Adrián Arias es licenciado en Trabajo Social, tiene una diplomatura en Gestión Educativa y hasta el año pasado fue director nacional de la Asociación Uruguaya de Educación Católica (Audec), que nuclea a 150 colegios y 170 proyectos socioeducativos. Durante su gestión, le tocó lidiar con los cambios que trajo aparejada la pandemia de covid-19 para las instituciones educativas y también con la primera etapa de diseño de los cambios curriculares a cargo de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP).
Ya sin la responsabilidad de representar al sector ante estos desafíos, Arias habló con la diaria sobre cómo observa dichos procesos y su impacto en el sistema educativo y las infancias y adolescencias uruguayas. En particular, se muestra crítico con la forma en que está siendo implementada la llamada “transformación curricular”, que ahora vive desde su cargo de director del Colegio Santa María-Maristas. Si bien no duda de que es necesaria una revisión de los planes de la educación obligatoria, entiende que los plazos en que está siendo aplicada conspiran contra el propio proceso. Al respecto, afirma que en educación es necesario que los docentes, es decir, quienes implementan los cambios, tengan cierto grado de convencimiento de las medidas que se toman desde el sistema político, algo para lo que se necesita tiempo.
El año pasado varias instituciones de la educación privada pidieron que los cambios curriculares se aplazaran, ¿a qué se debió?
Recién en abril de 2022 estábamos finalizando la situación más grave de pandemia y nos encontramos con que el gobierno ya estaba impulsando un proceso de transformación educativa, después de un desgaste bastante importante en los educadores para poder sostener una propuesta educativa y volver paulatinamente a la normalidad. A principios del año pasado, todavía había actividades que no se podían desarrollar, fue todo muy apresurado. Además, nos empezamos a enterar a través de la prensa de algunos lineamientos que estaban previstos y costó empezar a encontrarnos concretamente con cuál iba a ser la propuesta. Se prolongaba un período de inestabilidad que se había iniciado en el proceso de la pandemia y se continuaba ahora con otra inestabilidad: qué transformaciones supondría, si esto afectaría las fuentes de trabajo, si se podía realizar en los espacios que hay.
Nos encontramos con un marco curricular nuevo, que planteaba diez competencias nacionales, luego eso se empezó a bajar en cada uno de los ciclos de la Educación Básica Integrada, y recién a fin de año empezaron a aparecer los programas. La transformación planteada en esos términos, que suponían una adecuación de algunas cuestiones prácticas, como los horarios, hasta la carga docente, era compleja de organizar en todo el ciclo. Nosotros también les habíamos planteado por qué no empezar escalonadamente, y ellos finalmente decidieron que desde educación inicial hasta ciclo básico comenzara este año [a excepción de tercero, cuarto, quinto y sexto de escuela].
La primera preocupación fue que los elementos que teníamos para gestionar este proceso fueron muy apresurados, los documentos fueron llegando entre setiembre y diciembre. Recién al finalizar el año lectivo vimos cuáles iban a ser algunos de los contenidos nuevos, se definieron algunas asignaturas que pasaban a ser optativas. Las cosas fueron llegando de una manera poco clara y a través de la prensa. Conversamos directamente con el Codicen [Consejo Directivo Central de la ANEP] sobre que nos preocupaba que las vías para irnos enterando, por lo menos la educación privada, no eran siempre las más formales. Eso se fue mejorando con el tiempo y, en el marco de alguna autonomía de las instituciones educativas que el propio documento planteaba, pedimos la posibilidad de que los centros de educación privada pudiéramos manejarlo con cierta libertad e ir haciéndolo, aunque sea con un año de tiempo. Finalmente, se nos convoca y el propio presidente del Codicen [Robert Silva] nos dice que no, que todos teníamos que iniciar al mismo tiempo.
Fue un proceso que no permitió que se prepararan de la mejor forma, sobre todo en cuanto a lo que suponía de fondo la transformación educativa, que nosotros como escuelas católicas veníamos trabajando desde hacía muchos años: poner al alumno en el centro, no centrarse tanto en los contenidos, que siguen siendo importantes, sino en el desarrollo de determinadas competencias para los aprendizajes.
