Sin dudas, el director de Políticas Educativas del Consejo Directivo Central (Codicen), Antonio Romano, logró su objetivo: abrir una discusión acerca de los exámenes. Ahora bien, una vez abierto el debate, los que se sienten invitados a discutir colocarán sobre la mesa sus puntos de vista y posiciones que no se restringirán a la propuesta supuestamente original de discusión. Allí nos zambullimos entonces.
Priorizar transversalmente los derechos humanos en la educación implica garantizar que cada estudiante (estamos pensando en aquellos que ingresan a secundaria) pueda aprender en las mejores condiciones posibles: en un espacio digno, ojalá incluso lindo, con docentes bien pagos que no deban trabajar 40 horas o más para sostener su vida, y que no se vean obligados a asumir tareas que corresponderían a psicólogos, psicopedagogos, médicos o asistentes sociales. Supone contar con edificios y baños adecuados, aire acondicionado, bibliotecas con libros actualizados, buenos laboratorios, gimnasio, infraestructura adecuada como comedores y equipamiento tecnológico. Pero, sobre todo, requiere contar con grupos cuya cantidad de estudiantes permita un trabajo realmente personalizado. Atender a más de 30 adolescentes en 45 minutos, hoy, y especialmente después de la pandemia, es extremadamente difícil, una ilusión.
Quienes opinan desde afuera sobre el tema desconocen lo que hacemos los docentes en el aula, cómo evaluamos y cuánto conocemos a cada estudiante luego de haber compartido con ellos un año entero. Desde sus lugares otorgados por cuota política —sería interesante saber desde cuándo no trabajan con grupos “en territorio”, dentro de un salón de clase— instalan supuestos debates por la prensa sin convocar a interlocutores que puedan dar argumentos diferentes. De esta forma logran correr el foco de atención de los planteos y discusiones de fondo que deberían tratarse con seriedad en los ámbitos formales que corresponden.
En varias instancias de Asamblea Técnico Docente el gremio docente fundamentó no eliminar los exámenes. ¿Por qué? Porque, en una educación inclusiva, cuantas más herramientas de evaluación tengamos, mejor. Si a un solo alumno le puede servir dar un examen, esa herramienta debe existir. Lo mismo ocurre con la repetición. Estas decisiones —que se conversan y se piensan muchísimo— se toman siempre en función de lo que se considera mejor para el estudiante. Los discursos que nos acusan de “castigar” y “proponer métodos medievales” son, por un lado, profundamente injustos y desconocen todas las variantes y ponderaciones que realizamos al evaluar, y, por otro, trasmiten una “foto” sobre la realidad de métodos que ya no existe en el aula. El vértigo con el que cambian los procesos educativos suele ser incomprensible para quienes no están junto con los chiquilines. El examen no es una propuesta congelada, ni un fin en sí mismo, también se ha ido agiornando. Estos cuestionamientos son formas de atacar la profesionalidad docente y aumentar el malestar hacia los colectivos responsabilizándolos, en cierta forma, de los malos resultados de egreso. Y ya sabemos dónde nos lleva ese camino de desprestigio.
Es interesante analizar cómo los docentes hacemos un razonamiento inverso al de las autoridades. Mientras estas pretenden certificar que un adolescente pasa por el sistema y logra egresar, y así obtener mejores porcentajes finales, a los docentes nos preocupa que ese mismo chiquilín pueda avanzar, aprender, organizar conocimientos, vincularlos, adquirir un método de estudio y hasta una rutina, y pueda, si es que está en su horizonte, continuar con estudios terciarios. En esa misma lógica, cada estudiante tiene nombre y apellido, no es un simple número para la estadística de egreso o para mejorar resultados de pruebas estandarizadas. Pretender que ese porcentaje refleja un avance es una gran falacia. Lo que se está haciendo es robarles a los adolescentes su derecho a la educación. ¿Es una concepción propedéutica? Claro que sí. Creemos que los adolescentes merecen un futuro mejor que el de aspirar únicamente a ser tiktokers, youtubers, influencers o narcos (como tristemente han respondido en alguna encuesta).
Defendemos la permanencia de los exámenes como una herramienta pedagógica legítima, inclusiva y necesaria. No por tradición, ni por inercia, ni como forma de castigo, sino porque cada estudiante merece la oportunidad de aprender, acreditar y avanzar de manera auténtica, con la seriedad y el respeto que su educación exige.
Uno de los sustentos de esta propuesta que flexibiliza el régimen de pasaje de grado es que los estudiantes se desvinculan y es imprescindible retenerlos dentro del sistema para que aprendan a convivir. Nos preguntamos, entonces, si la institución educativa de secundaria debería cambiar para convertirse en un lugar cuyo único objetivo sea aprender acerca del desarrollo de habilidades sociales. Plantear este tema de esta forma es introducir una lógica de la enseñanza que tiene sus carriles propios a través de la educación no formal en los clubes de niños y adolescentes. El ámbito de los liceos, de la educación formal, tiene sin dudas un componente de aprender a incorporar pautas de socialización (lo cual está contemplado en los proyectos anuales institucionales y de cada docente), pero tiene como centro la transmisión de saberes específicos de cada disciplina y el acceso a la cultura y a la palabra. Los jóvenes, y sobre todo de los sectores populares, deben poder construir su posibilidad de expresarse, de pensar, de tener palabras para entender políticamente la sociedad en que les toca vivir. Cuando no hay palabras, la única opción que les queda es la violencia.
Estos dos temas, eliminar exámenes y repetición, no son nuevos. Tanto el presidente del Codicen como el director de Políticas Educativas en sus anteriores cargos de gestión ya lo venían planteando. En mayo de 2019 participaron en el seminario “Acompañar las trayectorias educativas: repetición y después”, en el que se discutían los regímenes de pasaje de grado. En ese entonces, Romano era director de Planificación Educativa del Codicen y Caggiani consejero en Primaria. Obviamente, allí no había docentes exponiendo y argumentando desde “el territorio”. Otra forma de desprestigiar a los colectivos es evitar convocarlos.
En síntesis, la “libertad de cátedra” supone también no coartar opciones de evaluación. Defendemos la permanencia de los exámenes como una herramienta pedagógica legítima, inclusiva y necesaria. No por tradición, ni por inercia, ni como forma de castigo, sino porque cada estudiante merece la oportunidad de aprender, acreditar y avanzar de manera auténtica, con la seriedad y el respeto que su educación exige. Cambiar por cambiar no es sinónimo de mejorar. Las políticas educativas deben construirse con quienes trabajamos todos los días en el aula y conocemos de primera mano la realidad cultural y social del país. De otro modo, las decisiones se vuelven vacías y los discursos caen en saco roto.
Gabriela de Boni es profesora de Idioma Español y Literatura, y Héctor Altamirano es profesor de Historia.