El académico argentino Carlos Skliar se ubica en la frontera entre la literatura, la filosofía y la pedagogía. Originalmente formado en fonoaudiología, sus aportes al campo de la educación se han vuelto trascendentes en los últimos años en el Río de la Plata y la región. Actualmente se desempeña como investigador principal del Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina, perteneciente a Flacso y al Consejo Nacional de Investigaciones Técnicas y Científicas de Argentina.

El autor de varios textos y numerosas charlas y conferencias que reflexionan sobre los desafíos de la educación en el congreso actual estará a cargo de la apertura de la Escuela de Verano de Ceibal, prevista para el lunes a las 10.00. Su charla será en la sala Zitarrosa, pero también se transmitirá a través del canal de Desarrollo Profesional Docente de Ceibal. Allí propondrá abordar “la educación como recomienzo” para “no adaptarse a este mundo tal como es”. Para ello, sostiene que se necesita “recomenzar a través de la narración en comunidad”, según explicó Skliar en entrevista con la diaria.

A grandes rasgos, ¿cuál es el diagnóstico que hacés de la sociedad actual, en la que están inmersos los sistemas educativos?

Está muy contradictorio todo, muy ambiguo, muy difícil de detallar. De todas formas, es cierto que lo que predomina es una imagen fuertemente tecnológica, fuertemente individualista, y, en ese sentido, la contradicción entre el mundo que está gobernando y lo que tenemos que hacer en educación está entrando en un cuello de botella. Hay que tomar decisiones a propósito de qué se parece a qué: si el mundo a la escuela o la escuela al mundo, aunque sea una batalla desigual, por supuesto. La pregunta central para mí sigue siendo si la educación simplemente debe entregarse a esta imagen del mundo que me gusta resumir como tecnofeudal. La pregunta es clave, habla de lo que la memoria o la historia nos pueden ofrecer ante este ritmo de la innovación y lo nuevo que está impregnando casi todo. La pregunta sincera sería cuánto la educación tiene que parecerse a este mundo o cuánto el mundo podría encontrar en la educación una fuerza alternativa.

¿Qué puede hacer la escuela y cuáles son sus límites para combatir los aspectos más problemáticos de este mundo?

Ya no puede ser una promesa, no podemos seguir hablando de algunas cuestiones tan trascendentes que hemos prometido y, de alguna manera, se han visto o incumplidas o incumplibles. Me refiero a lo común, a la igualdad, cuando lo que predomina son más bien modelos de éxito y de triunfo tan centrados en el individuo. En el individuo que esconde la trampa de su éxito. Es decir, se erige como modelo, pero al mismo tiempo esconde un poco cómo ha llegado a ello.

El límite está dado porque en estas circunstancias políticas, en general, el retiro del Estado es evidente. Sé que no se puede hablar en general, lo que estamos pasando en Argentina es claro en este sentido, pero si me voy a Brasil, evidentemente estoy en otra circunstancia, porque no hay ningún retiro del Estado. La clave para mí es el discurso y la práctica sobre la educación con relación no al gobierno, sino al Estado: si el bien común sigue siendo una preocupación del Estado o si el Estado se retira y desatiende para que la batalla capitalista se extienda a todos los sectores, incluso a la educación, que ha sido siempre un lugar de defensa de esa comunidad o de ese bien común.

Es una relación de fuerzas muy difícil de sostener: la precariedad educativa frente al brillo de este mundo de las finanzas o de la tecnología. La sustracción de la energía en el mundo versus lo poco que podemos hacer en la educación, hablando de los riesgos que corre el mundo en esta carrera desenfrenada. Pero también es cierto que hay educadoras y educadores que entienden que este mundo es el único que existe y que hay que entregarse a él sin más, una especie de bajada de banderas, de sometimiento o de creer que, efectivamente, no hay otro mundo más que el mundo de lo nuevo, que es el que promete el éxito hacia adelante. Yo tengo, por supuesto, mis reservas, porque en medio de ese camino queda muchísima gente afuera, y muchísimo del mundo se va perdiendo en esa suerte de carrera desenfrenada.

