Meses atrás, en un discurso en ADM, cuando el hoy candidato del Partido Nacional, Álvaro Delgado, anunció que estaba considerando su candidatura, lo hizo con críticas al principal partido opositor, el Frente Amplio. La elección, según Delgado, era entre dos modelos de país: “El próximo año tenemos que elegir: o seguimos el camino del desarrollo, la transformación hacia adelante, con certezas, o volvemos a un país que se enlentece al ritmo de asambleas, iguala hacia abajo y divide entre buenos y malos y nos llena de incertidumbre”, afirmó.1
Ya más acá en el tiempo, a cuatro días de las elecciones internas, en un desayuno en ADM profundizó: “Apelamos con humildad, pero con mucha convicción, a no solamente representar al Partido Nacional, a los miembros de la coalición, sino también a una mayoría silenciosa que no nos votó en 2019 [...] [Esa que] está cada vez más alejada de los partidos pero nos está viendo, nos está mirando, jamás va a poner una calcomanía y jamás va a ir a un acto, pero nos está mirando y está comparando”.2
Por su parte, el candidato del Partido Colorado, al dar su discurso tras los resultados de las internas, hizo referencia a que el objetivo era “ganarle al Frente Amplio” en octubre y noviembre, junto a los socios de la coalición, algo que ya había manifestado con anterioridad, cuando incluso llegó a afirmar que su principal referente en la política nacional era el presidente nacionalista Luis Lacalle Pou.3
¿Cómo se llega a que los candidatos de los partidos fundacionales de nuestro país, quienes representan a colectividades que construyeron subjetividades políticas que marcaron identidades distintivas durante nuestra historia, generen un discurso electoral común que apela frontalmente a ir más allá de sus partidos? Esta es sin duda una pregunta mucho más compleja que lo que puedo abordar en estas líneas, pero me gustaría dejar algunos puntos para la reflexión.
30 años no es nada
Retrocedamos 30 años en el reloj. Estamos en noviembre de 1994 y aunque en ese entonces el Partido Colorado ganó la elección y llevó a Julio María Sanguinetti a la presidencia por segunda vez, el escenario consolidaba un país con cuatro partidos importantes (Partido Colorado, Partido Nacional, Frente Amplio y Nuevo Espacio), con una distribución prácticamente en tercios del electorado para el PC, el PN y el FA. Esto mostraba, a su vez, un crecimiento sostenido de la izquierda partidaria y consolidaba un cambio que durante décadas había empezado a manifestarse en el electorado.
Esta fue la última elección que se llevó adelante con el sistema electoral anterior. El 8 de diciembre de 1996, se realizó un plebiscito en nuestro país que transformó las reglas electorales e instauró el sistema que tenemos hoy. Para investigadores como Diego Luján, hay un vínculo directo entre el impulso a esta reforma y el escenario que acabo de describir, en el sentido de asociar esta transformación al crecimiento del Frente Amplio4 y al riesgo que se interpretaba que ello implicaba para los partidos fundacionales. Aunque en ese momento había cierto consenso en que era necesario impulsar una reforma, esta en particular fue promovida por el PC y el PN con el apoyo del Nuevo Espacio, pero con la oposición de la mayoría del Frente Amplio.
Dentro de la literatura que estudia la relación entre los sistemas de partidos y los sistemas electorales, es profusa la que analiza los efectos de estos últimos sobre los partidos, y los incentivos que da para la forma en la que estructuran su competencia. También inciden sobre las y los electores, por ejemplo, para orientar sus preferencias en función de la utilidad de su voto.
Es a partir de esta reforma que para la elección presidencial se consolida un sistema de mayoría absoluta con posibilidad de balotaje, elecciones internas para definir las candidaturas únicas de los partidos, y la separación temporal de elecciones nacionales y departamentales, entre otros cambios sustantivos que fueron conformando el escenario en el que desde entonces se mueven los partidos y las/los electores.
En el mundo hemos visto diversos casos en los que la cohesión de subjetividades políticas toma como punto central estar “en contra de” más que “a favor de”. En este sentido, el antagonismo ofrece un elemento aglutinador y movilizador que puede ser capitalizado electoralmente.
