1. Lo primero que quiero decir es lo siguiente: nada de lo que pertenece al orden de lo evidente debe ser tomado como bueno de antemano, pues, por ejemplo, si lo evidente coincide con el sentido común de las cosas a discutir, entonces hay buenas razones para sospechar de esas evidencias. El sentido común es, esencialmente, significado anquilosado. Así, que haya largos acuerdos consensuados en el ámbito de la educación no quiere decir que exista en ellos, por tratarse de acuerdos, política, puesto que esta no tiene que ver con la gestión consensual ni consensuada de las cosas. Consenso es contrario a disenso, y nosotros aquí nos colocamos del lado del disenso, del litigio de los sentidos que han podido llegar a coagular en lo evidente o, peor, en su forma más autoritaria y estereotipada, como decíamos: el sentido común, tantas veces invocado para llevar adelante ciertas modificaciones en el sistema educativo, cuyas consecuencias se miden, en no pocas ocasiones, en pequeños desastres difíciles de desandar.
2. En un artículo previo publicado aquí mismo el 3 de abril, hablaba, un poco rápidamente, de una barbarización de los estudiantes como efecto, planificado o no, de la concreción de ciertas “políticas educativas” de los últimos tiempos. Toca precisar un poco a qué me refiero con barbarización de acuerdo con el uso que quiero darle a esta palabra.
Cuando digo barbarización, estoy pensando en un modo particular de despolitización de la enseñanza consistente en golpear a la escritura en todo el sistema educativo, en ir en contra, de muchas formas generales y específicas, del pensamiento que la escritura hace posible, dado que se ha apostado (la educación está siendo, en rigor, apostada al mejor postor del mercado) por la oralidad, por la comunicación. En suma, por una pragmática tan elemental que, bajo el ropaje de ciertas pretensiones académicas de complejidad y profundidad (invocadas tanto desde adentro como desde afuera de la educación), de objetivos educativos aceptados por todos (¿qué todos?), aparece y se impone en realidad como un “con tal que se entienda”, como una batería de requerimientos competenciales mínimos. Esto equivale, sin duda alguna, a una instrumentalización radical de la lengua, puesto que se deja de lado su propia materialidad y el trabajo con su principal efecto: el equívoco. En tal sentido, ocurre que asumimos la lengua como un instrumento de comunicación y esto constituye, desde mi punto de vista, un grave error, puesto que condiciona el modo en que la pensamos, por ejemplo, en el diseño de ciertos planes de estudio o de ciertas materias, como sucede, por ejemplo, con la asignatura Lengua en la carrera de Maestro de Educación Primaria. Por lo tanto, hay que advertirlo: por esta vía se llega (se pretende llegar, podemos conjeturar) a la economización de la política, entendiendo por economización el hecho de que la política sea aplastada por la eficacia pragmática propia del utilitarismo inscripto en el sistema educativo como una forma ideológica de su legibilidad.
Hay, lastimosamente, innumerables formas de verificar lo que acabo de decir en todos los niveles de la educación a través del tiempo. ¿Dónde podemos verlo? ¿En qué cosas y en quiénes? Un lugar en el que resulta posible ver con notable claridad lo señalado es, por ejemplo, en el abierto desprecio por los saberes disciplinares que la “transformación educativa” ha promovido (¿esto es algo sólo de la “transformación educativa”?). En ocasiones, este desprecio estratégico se presenta como un desprecio por la lengua, por los matices, pues deben gobernar –ya lo sabemos desde hace rato– el estereotipo, la doxa de lo que el ámbito familiar y comunitario-territorial, en particular, y del mundo, en general, requieren del sistema educativo en cuanto a lo que debe ser enseñado, cómo y, sobre todo, para qué. Se trata, para una concepción política de la educación en los términos en que me interesa pensar aquí, de una franca disputa por el sentido de la educación, que ha quedado subsumida bajo las preguntas por la utilidad práctica de lo que se aprende (si lo que se aprende hoy ya sirve para mañana, tanto mejor), bajo una sola de las acepciones de sentido: la de una dirección u orientación leída como un para qué utilitario. Entonces, estereotipo y doxa constituyen figuras del aplastamiento social e institucional del pensamiento, del achatamiento de la potencia política del saber como construcción crítica. Además, estereotipo y doxa aplanan el camino para que prosperen los interminables listados de competencias que le vienen marcando el camino a la educación (ya son conocidas las intrincadas grillas de planificación y evaluación que los docentes deben llenar a partir de la “transformación educativa” que, como bien lo mostraba un cartel desplegado en una de las paredes laterales del IAVA, ha sido más bien una destrucción).