Has hablado de la importancia de que la escuela sirva para poner un poco de pausa y de que no se enfoque sólo en enseñanzas utilitarias, ¿cómo considerás que esas ideas batallan contra los discursos más hegemónicos?

Sigo insistiendo en que la educación es un lugar de cuidado, de preservación de todo, de la historia de la humanidad. No es la preservación sólo de una generación, no es la preservación de un statu quo, es la preservación del mundo, es el cuidado del mundo. La batalla es desigual, eso hay que reconocerlo, porque si no, seguimos creando discursos falaces en el vacío. ¿Qué quiere decir que la educación es un lugar de preservación? Es un lugar distinto y es un tiempo distinto al tiempo y al lugar del mundo hegemónico, digamos.

Siempre he planteado esa discontinuidad o esa interrupción, porque además estamos hablando de que se trata de niñas, niños y jóvenes. No se trata sólo de un mundo adulto que ha captado y ha capturado cierta tendencia hegemónica. Se trata de nuevas generaciones y se trata de que el mundo ya está haciendo todo lo que hace, y si nosotros repetimos todo lo que el mundo hace al interior de la educación, pues ya no hay ninguna multiplicidad ni pluralidad de mundos. Entonces, yo me preocuparía por hacer de la educación un lugar y un tiempo de esa multiplicidad y de esa pluralidad.

Por ejemplo, está la novedad de la educación financiera, pero al mismo tiempo plantea el problema de las apuestas online en internet, a las que muchos jóvenes están inscritos. Entonces, se dice que tenemos que educar financieramente para que los chicos se muevan en este mundo, pero este mundo está lleno de peligros, de trampas, de hipocresía. O, por ejemplo, todo lo de la inteligencia artificial, que me parece muy bien, pero en educación la idea no es simplemente adoptar las formas actuales del mundo, es también ponerlas bajo sospecha, criticarlas, exponer su intención.

Yo incluiría estas cuestiones, pero siempre bajo la forma de cuidado, no bajo la forma de una adaptación sin más al mundo tal como es. Creo que esa distinción es la que vale todavía, que todo lo nuevo entre como cuidado a la educación y no simplemente como contenido adaptativo.

También has hablado de que la escuela sea un lugar en donde se reivindique el tiempo libre de niños, niñas y adolescentes. ¿Qué cosas deberían incorporar los formatos educativos más tradicionales para que no sólo importe el aprendizaje más académico?

Sí, pero al mismo tiempo se pone en tela de juicio ese aprendizaje, porque todo el tiempo se dice que está desactualizado. Hay una trampa interna ahí, esa forma naturalizada del trabajo hoy tiene una gravedad específica que es el aprender. El discurso del aprender está gobernándolo todo. Es curioso, porque al mismo tiempo que se naturaliza un formato, se desnaturaliza la propia idea del aprender, que es aprender con riesgos, aprender de lo imposible, aprender de la impotencia, aprender lo que no se puede, aprender más allá de lo que dice una época que hay que aprender.

Yo discutiría mucho esa naturalización del tiempo y de la forma, porque veo que hay muchas experiencias que trabajan desnaturalizando completamente esa idea. Lo que hoy está juego es la distinción entre preparación y formación. Se ha abandonado una idea formativa más amplia, más general, de relación con el mundo, y se ha impuesto una idea central de lo que prepara, de lo que es útil, de lo que sirve para rápidamente acercarme a lo que este mundo me exige y me demanda. Y cada vez a edades más tempranas, de una manera muy violenta. El nudo de la cuestión está en desnaturalizar ese tiempo en el que se dice que las cosas son así, que las horas son así, que las formas de trabajo son así. Y, por otro lado, hay que poner bajo sospecha esta idea de aprender, que a mí me parece que es un rey un poco ciego. Es tiranía, más que nada, la tiranía del aprender todo el tiempo, porque esa es la clave de lo que las empresas tecnológicas han puesto en el tapete sobre qué es aprender.

