En sus más de 40 años ligado a la educación, el español Pepe Menéndez trabajó como profesor, director y más recientemente como asesor en procesos de cambio y transformación educativa. Durante muchos años fue director del colegio Joan XXIII en Barcelona y también fue director adjunto de la Red de Colegios Jesuitas en Cataluña. Editado por Siglo Veintiuno, recientemente publicó el libro Educar para la vida, en el que aborda una propuesta integral sobre cómo deberían pensarse e implementarse los sistemas educativos en el siglo XXI.

Esta semana estuvo en Uruguay invitado por el Colegio Seminario y conversó con la diaria acerca de cómo deben enfocarse algunos procesos de cambio en la educación. Según su postura, las orientaciones de muchas políticas dependen de una concepción más general detrás de cada instrumento, que quienes las implementan deben tener clara. Menéndez afirma que en educación “no hay cambio posible sin la participación directa y protagónica de los docentes”, aunque también valora el punto de vista de los estudiantes y sus familias.

¿De qué manera lograr que convivan las normas, que son necesarias en cualquier centro educativo, con cierta flexibilidad necesaria para atender las realidades que se presentan a diario?

En el fondo es un marco mental que tenemos: para qué, cuál es el propósito de la escuela, para qué estamos los docentes y cuál es nuestro encargo. Si mi encargo es centrarme en el aprendizaje de los estudiantes, en su proyecto de vida, en que están creciendo en la escuela de una manera integral, combinando el conocimiento con su propia comprensión de la vida, ahí es cuando mi mirada cambia respecto de cuál es la relación entre las normas, mis objetivos educativos, de aprendizaje, y cómo me manejo en esa complejidad. Es evidente que hay ciertas normas, pero las normas han de estar al servicio de ese proyecto educativo, no las personas y los alumnos al servicio de las normas.

En Uruguay desde hace muchos años se discute sobre la necesidad de lograr una mayor autonomía de los centros educativos. ¿Qué tipo de autonomía sería deseable desde el punto de vista de la política pública?

Parece que me vaya a repetir, el debate de la autonomía tiene también un fuerte componente cultural: el entorno donde se produce. En términos abstractos, en el mundo entero al hablar sobre la autonomía tenemos que ponerla en los territorios, pero no en un sentido muy pequeñito. Uruguay, Argentina y el resto de América Latina, España, Italia o Portugal se parecen a una cierta visión cultural de la escuela. Somos bastante herederos de la tradición francesa y también de lo que en América Latina supuso la implantación de la educación por órdenes religiosas, por ejemplo, los jesuitas, de donde vengo yo. Nuestra tradición suele ser centralista, solemos creer que tomando decisiones en un despacho, publicando unas normas, todo se produce. Incluso a veces la población en términos sociopolíticos ha obedecido también a ese tipo de democracia muy centralizada.

De acuerdo a la investigación especialmente relevante en los últimos 20 o 30 años en educación, yo creo que la autonomía de centro es cada vez más necesaria. La diversidad, la complejidad, los propios movimientos migratorios han impactado en esas mochilas que llevan los estudiantes cuando los docentes los reciben y hacen imprescindible que el primer planteamiento de un equipo docente sea: “Vamos a ver, tengo estos estudiantes en concreto, los tengo en este punto, quiero llevarlos a este otro, que suponga experiencias relevantes, significativas, estimulantes en la escuela; ¿desde qué punto de partida tengo que hacerlo?”.

Eso no lo puede decretar un ministerio, que puede señalar, por ejemplo, el perfil del egresado que quisiéramos, cuáles son las competencias generales e incluso básicas que quisiéramos que los estudiantes supieran al acabar la enseñanza obligatoria. Tenemos que ser capaces de aterrizar hasta el terreno concreto y ver cómo debemos actuar con ese grupo de estudiantes en un entorno concreto. La mayor parte de la historia de la educación nos dice que en los países donde se ha sabido equilibrar la relación entre autonomía de centro, rendición de cuentas y una gestión que viene de arriba a abajo y de abajo arriba –que está equilibrada–, tiene éxito. Soy un convencido de que la autonomía, que no es hacer lo que me dé la gana, tiene que tener siempre una relación con la rendición de cuentas, con la perspectiva desde un Estado sobre cómo están avanzando los alumnos, las escuelas, los territorios. Soy un ferviente defensor de ella.