¿Dónde más lo vemos? En la conformación de la malla curricular de formación docente del nuevo plan de estudio (2023): en las asignaturas que desaparecieron; en las amalgamas entre varios cursos o varias materias diferentes; en la distribución, el reparto y la modalidad de elección de las horas (todo esto puede ser concebido como un reparto de lo sensible, un reparto de las divisiones de sentido que organizan o articulan la sociedad o que responden a ciertos supuestos consensos, muchos de los cuales debemos desarmar, ya que procuran convertirse en “políticas de Estado” o van en esta línea); en el reglamento de pasaje de grado. También lo vemos en la concepción general sobre la función de los docentes, sobre el tiempo que tienen que estar o pasar en las aulas dando clases y más clases, y el tiempo que gobierna su tarea en sus aspectos burocráticos.
Esta lista, lejos de constituir una casuística para la ocasión, muestra un modus operandi sistémico y sistemático muy claro, siempre en desmedro de la docencia, de los alumnos, del saber, es decir, de la educación o de la enseñanza.
3. La oposición civilización/barbarie como una posible forma de pensar la despolitización de la enseñanza tiene diversas aristas que debemos tener en cuenta, pues se trata de una oposición móvil, cuyo suelo rara vez ofrece un punto de apoyo seguro para hablar sin que los términos se intercambien y nos jueguen pasadas equívocas: allí donde creíamos aprehender el sentido de lo civilizado o de lo bárbaro, aparece su contrario mostrando no sólo las zonas de superposición, sino también el modo en que uno de los términos cuestiona al otro y a la propia oposición que configuran. Entonces, este intercambio o este desplazamiento permiten pensar la complejidad de la oposición, de modo tal que, por ejemplo, veamos en la civilización la expresión de cierto autoritarismo estatal indeseable (hijo histórico, si se quiere, del colonialismo civilizatorio o de cierta clase poderosa que se arroga el derecho a decidir qué es bueno para “los de abajo”, para los pobres, para quienes, por la decisión de los primeros, están en situación de minoría intelectual).
En este contexto, pero en una dirección distinta de la hipótesis sostenida arriba, la barbarie supone, finalmente, un tipo de insurrección o la posibilidad de una insurrección en nombre del rechazo al aplastamiento que cierta forma de la civilización ha ejercido sobre los pueblos. De este modo, ¿no es la posición de los tecnócratas de la educación (“agoristas” o no; políticos de profesión o no), con relación al saber que esgrimen como propio y en nombre del cual hablan, una posición que se dice civilizada y que, por eso mismo, dice tener la forma más o menos apropiada de interpretar las cosas, incluyendo las necesidades de “los de abajo”, de los que no han sido contados o se los ha contado como los más vulnerables, los desfavorecidos, etcétera, que es una forma de seguir concibiéndolos como seres que no hablan, ubicados fuera de la cuenta de los que cuentan?
Cuando digo barbarización, estoy pensando en un modo particular de despolitización de la enseñanza consistente en golpear a la escritura en todo el sistema educativo, en ir en contra, de muchas formas generales y específicas, del pensamiento que la escritura hace posible.