Me refiero a los modelos de plataformas de 24 horas, los modelos sin maestros ni maestras, los modelos sin mediación, los modelos de acceso directo, sin preguntas, los modelos acabados, terminados. Frente a eso podríamos crear condiciones para otra idea de aprender que no sea exactamente esa.

Por otro lado, está la idea de no sólo aprender todo el tiempo, de aprender individualmente, del aprender directo del mundo, de la máquina del mundo, sino también la de que ese modelo que se ha instalado en las grandes plataformas sea prácticamente el modelo a transferir en las escuelas, donde los estudiantes decidan los contenidos, donde los estudiantes decidan su propio recorrido, donde lo único que hace un educador sea evaluar. Vamos a llegar a un punto en que sobra uno de los dos, o las plataformas o las escuelas. Vamos a ser una especie de plataforma atrasada, según esta pretensión del mundo de que el único que enseña es el mundo de la máquina.

En Uruguay recientemente se aprobó un nuevo currículo orientado por competencias y que propone centrarse en los aprendizajes de los estudiantes, ¿qué pensás sobre ese tipo de enfoques?

Para mí es exactamente al revés, la pregunta no es cómo centrarnos en los aprendizajes de los estudiantes, sino cómo debatir a propósito de qué mundo queremos enseñar y qué vida está en juego en el momento de proponer un mundo, de poner sobre la mesa un mundo para enseñar. Esto está patas arriba, está claramente al revés. Eso de centrarse en los intereses de los estudiantes hace que perdamos de vista nuestra responsabilidad, que es indeclinable y tiene que ver con que somos una generación anterior, que nos hacemos cargo de qué mundo hemos hecho, de qué mundo se ha hecho y qué mundo queremos hacer. Estos son movimientos espasmódicos, histéricos, de la educación, que nunca consiguen un centro de gravedad. Se pasa de la hegemonía de la enseñanza a la absoluta disposición hacia el aprendizaje de los estudiantes, como si los que dictaran la enseñanza fueran los estudiantes, y no es así.

Lo que tenemos que ver es cómo revisamos nuestra invitación a atender el mundo, a prestarle atención al mundo y, por lo tanto, estudiarlo, aprenderlo, cuidarlo, mejorarlo. Esta me parece la clave. Las tendencias son claras, hay una fuerte tendencia en algunos países a estar encantados con el aprendizaje de los chicos, como si fuera un servicio al cliente, digamos. Nosotros haríamos esa atención al cliente: qué necesitan, qué quieren, cómo es el mundo de ellos. Todo perfecto, pero el mundo de ellos necesita otro mundo que no es el de ellos; si no, realmente la educación entra en un plano servicial, no de servicio, servicial.

En tu trayectoria has planteado que la escuela debe poder hablarles de la misma manera a los diferentes, pero a nivel de políticas públicas hay una tendencia por pensar planes y proyectos focalizados para poblaciones específicas. ¿Ambas cosas son contradictorias?

Esa composición entre lo general y lo particular o entre lo plural y lo singular sigue siendo problemática y no se encuentran formas apropiadas. También la educación ha ido en esa ondulación entre lo general, digamos, sin prestarle ninguna atención al individuo, o entre lo demasiado particular, sin prestarle atención a lo general. Humildemente, creo que tenemos que prestarle atención a lo general, digamos, a lo que ponemos en común. Esto tiene que ver con volver a creer en la enseñanza, en el enseñar; enseñar es lo general, lo que destinamos a todos, y sabemos que tiene efectos singulares en cada uno, que tienen que ser cuidados.

Ahora, para mí el orden no puede ser al revés, no puede ser prestarle atención a lo individual para ver cómo llegamos a lo general. Creo que pedagógicamente es necesario, primero, pensar en qué es lo que contamos, qué es lo que transmitimos, qué es lo que enseñamos y prestar atención a los efectos singulares que esa enseñanza produce.