En el libro desarrolla que en la actualidad ayudar a los estudiantes a formarse como personas muchas veces es más importante que desarrollar un contenido específico. ¿Qué tipo de enfoque deben tener los acompañamientos a los estudiantes?

Sé que en Uruguay ha habido algunas iniciativas, que creo se llaman “de itinerarios educativos”, que tienen que ver mucho con el desafío de estudiantes que abandonan para ver cómo pueden integrarse en el sistema, precisamente para conseguir vincular los aprendizajes a su proyecto de vida. Ahí está una buena parte de la razón fundamental, que es cuál es nuestro propósito y, entonces, cómo tenemos que acompañar y para qué queremos hacerlo. Por definición, el acompañamiento es ir al lado del otro, no estarle diciendo lo que tiene que hacer. Si no, no hay autonomía del estudiante, no crece en asumir su responsabilidad.

El acompañamiento también tiene que ver con el conocimiento de su entorno familiar, con su propia cultura, de dónde viene, todo aquello que a mí me pueda dar herramientas para poder entender a los estudiantes a fondo y ayudarlos a que adquieran las herramientas que los hagan realmente autónomos para seguir aprendiendo a lo largo de la vida. Por eso muchas veces señalo que conectar con el proyecto de vida de los estudiantes es necesario, porque crea las condiciones de aprendizaje de ese estudiante, que no hace una separación mental entre su vida y lo que pasa en la escuela.

En los últimos años se ha instalado la idea de poner al estudiante y sus aprendizajes en el centro de este proceso, pero también han surgido críticas, por ejemplo, sobre que eso ha hecho descuidar al docente y la enseñanza. ¿Dónde se coloca en esa discusión?

Muchas veces nuestros propósitos tienen que ver con el equilibrio de la balanza, que en estos momentos está muy centrado en lo que hace el docente, en la enseñanza. Yo creo que lo que históricamente se ha descuidado es qué vinculación hay entre la enseñanza y los logros en aprendizaje. Si el siglo XX fue el del derecho a la escolarización, el derecho a la educación, conseguir que todos los niños del mundo tengan una plaza escolar, ahora estamos en un proceso de mayor madurez y decimos: “El siglo XXI es el del derecho al aprendizaje, conseguir que todos aprendan efectivamente. Esa es una frase bonita, pero no es nada fácil”.

A veces lo comparo con el mundo de la salud. Para los sanitarios, lo más importante es el tratamiento de los pacientes, que no tengan dolor o curarlos, si es posible. Eso, desde mi punto de vista, no quita el protagonismo estratégico y central de los médicos y de su conocimiento científico. Puede ser que algunas veces oigamos alguna crítica, como que se ha descuidado a los enseñantes. Eso puede ocurrir si, por ejemplo, tenemos un gobierno que piense que cambiar la educación, en el fondo, es decir: “Haga esto ahora de otra manera, sin aprendizaje, sin proceso de acompañamiento, sin haber cuidado incluso sus circunstancias laborales”. A nadie se le puede pedir que cambie o que evolucione en su rol si no lo ayudamos con herramientas. Si la crítica se hace desde ese punto de vista, yo estoy de acuerdo, pero me parece que en estos momentos hay un desequilibrio de la balanza, puesto que creemos que el proceso de enseñanza-aprendizaje es básicamente lo que yo haga como enseñante, a veces desvinculado de lo que efectivamente se consigue como resultados de aprendizaje.

En Uruguay se está procesando una transformación curricular y sindicatos y colectivos docentes plantean que la participación no fue adecuada. ¿Qué tan importante es la participación docente en los procesos de cambio?

No hay cambio posible sin la participación directa y protagónica de los docentes. Cuando decimos “los docentes”, no estamos hablando estrictamente de los sindicatos, que tienen como misión fundamental defender los derechos laborales de los trabajadores. Eso no los hace necesariamente expertos en el proceso de enseñanza-aprendizaje, los hace unos profesionales más, pero que están muy centrados en los derechos laborales, algo completamente legítimo. Desde mi punto de vista, tenemos que pensar en una participación muy centrada en la profesionalidad, en la experiencia, en el conocimiento experto. Los gobiernos suelen descuidar la participación docente o la suelen entender vinculada a los sindicatos exclusivamente, que tienen un papel muy importante.