Veíamos que esta implementación quizás se estaba desarrollando con cierta velocidad que no permitía que los procesos se fueran consolidando. A nivel de inicial y de primaria fue poco lo que cambió, a diferencia de secundaria, donde hasta hubo un cambio de nombre -dejó de ser primero, segundo y tercero de ciclo básico para ser séptimo, octavo y noveno-. También respecto de algunas asignaturas que se reperfilaron y de la posibilidad de que aparecieran optativas. En el medio de este proceso, se inicia el cambio en bachillerato, que en esta ocasión sí se decide hacerlo escalonado. Distinto a lo que fue el año pasado, se anuncian algunos lineamientos generales de la transformación para los tres años, pero se inicia la implementación en el cuarto año -o en el primer año de bachillerato- el año que viene, y así sucesivamente.
¿Cómo ves los cambios propuestos para ese tramo?
Tanto a la primera fase de la transformación como a esta les falta un primer proceso que es necesario en cualquier cambio profundo de lo educativo. Coincidimos en que es necesario revisar, que esta búsqueda de la transformación educativa es algo que se está dando en el mundo, pero presupone un primer diálogo que tendría que haber sido más abierto, con interlocutores de todos los sectores. Tiene que ver con cuáles son los desafíos para la formación de los nuevos ciudadanos, que van a ser quienes lleven adelante los procesos que van a venir en el país. Por ejemplo, cómo se incorpora la mirada de derechos de niños, niñas y adolescentes, cómo se trabajan otras sensibilidades en el marco de las transformaciones del mundo laboral, o en el cuidado del medioambiente. Estos debates previos que tenemos que dar como país se presupusieron y no estuvieron dados.
Todo plan educativo esconde detrás un modelo de persona, por lo que la discusión sobre ello es un gran debate que como colegios católicos nos parecía fundamental. No es un debate filosófico solamente, es muy práctico, porque después las decisiones que vamos tomando responden a esa primera pregunta.
De la formación de bachillerato nos planteamos si tendría que ser preuniversitaria, si [el estudiante] tendría que ya salir con alguna posibilidad laboral. Hay una mirada detrás de esas opciones que da un valor a la persona que se quiere formar. Entiendo que la transformación del bachillerato es necesaria; es un bachillerato que venía arrastrando algunas incongruencias de otras transformaciones anteriores, pero en lo que tenemos hoy sobre la mesa aparecen algunos cambios que todavía no quedan claros. Por ejemplo, cuáles van a ser los programas, o la salida de asignaturas como Literatura, que pasan a ser Comunicación, pero que va a dar el docente de Literatura. ¿Qué va a cambiar sustancialmente con eso? U otras asignaturas que pasan a estar con otro nombre, pero que aparentemente serían lo mismo. Al no estar presentes los programas y al no haberse generado estos otros debates con anterioridad, no queda claro cuáles son en profundidad las transformaciones.
Aparentemente, se van a generar algunas opciones en las que los estudiantes van a ir cursando materias de otras orientaciones, de manera de que haya mayor libertad, que nos parece bueno, pero después en lo práctico es difícil imaginárselo en los centros educativos. Si puedo estar cursando más de una orientación, armándome parte de la orientación, ¿qué pasa si nadie elige esa asignatura? Entiendo que se está en un proceso, que lo que se está lanzando ahora es un marco para empezar a aplicar esta transformación en el primer año de bachillerato y hay lineamientos para los otros dos años. Pero de nuevo, estamos terminando setiembre y todavía no tenemos todo finalizado. Hay asignaturas como Astronomía que todavía no se sabe si van a permanecer obligatorias o si van a ser un taller. Da esa misma sensación, de que se están dando pasos apresurados como para cumplir más con un período de gobierno, que obviamente se vio afectado por la pandemia, pero que en la realidad los centros educativos necesitan otros plazos para poder aplicar las transformaciones.