Y a partir de esos efectos singulares, ajustar permanentemente en la conversación, en la narración, en la enseñanza lo que tendremos que ajustar. Se ha ido bandeando de un lado para el otro y me parece que ninguno de los dos focos es el que ha valido la pena. Desde la hegemonía o la homogeneización anterior al excesivo subjetivismo actual. Yo le prestaría más atención a cómo ponemos algo en común y a partir de ahí revisarlo, estar atentos a los efectos particulares.

También has sido crítico con la noción de inclusión educativa, ¿cómo valorás el desarrollo de esa corriente en los últimos años?

Eso tiene que ver con revisar exactamente lo que tanto se ha despreciado en la educación, que son los formatos, y que previamente hemos comentado. Tiene que ver con revisar tiempos y lugares. Nos habituamos muy rápido a ese tiempo y a ese lugar de la educación que sacralizamos, lo hacemos sagrado. Y la inclusión vino a profanar un poco tanto el tiempo como el lugar: las cosas necesitan más tiempo, las actividades necesitan más tiempo, la atención necesita otra dirección, los lugares no siempre tienen que estar determinados por formas clásicas de organización de una sala de aula. La inclusión vino a profanar lo sagrado de la educación.

Tenemos que preguntarnos cuánto somos capaces de profanar los tiempos y los lugares. A eso yo llamaría “inclusión”, ni más ni menos. Quiero decirte, hasta que no enfrentemos esta discusión sobre cómo profanamos las formas sagradas de organización escolar en cuanto a tiempo y lugar, es decir, los formatos escolares, esto no se resuelve. No se trata de un individuo en particular, se trata de cuánto esas formas de tiempo y lugar han permitido o no que esa multiplicidad que reconocemos en el mundo y en la vida también esté en las instituciones educativas.

¿Qué tan necesaria es la reflexión pedagógica para el uso de tecnología, en un momento en que está en auge la inteligencia artificial generativa?

Sé que es un riesgo o una aventura para mí pensar este tema, porque creo que hay un optimismo tecnológico muy marcado, exacerbado, a propósito de cómo el mundo se ha transformado y al mismo tiempo mejorado. A partir de ahí uno podría decir que no se ha democratizado o no va de la mano de formas más democráticas de diseminar esas tecnologías en todos los países, en todas las regiones, en todos los barrios y para toda la gente. Sigue siendo, salvo la excepción china a la que hemos asistido hace poquito, una propiedad privada que es largada en cuentagotas y que está siendo arrojada a la educación más como un experimento que como una certeza.

Es decir, se está tomando a las instituciones educativas como lugares experimentales para probar la eficacia de algunos procesos tecnológicos ya desde hace mucho tiempo. Pero también aparece la contradicción de si eso no hace del mundo un único mundo y, por lo tanto, si la escuela no debería ser otra cosa que lo que se está haciendo fuera de la escuela.

El riesgo que asumo es el de no poner esto en términos del optimismo exagerado o la crítica despiadada, sino una suerte de debate a propósito de lo que otros han llamado una educación tecnológica integral, que incluya una crítica ideológica, que incluya los peligros sobre el cuidado del planeta, los peligros económicos, que incluya las desigualdades en nuestro debate curricular. Puesto así, no es que uno diga que la tecnología no tiene que entrar en la escuela; lo que no tiene que entrar en la escuela son las tecnologías individuales, las tecnologías que repiten sin más los escenarios de fuera de la escuela. Es decir, no repetir el formato de lo que esas tecnologías ya hacen en el mundo con respecto a la administración ciudadana, el gobierno de los ciudadanos, el gobierno de la comunicación, el gobierno del consumo. Hay que buscar otras formas en que esa tecnología se disemine, se democratice y se conozcan los riesgos de eso que llamamos “tecnofeudalismo”.