Para Gerardo Caetano, la argumentación de los promotores de la reforma podría resumirse de la siguiente forma: en este contexto de triple empate, ningún partido va a obtener mayoría legislativa propia, por lo que el sistema debe facilitar que los partidos, ya en el proceso electoral, se articulen de tal manera de asegurar mayorías legislativas para el presidente, que a su vez vería reforzada su legitimidad mediante el mecanismo del balotaje.5
Pero los efectos de las reformas sobre el sistema de partidos, de las reglas de juego sobre los jugadores, no son automáticos ni mecánicos. El cambio en las reglas de juego no revirtió la tendencia en la transformación del electorado, aunque sí el resultado inmediato: en 1999, el Frente Amplio fue el partido más votado, y habría estado al frente del gobierno en virtud del sistema anterior. Esto no ocurrió en función de la posibilidad del balotaje y de la institucionalización de la cooperación electoral entre los partidos fundacionales, que terminó llevando a Jorge Batlle a la presidencia en segunda vuelta. Pero en la elección siguiente, producto de factores que seguían esta tendencia de crecimiento del electorado, sumado a elementos como el costo de la crisis de 2002 para el gobierno de entonces, en 2004 el Frente Amplio alcanzó la presidencia en primera vuelta, algo sumamente difícil de lograr en un diseño electoral que pone un umbral tan alto en primera vuelta, como es nuestro caso. Pero lo anterior nos muestra que, por más que existan incentivos, no todo puede ser explicado ni atribuido a la ingeniería electoral.
Líderes... ¿partidarios?
Es indudable, sin embargo, que el sistema influyó sobre nuestro sistema de partidos; de hecho, hice referencia a parte de estos efectos en una columna anterior. Desde la ciencia política local se han realizado numerosos trabajos de análisis de los efectos de la reforma. Quiero ahora detenerme en uno de ellos, a la luz de las decisiones que estamos viviendo hoy.
Hasta ahora me he referido a los partidos como actores colectivos, pero ¿qué ocurre con los liderazgos? Es indudable que previo a la reforma existieron liderazgos significativos en los partidos, que moldearon a su vez subjetividades y expresaron disidencias internas, en el marco de conformaciones partidarias policlasistas en las que se configuraban paraguas amplios que abarcaban distintas (y a menudo conflictivas) expresiones. Pero estas figuras existieron siempre en el marco de partidos sólidos.
En un trabajo que Pablo Mieres hizo poco después de la aprobación de la reforma,6 señalaba que a través de la candidatura única, del balotaje y de las elecciones internas, esta daba incentivos para la personalización de la vida partidaria y para la mayor concentración de poder en una persona. A su vez, también generaba efectos sobre la personalización de las adhesiones políticas. Estos mecanismos también daban mayor protagonismo a los candidatos únicos, en particular, a los que pasaban a la segunda vuelta, haciendo que ahora pesaran más los factores personales en una elección.
Al observar parte del desarrollo de la campaña actual, en la que hay un énfasis en perfiles concretos y una disminución de la referencia a la identidad colectiva del partido como un elemento que identifica, parece que ese incentivo al personalismo se hace presente, aunque claramente no es el único factor, en un tiempo marcado por la ruptura de lazos colectivos en nuestras sociedades y por la exaltación de lo individual.
¿Una nueva identidad política?
Quisiera señalar un aspecto más, antes de finalizar esta columna. Es el factor de que, más allá del componente estratégico que pueda tener generar ciertas reglas que habiliten la cooperación electoral, se pueda considerar el elemento subjetivo. Es decir, pensar en que con el correr de los años y a partir de la socialización en este funcionamiento, pueda generarse una identidad asociada a la coalición en sí. Es muy pronto aún para poder valorarlo, pero otro elemento vinculado con esto que sí parece hacerse más patente es la configuración de una identidad en relación con el antagonismo, en este caso, con el Frente Amplio. En el mundo hemos visto diversos casos en los que la cohesión de subjetividades políticas toma como punto central estar “en contra de” más que “a favor de”. En este sentido, el antagonismo ofrece un elemento aglutinador y movilizador que puede ser capitalizado electoralmente. Pero más allá de lo que esto implica en términos estratégicos, dejo planteada la pregunta de los efectos a largo plazo: ¿es posible pensar en la construcción de una identidad política común en términos negativos? Quedará, por el momento, sin respuesta.
Marcela Schenck es politóloga.