¿Cómo está funcionando la optatividad en la educación privada y cómo puede llegar a proyectarse al año que viene, cuando van a ser muchas más las propuestas de optativas?
Depende mucho de los centros educativos. Comparto que el modelo de optatividad es positivo, pero supone algunas condiciones que no siempre están garantizadas para que se dé de la mejor manera. Hay centros que lo han implementado con dificultad, hay otros que directamente hicieron todas obligatorias, es decir, ampliaron la cantidad de asignaturas. Después hay otros centros donde los chiquilines ya podían elegir parte de las opciones de formación. De hecho, en la educación privada ha sido muy natural en algunos colegios, porque ya tenían algunas posibilidades de hacer actividades a contraturno, como coro o deportes. Que los grupos se dividieran y que la mitad de un grupo pasara a tener una optativa por un semestre y después otra fue una dificultad este año. No quedaba claro hasta el principio del año si las optativas podían ser semestrales o tenían que ser anuales. Para la organización de los tiempos, las cargas horarias, la movilidad de los grupos, los cupos para notarse, esas cuestiones que se fueron afinando al principio de año tampoco facilitaron que eso se generara de la mejor manera.
¿Qué supuso para el sistema educativo y para las personas que lo sostienen que estos cambios se empezaran a implementar enseguida después de la pandemia?
Desconozco si hay alguna investigación en curso con respecto a los impactos de la pandemia y luego la transformación educativa; sería importante que la hubiera. Sobre todo en secundaria, los docentes tienen multiempleo, se tienen que trasladar, todos los años tienen que armar sus horarios, y allí se pone en juego su ingreso. Todo lo que significó para ellos la adaptación a la pandemia, el tener que dar clases virtuales, después todo lo que fue el sistema más híbrido de clases presenciales, y luego ya embarcarse en lo que suponía esta transformación: cambiar la forma de enseñar, revisar los programas. Creo que sí se les ha ido sumando una tensión a los docentes, especialmente a los de secundaria, y esos procesos no siempre se acompañaron de la mejor manera para acompasar la exigencia que venían teniendo con lo que se les estaba planteando.
Fue una sobreexigencia permanente de adaptación e incertidumbre. En algunas asignaturas más que en otras eso ha generado un clima de desgaste, de cansancio, de crispación, que también habría que haber evaluado. La transformación va a suceder en la medida en que en las aulas ocurran cosas nuevas, que los docentes puedan estar enamorados de su profesión y con las ganas de darles a sus estudiantes las mejores opciones. El cuidado quizás fue un factor que no estuvo previsto y es necesario en cualquier proceso de transformación, que tiene que poder contar con personas comprometidas y a su vez entusiasmadas con esos procesos. En esto del manejo del tiempo, el factor del acompañamiento de la persona, del docente, fue bastante descuidado.
¿Esa incertidumbre y adaptación que supuso la pandemia no se ha ido, entonces?
Muchos docentes se sienten muy sobreexigidos y, asimismo, cuestionados. Permanentemente, se dice que el sistema educativo y los resultados son malos, que no se enseña bien. La sociedad está opinando sobre la tarea del educador, que viene haciendo lo que puede, llevando adelante la tarea en una diversidad amplísima de circunstancias. Hay que hablar de la educación como un crisol de diversidades, donde los contextos inciden muchísimo y las comunidades educativas son muy diversas. Se cuestiona que los chiquilines no aprenden, que no saben interpretar un texto. Bueno, son datos que se producen, pero hay otras cosas que no se miden y a veces se descontextualizan. Es verdad, de repente en algunos contextos los resultados son muy malos, pero también lo son en un montón de otras variables, porque son adolescentes que, por ejemplo, no tienen la alimentación garantizada, cosa que sí sucede en primaria. A veces no hay técnicos que puedan acompañar las necesidades de salud mental o las dificultades de aprendizaje, entonces, las condiciones empiezan a ser distintas. Cargar todos los resultados de los aprendizajes solamente en el factor docente no parece justo y empobrece el análisis. Al descontextualizar las condiciones en las que las adolescencias están asistiendo a los centros educativos y las condiciones que los centros educativos les brindan para que puedan desarrollar sus aprendizajes, perdemos gran parte del debate.
