturaleza específica de este nuevo instituto, pero no pueden separarse mucho de la idea de enseñanza, aunque se defina una forma particular de esta última.
La redacción final corresponde a Gustavo Gallinal y dice: “La FHC tendrá como finalidad esencial la enseñanza superior e investigación en filosofía, letras, historia y ciencias”. La dificultad para encontrar un término que la defina decanta en el reconocimiento de la existencia de dos actividades diferentes como parte de su función: la enseñanza superior y la investigación. Lo notable es que el reconocimiento de esta diferencia enfatiza la importancia de la primera que no se identifica con la segunda, la investigación, y que tendría su especificidad.
Por tanto, podríamos decir que si la creación de la FHC representó un momento en el que se institucionaliza la investigación como práctica específica, esta nunca se concibió como independiente de la enseñanza, sino en estrecha relación con ella. Esto significa que, en la larga duración, la investigación no ha estado presente en la función formadora que la Udelar ha atravesado y que su identidad está más ligada a la enseñanza que a la función de investigación.
Volviendo al comienzo, si intentáramos dar sentido al enunciado “la enseñanza en la educación terciaria y universitaria”, parecería que hoy nos enfrentamos a una triple imposibilidad que bloquea la posibilidad de reconocer ese lugar para la enseñanza. Por un lado, porque la educación terciaria vinculada a la enseñanza, es decir, la formación de educadores, no está encontrando un puerto que permita avanzar hacia una ruta que la vuelva de carácter universitario. Paradójicamente, el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) ha desarrollado una estrategia que toma lo peor de la historia universitaria: el examen como recurso para garantizar la calidad universitaria, como si esto fuera posible en un escenario donde los educadores se forman en instituciones públicas y son de carácter terciario. Acreditar carreras universitarias en instituciones terciarias parece en el mejor de los casos un mal chiste.
En el caso uruguayo, esta conversión de la formación de educadores en universitaria tiene un segundo problema y es que la enseñanza no es una actividad en la que la Udelar reconozca su identidad. Por una suerte de reparto en la división del trabajo, pero sobre todo de los puestos de trabajo, el Consejo de Formación en Educación (CFE) y la Udelar han definido competencias que los identifican con dos funciones diferentes: el CFE con la enseñanza y la Udelar con la investigación. La desconfianza con la que actores universitarios miran la formación que se ofrece en el CFE tiene que ver con esta visión distorsionada de una institución que se ve a sí misma a partir de una operación que niega lo que fue durante toda su historia: una institución de enseñanza superior. Si la formación terciaria se mira en el espejo de la Udelar, difícilmente pueda encontrar algún rastro con el que pueda identificarse, lo cual favorece soluciones estrambóticas y mal planteadas, como la que actualmente ofrece el MEC.
Por último, si pensamos en esta operación de sustitución en la educación de la enseñanza por el aprendizaje, que el expresidente del Codicen lleva a su máxima expresión como si se tratara de una gran novedad, vemos que los caminos para pensar la enseñanza en nuestro país están verdaderamente complicados y que resulta mucho más fácil adherir a formulas vacías o clichés que a encontrar respuestas razonables para resolver los problemas de la educación pública. La expresión que Silva debería enunciar completa para que fuera coherente con su postura sería: hoy comienza una nueva forma de aprender, una nueva forma de aprender en la que la enseñanza no importa. Esta actitud denota algo que Hanna Arendt denunció hace más de medio siglo: las nuevas generaciones están libradas a sí mismas sin otra orientación que la que les puede ofrecer el entorno inmediato y las fuerzas que se imponen en ese contexto.
Frente a esta situación, ¿qué podemos hacer desde la Udelar? Empezar a reconocer quiénes somos, de dónde venimos y cuál es nuestra tradición: la enseñanza superior. Quizás desde ese lugar podemos aportar a restituir a la enseñanza como el principal desafío que tenemos como país para formar a la nuevas generaciones: reconciliarnos con nuestra condición de educadores y tomar la palabra para que ese lugar comience a ser respetado.
Antonio Romano es el coordinador del Instituto de Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación especializado en historia de la educación.