Si yo tuviera que hacer un proceso de cambio estaría muy centrado en el conocimiento experto, tenemos que ir mucho más allá: hablar de una participación profesional, de alguna manera no es el momento de entrar en reivindicaciones, sino de ubicarlas en su dimensión. No digo que diseñemos procesos de cambio al margen del realismo que significa la visión de los sindicatos respecto de la realidad, sino que vayamos con unas miradas más amplias. Lo que me preocupa realmente es que los gobiernos tengan liderazgo para el aprendizaje, que cuando se gobierna un ministerio de Educación, con todas las complejidades que tiene, haya un liderazgo claro de hacia dónde queremos ir. Podemos dibujar el perfil del egresado, podemos pensar qué queremos, y ahí hay claramente una estrategia que significa incluso un reparto o aumento de recursos, pero que haya un norte de hacia dónde vamos. Que no haya sólo exigencia a los docentes de que tienen que hacer tal cosa. A veces encuentro declaraciones políticas sólo sobre lo que los docentes deberían hacer; bueno, falta lo que los políticos deberían hacer. Situémonos más en una alianza, en una red que tenga un norte.

Aquí la discusión se ha centrado mucho en el cambio de programas y planes de estudio. ¿Qué otras condiciones son importantes cambiar en la organización de los centros educativos?

Si yo quiero transitar, porque no es un cambio de un día para otro, hacia un aprendizaje en el que las competencias –volvemos a la idea de la balanza– estén más equilibradas respecto de la acumulación misma de conocimiento más enciclopédico, necesito un cambio sistémico: tocar todos los botones, tocar el botón del currículum, tocar el botón de la organización de las disciplinas, el de la propia organización de los grupos estudiantes, de cómo los hago combinar, de cómo aprovecho el aprendizaje entre iguales, de cómo pienso que en algunos momentos es muy importante que haya pocos alumnos y en otro momento necesito alumnos trabajando de manera colaborativa, indagando, explorando. Cuando uno declara que quiere transitar hacia un aprendizaje en el que lo basado en competencias sea más fuerte, es necesario repensar la organización de la escuela.

Tal y como está ahora, sirve más para aquel aprendizaje tradicional, la acumulación enciclopédica de conocimiento y la unidireccionalidad de enseñante-alumnos, eso que denominamos “la visión industrial de la escuela”. Funcionó para eso, pero si quieres cambiar tienes que cambiar muchas cosas. Me refiero a repensar el sentido de lo que ya tienes, no hablo de cambiar muchas cosas que requieren inversiones supergrandes. Es pensar cuál es el rol del docente, cuál es el rol del alumno, cuál es el rol de los espacios, cuál es el sentido del horario escolar. En secundaria, especialmente, tenemos que repensar si las disciplinas tan compartimentadas con una hora después de otra favorecen el aprendizaje de los estudiantes. La pregunta sería esa.

¿Qué dispositivos o estrategias pueden ser importantes para involucrar un poco más a la familia en los procesos educativos de niños y adolescentes?

Las familias son parte de la sociedad que en un momento determinado fue o no a la escuela, pero que tiene una creencia, tiene una idea de lo que es aprender: aprender es lo que yo hice en su momento, o no viví la escuela, pero creo que aprender es esta especie de obediencia al maestro y alumnos callados escuchando a alguien. Estamos delante de un cambio cultural, un cambio de creencias, una evolución de esas creencias, porque cuando hablo de “cambio”, a veces podría parecer que lo anterior no sirve, y no, es una evolución, igual que el mundo evoluciona. Es una evolución de mis creencias, de cómo funciona el proceso de enseñanza-aprendizaje, pues eso necesita horas de debate, de reflexión, de ver cómo trabajan algunas escuelas de manera diferente. El Colegio Seminario está haciendo, en este sentido, un esfuerzo importante de cambio metodológico, comunicando mucho con las familias cuáles son sus logros e incluso a veces haciéndolas partícipes para que vean directamente cómo sus estudiantes aprenden ahora.

Cuando estoy delante de un cambio cultural, tengo que actuar sobre las creencias y sobre la mirada cultural de las familias: mucha comunicación, mucha vivencia de lo que está ocurriendo, y eso nos vuelve a llevar al liderazgo de los políticos o de las escuelas que impulsan un sistema.

Otro tema que aparece en el libro y de manera muy parecida a cómo se transita aquí en Uruguay es el de la inclusión educativa. ¿Qué aspectos hay que tener en cuenta para lograr una efectiva inclusión y que no se dé sólo en los papeles?