Algunos colegios pueden pensar en la innovación, en la transformación, pero vos sabés que hay determinadas condiciones con las que los estudiantes vienen al liceo que están garantizadas: vienen alimentados, con la salud garantizada, hay adultos que están detrás, que los cuidan, algunas condiciones materiales también están garantizadas. Es distinto cuando son adolescencias que vienen con unas vulnerabilidades enormes.
Sólo 32% de los liceos privados de Montevideo se plegó al cambio de reglamento de evaluación y pasaje de grado el año pasado que fue obligatorio en los públicos. ¿Qué explicación le encontrás a esa baja adhesión?
Esto llegó a notificarse ya cuando las reglas de juego que les habíamos planteado a los estudiantes eran otras. Vos habías planteado que iban a ser evaluados de determinada manera y en un momento se dijo que iban a ser evaluados de otra. La mayoría de las instituciones, en el marco de la libertad que daban de poder adoptar o no esa referencia, tomaron la anterior, porque les parecía primero que era más justo. La evaluación es algo que el docente incorpora desde el principio del año, es parte de la planificación y tiene que ver con cómo voy evaluando lo que voy dando. Entiendo que es necesario replantearnos muchos aspectos de cómo se trabaja en lo educativo, creo que es necesario revisar, y algunos colegios privados -sobre todo los católicos- venimos desde hace muchos años tratando de generar innovación y transformación para que los aprendizajes sean más significativos, para que la participación de los chiquilines sea mucho mayor, pero eso requiere tiempo. Cuando apresuramos las cosas y tomamos decisiones sobre la marcha, suceden estas cosas. Comprendo la buena voluntad de todos los que están llevando adelante este proceso, me parece que quieren lo mejor, pero considero que estas cuestiones a veces no se pueden cambiar de un año para el otro, llevan mucho más tiempo, diálogo y reflexión.
Se habla de que en este proceso ha faltado la voz de los educadores, ¿pero cuál ha sido la voz de los estudiantes? Es otra ausencia. ¿Qué espacio les han dado a los estudiantes para que puedan opinar? No alcanza con que se hagan algunos talleres o algunos focus groups de estudiantes; esto supone un entramado de participación mucho más sólido, porque estamos hablando de la transformación de la educación de un país.
¿Qué lugar creés que están teniendo las infancias y las adolescencias en las políticas públicas?
Seguimos siendo un país donde las infancias y las adolescencias son aquellas sobre las cuales la realidad de pobreza cae con más fuerza. Duplicamos los índices de pobreza en ese sector, ahí hay una primera contradicción importante. Que sigamos sosteniendo que nuestras infancias y adolescencias son aquellas más pobres es un primer dato que nos tendría que escandalizar.
Creo que Uruguay viene desarrollando una serie de políticas muy importantes, nadie puede desconocer lo que ha sido la importancia del plan CAIF o de otros programas que atienden la infancia y la adolescencia, pero igualmente creo que, sobre todo en las adolescencias, hay una gran deuda de poder acompañarlos: planes de alimentación, planes de salud mental, proyectos que realmente generen espacios de recreación, de encuentro. Hay una ausencia en particular de políticas activas para las adolescencias. Uno siente que en la primera infancia hay una inversión importante y que se le ha dado importancia a este eslogan que hemos tenido como país, “primero la primera infancia”, pero en especial la primera fase de la adolescencia es fundamental, y ahí hay una gran ausencia.
Otro aspecto es la participación de los niños, niñas y adolescentes como sujetos activos, no solamente como pasivos, objetos de las políticas públicas, sino también como actores con voz y como codiseñadores de políticas. Como país ahí estamos lejos de poder garantizarles a los niños y adolescentes aquello a lo que la Convención [sobre los Derechos del Niño] nos obliga como Estado.