Como parte del especial sobre la crisis de 2002 que presentamos desde la diaria consultamos a algunos de nuestros lectores y suscriptores sobre sus recuerdos de ese año. Entre otras voces, analizamos la crisis presentando la visión de especialistas, dirigentes sociales y figuras políticas claves de ese año, pero la historia es de todos quienes la vivieron, por eso apostamos a conocer la crisis de 2002 en primera persona. Recibimos unas 100 respuestas en pocos días y muchas de las vivencias se repetían: historias de despedidas en aeropuertos y de reencuentros años después, de pérdida de trabajo y resiliencia, de pérdida de ahorros y bronca, de lucha sindical para dar la cara y de organización social para encontrar respuestas.
Ser bancario en 2002
Martín era empleado del Banco República (BROU) y cuenta que el día después de que se terminó el feriado bancario su mayor esperanza era “no atender al público” porque al acercarse a la sucursal de Ciudad Vieja, la fila de personas parecía interminable. “Las cosas que escuchaba eran atroces. Gente que tenía un dinero a plazo fijo para pagar un pasaje a Europa a buscar una oportunidad no podía sacarlo, gente que tenía fecha para una operación en el exterior no podía sacarlo. No importaba para qué eran esos ahorros ni que fueran fruto del sacrificio de toda una vida, ¡no los podían sacar!”, comentó.
Uno de los momentos que recuerda fue cuando “una señora que subiéndose la ropa nos mostró una bolsa de colostomía: estaba curada, su plazo fijo lo tenía para pagar la operación para que le reconectaran el intestino y no lo podía sacar. Lo peor es que pasados unos días nos habíamos acostumbrado a escuchar impávidos los planteos de los clientes. Fue horrible; creo que si hoy, a 20 años, me cruzo con alguno de ellos, lo reconocería, espero que no pase nunca. Sin lugar a dudas, fue lo peor que me pasó en el BROU”, asegura y destaca el rol de la Asociación de Bancarios del Uruguay (AEBU).
Cristina era una de las 22 mujeres, entre 800 empleados, que trabajaban en el Banco Comercial. “Ese año y esa crisis me marcaron para siempre. Descubrí que en los malos tiempos aflora lo peor de mucha gente, pero también sale lo más maravilloso del ser humano: la solidaridad. Fue una época de miedo, dolor y tristeza”, resume.
Miriam coincide. En 2002 trabajaba en el Banco Central del Uruguay, fue una de las empleadas que se encargaron de liquidar los bancos Montevideo, Caja Obrera, Comercial y Crédito. Asegura haber vivido “momentos muy difíciles: atender a los clientes que, lamentablemente, habían perdido sus ahorros fue muy triste; fue una época muy difícil”.
El esposo de Ana Graciela tenía 59 años en 2002 y trabajaba en el BROU. Durante cinco años no se tomó su licencia anual para cobrar las licencias juntas antes de jubilarse y poder llegar a comprar una casa. Para disminuir gastos y para poder absorber al personal de otros bancos que cerraban, el BROU jubiló a los funcionarios que cumplían 60 años en 2003. Ana Graciela nos contó que, además, les comunicaron que el banco no podía pagar las licencias acumuladas, lo obligaron a tomarse casi un año de licencia y después jubilarse. “El día que tuvo que abandonar el banco en esas condiciones, luego de 40 años de trabajo, fue muy amargo, lloraba. Nunca el banco había hecho algo así con alguno de sus empleados”, recuerda.
Idas y vueltas
Durante la crisis Claudia empezó a colaborar con su hija, que abrió un pequeño quiosco en una galería. En 2003 su hija decidió cerrar y emigrar con su compañero a Andorra, siguiendo los pasos de su hermano, que en 2002 había perdido el trabajo y emigró a España con su pareja y su hijo de nueve meses. “Yo ya no podía ayudarlos, en tres años perdí ingresos y familia. Resolví mi ingreso, pero mi familia recorre el mundo hasta hoy”, cuenta.
Dalia asegura que a sus 77 años ya vivió “demasiadas crisis”, pero “lo más amargo fue lo que le sucedió al mayor de mis cuatro hijos”. Cuenta que se recibió de ingeniero químico durante la crisis y “el mismo día que se recibió lo despidieron”. Decidió irse a Canadá: “La última vez que lo vi y abracé fue en el aeropuerto. Sentí que me arrancaban un pedazo de mi alma”.
Según relata, no fue fácil para su hijo: “Al llegar a Canadá fue necesario revalidar el título en una universidad que no es gratuita, buscar empleo, instalarse, llevar a su compañera y a su hija. Empezar de abajo para subir escalón por escalón. Hoy por hoy, mi nieta ya completó una carrera universitaria y tiene empleo. Sin embargo, algo se rompió en los vínculos familiares. Ni ellos volvieron ni yo con mi modesta jubilación puedo viajar. Alguna llamada por Whatsapp de vez en cuando”.
Algunos consideraron emigrar, pero era una situación que implicaba un gran costo. Así lo recuerda Alicia, que en 2002 era una arquitecta independiente y tenía a su cargo dos hijos adolescentes. “La industria de la construcción quedó detenida, y mi trabajo también. Así llegamos a fines de 2002, con 41 años, sin trabajo ni dinero y una casa que mantener. Pensé mucho qué hacer. Pasaba horas calculando y evaluando las opciones, cómo llegar a fin de mes, cómo ahorrar. Nada fácil mantener el temple”, asegura, y agrega que habló con una amiga que vivía en Madrid y evaluó emigrar: “Voy a trabajar como arquitecta allá, o trabajo de cualquier cosa acá. Esa era mi consigna”. Alicia optó por quedarse porque “el dinero necesario para el traslado hacía casi inviable la hazaña. Fueron meses de una enorme angustia, de vivir muy al borde en lo económico y en lo emocional”, recuerda.