¿Cómo leer, entonces, en este nuevo juego de la clásica oposición civilización/barbarie, La educación del pueblo, de José Pedro Varela, y su relación con las reformas o transformaciones educativas uruguayas a partir de la década de los 90 del siglo XX? ¿Cómo concebir al pueblo y cómo pensar la educación? ¿Cómo entender, aquí, la igualdad? ¿Cómo se produce el conflicto político a partir de la posición bárbara ocupada por quienes no son contados en el conteo fundamental de la sociedad por la operación aritmética de quienes definen la cuenta de las partes y sus ocupantes?
Aquí, pienso, por ejemplo, en la vieja calificación de algunas escuelas como “escuelas de contexto crítico” (esta denominación siempre tuvo un exceso semántico-discursivo rechazable que verifica lo que estoy diciendo sobre el asunto general tratado), esto es, en la forma en que esta categoría funcionaba, en muchos aspectos, como una manera particularmente cínica de producir barbarie (en el sentido señalado al comienzo del artículo) y legitimarla en una correspondencia sociológica que ofrecía el marco o el suelo general de interpretación de ciertos fenómenos educativos. A la postre, ello terminó resultando una característica general de cómo leer todo lo social (quedaron definidos ciertos criterios de legibilidad de los fenómenos sociales, políticos, etcétera). Al mismo tiempo, me viene a la memoria la categoría del mutante propuesta en algunos documentos oficiales de la reforma de Germán Rama (fuertemente asociada al nivel educativo de las madres), otra categoría que reconoce el hecho de que aquella forma de concebir la educación estaba apoyada en la identificación burocrático-administrativa, ya que no en el reconocimiento intersubjetivo, de los bárbaros.
4. Quiero terminar estas reflexiones poniendo sobre la mesa la cuestión de la felicidad del sujeto y de la sociedad como una cuestión esencialmente política que puede llegar a desarticular los diferentes aspectos de los presupuestos filosóficos que sustentan las reformas o transformaciones educativas a las que nos hemos referido, incluso, sin duda, la reforma vareliana, si acaso decidimos recorrer toda la historia discursiva de la felicidad como categoría de la filosofía política y si decidimos, también, ver el papel específico que jugó en La educación del pueblo, un papel ambiguo, equívoco, oscilante.
Si la felicidad a la que el ser humano está irremediablemente arrojado es un asunto político (lo es, sin duda, desde la aparición griega de la política), ¿cómo puede ser posible que la “política educativa” pueda generarla si, en cierta medida, ella surge como efecto del conflicto con la organización estatal de las cosas, con el cuestionamiento de la aritmética y la geometría fundamentales definidas por el gobierno? ¿No es la política, en tal sentido, una forma de impugnar a la “política educativa” y su gestión?, y, por lo tanto, ¿no es la política, así concebida, una noción lisa y llanamente antagónica a la de políticas educativas?
Esta serie de preguntas, que se inscribe en un campo problemático de tensiones entre dos ideas opuestas de política, pretende servir como referencia o balizado (siempre parcial, siempre sesgado) para la comprensión de lo que sucede y ha sucedido en nuestro sistema educativo desde su trancada gestación decimonónica (los caminos a recorrer pueden ser, repito, muchos otros). Las preguntas formuladas aquí, entonces, buscan poner sobre la mesa otra forma de pensar la educación nacional, forma decididamente alejada de las perspectivas tecnocráticas que no han dejado de aparecer y gobernar, definiendo o buscando definir, cuando no determinar, a veces con cierta debilidad, otras veces con fortaleza incremental, lo que puede y debe ser dicho sobre la educación en Uruguay, la manera en que debemos inteligir lo que llamamos problemas de nuestro sistema educativo, siempre en relación dinámica con ese exterior que no deja de demandar mano de obra para el mercado de trabajo y para el país productivo.
Santiago Cardozo González es maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español y doctor en Lingüística, y se desempeña como docente en la Universidad de la República.