Estamos ante una buena noticia, que también nos crea nuevos problemas. La buena noticia es que en estos momentos el pensamiento social es el del derecho a la inclusión. Como además creemos que los alumnos tienen derecho al aprendizaje, también creemos que es un derecho al aprendizaje de todos, lo que es una excelente noticia: cuando hablamos de la educación escolar, que es la educación universal y obligatoria, tenemos que ponerla en parámetros de toda la ciudadanía. Pero esa idea, que es positiva, nos crea nuevos problemas. Es un poco lo mismo que decía antes: trabajar por competencias de repente no es hacer otra cosa, sino modificar muchos elementos del engranaje del sistema, y con la inclusión ocurre lo mismo. La inclusión también es una creencia. No es lo mismo un docente que cree que todos pueden aprender, que un docente que enseña para que los que aprendan avancen y los que no que se dediquen a otra cosa. Ahí hay también marcos culturales, marcos de expectativas de los docentes sobre los estudiantes.

¿Eso se cambia de un momento a otro? No. Eso se cambia haciendo partícipes a los docentes de experiencias y de recursos que los ayuden a poder gestionar esa inclusión. La inclusión es difícil conseguirla si no hay un trabajo en equipo de los docentes, también con las personas más especializadas en el ámbito de la psicología o de la atención a las dificultades de aprendizaje de los estudiantes. No para que trabajen con los estudiantes, sino para que ayuden a los docentes a trabajar con los estudiantes. A veces ha ocurrido una inercia que tenemos en el sistema: cuando tenemos a alguien que vemos que tiene dificultades, lo enviamos a que lo atiendan otros especialistas. Eso no es inclusión.

La inclusión también necesita una creencia social: es más importante que mi hijo aprenda y se forme en esa diversidad y no que sea estrictamente en edad escolar el mejor de algo. Por ejemplo, un conocimiento excelso en matemáticas, cuando va a tener mucho más tiempo para profundizar. Durante la etapa escolar, el aprendizaje que supone trabajar con otros lo deberíamos considerar un valor social. A menudo podemos oír críticas de algunas familias que dicen que están retrasando al niño, como si no estuviera aprendiendo otras cosas, por ejemplo, a convivir. Hay alumnos que en el aprendizaje entre iguales ayudan a otros, y explicando aprenden más y aprenden a entender que el mundo será mejor si todos nos consideramos un poquito más con derecho al aprendizaje, con derecho al ejercicio de nuestras libertades.

En el libro plantea que luego de la pandemia tendimos a valorar mucho la presencialidad, pero a veces también a decir que las herramientas virtuales no sirven, cuando quizás no sirvieron en ese contexto, para algunos aspectos en particular.

Dinamicé muchas sesiones en centros educativos insistiendo en que pudieran explicitar cuáles fueron los aprendizajes de la pandemia y qué es lo que piensan que podría seguir ayudando a los estudiantes para aprender. Aparecieron muchas cosas, en primer lugar y por orden, la tecnología no fue utilizada en su sentido más completo. Fue utilizada como un arma de emergencia, lo que se denominó “la educación de emergencia a distancia”, pero desde luego la tecnología tiene muchísimas más posibilidades. Segunda cosa, algo que pude estudiar a través de un encargo que tuve de la Unión Europea, precisamente aquí en América Latina, fue que los profesores reconocen que habían conocido mejor a las familias y el entorno de los estudiantes precisamente en pandemia, porque esa situación era central. Cuando se acabó la pandemia, desgraciadamente volvimos a la rutina anterior. Creo que no hemos aprovechado mucho los aprendizajes de la pandemia, hubo un trabajo colaborativo de docentes mucho más intenso o, por ejemplo, las administraciones diferentes –educación, salud, servicios sociales– actuaron con mucho cruce de datos. Se acabó la pandemia y se terminó eso.

Una de las cuestiones que los directores de escuela más valoraron durante la pandemia fue cómo estaban conectadas las necesidades sociales, educativas, alimentarias, de salud de los estudiantes. Se dijo que la pandemia nos enseñó muchas cosas. Parece que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, porque hemos olvidado aprendizajes muy interesantes. Me gustaría que no nos pasara con el bienestar, con toda esta emergencia que hay de tensión, de estrés psíquico que se está convirtiendo en autolesiones, en comportamientos más agresivos, violentos. Eso nos sitúa en el desafío que tenemos por delante: el bienestar. Sin bienestar no va a haber aprendizaje.