Contra el hambre, solidaridad
Pablo se acuerda del hambre que pasó en 2002, cuando aún era estudiante de profesorado. La crisis arruinó la economía del hogar, al punto de que un día él y su pareja tuvieron “sólo una papa hervida para comer entre dos en todo el día”. Recuerda que un buen día era cuando hacían tortas fritas, aunque eso derivó en enfermedades crónicas que arrastra hasta hoy. Asegura que otros la pasaron peor: “Tenía estudiantes en el ámbito rural que sólo se alimentaban a partir del almuerzo provisto por el comedor, y se llevaban las sobras que juntábamos docentes y alumnos”, subraya.
Silvia también recuerda haber pasado hambre en ese momento, cuando era estudiante de UTU y su madre cobraba 100 pesos por semana como empleada doméstica. “Recuerdo que estudiar en el salón frente a la clase de panadería era una tortura, porque el olor a comida caliente me desconcentraba y me hacía doler la panza. Fue una experiencia traumática que no le deseo a nadie. Nunca me pude olvidar del dolor del hambre”, relata.
Para paliar esa situación muchos se unieron con otros vecinos, como María Constanza, funcionaria de limpieza en la Universidad de la República, que ganaba 3.500 pesos al mes. “En mi casa acostumbramos juntarnos varios padres y madres de familia para cocinar la cena todos juntos y darles de comer a nuestros hijos”. Según cuenta, un día compraron 50 gallinas por 250 pesos: “Las sacrificamos a mano, las pelamos en agua caliente, había plumas y sangre en todo el terreno. Las congelamos, comimos gallina de mil maneras posibles. Fue sin duda una época muy difícil; los sacrificios que tuvimos que hacer y las penurias que pasamos sólo se compararon a las pasadas en mi adolescencia en los años 80”.
En 2001 Marcelo se quedó ciego. Durante 2002 tuvo que hacerse varios estudios que la mutualista decidió no pagar, no tenía ingresos, y según cuenta, “de todos aquellos recuerdos, siempre destaco la solidaridad de mis compañeros, vecinos y de los médicos, que buscaron de todas formas cumplir con los controles necesarios”. Ese año Marcelo participó en una de las ollas populares que organizaron desde la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua: “Cada uno llevaba algún fideo, arroz o verduras y compartíamos una gran olla entre todas y todos; eran tiempos de mucha desocupación, de ayudarnos entre todos”.
Sin trabajo y sin dinero
Otro lector contó que luego de vivir varias décadas en otros países volvió junto a su esposa a jubilarse a Uruguay, con cheques de sus fondos de retiro que en conjunto valían más de 600.000 dólares de ese momento y los depositaron en el Banco de Montevideo. “Hicimos confianza y pusimos los huevos, todos en la misma canasta. Pasó lo que pasó, muchos perdimos y unos pocos se beneficiaron y mucho. De tener una tranquilidad en la vida pasamos a ser casi indigentes y ya no con edad para empezar de nuevo. La angustia le trajo cáncer a mi esposa y lentamente se fue apagando hasta que falleció. Uruguay nos jugó una muy mala pasada y la única respuesta que obtuvimos era que los capos del banco habían depositado mis cheques en las Islas Caimán”. “Hay gente que tuvo la fortuna de recuperar al menos algo; nosotros, nada”, terminó.
Una de nuestras lectoras nos contó que trabajaba en la salud y la despidieron. “La agonía de perder una fuente de trabajo es como un Titanic que se hunde; deja a la luz lo bueno y lo malo de las personas, las que trabajan contigo y las que te rodean. En lo personal no volví a ejercer mi profesión. Mi edad me dejó en esa especie de limbo en el que quedan los que no son lo suficiente viejos para jubilarse ni lo suficientemente jóvenes para acceder a un trabajo. La desocupación es un estigma que te marca para siempre. No importa cómo logres salir de esa situación”.
Pablo es de Maldonado y ese año también perdió su trabajo. “En ese entonces con 27 años, un hijo de ocho y una hija de tres vivimos tiempos muy complicados. Para poder llevar la comida a la mesa, pagar luz y agua salí a vender alfajores de maizena de producción propia en la cocina de mi casa. Muchas veces lo hice en bicicleta, porque no había dinero para ponerle nafta a la moto, una Atala. Iba almacén por almacén y había días de suerte y vender las diez bandejas con 24 unidades cada una y muchos días de venirme con la mitad o todas para atrás”, recuerda.
Liliana era vendedora independiente en el sector industrial y el día después de que se anunció el feriado bancario se quedó sin trabajo. Esto nos contó: “Estuve seis meses sin trabajo. Era mi primera vez, no tenía ninguna seguridad social porque yo era mi patrona. La desesperación fue grande. En mi familia también mi hermana y mi cuñado quedaron sin trabajo. Mi madre, con su jubilacioncita, y la pensión alimenticia de mi hijo eran los únicos ingresos. Mi hermana vivía de la caridad de los vecinos en su ciudad y me mandaba ropa que le regalaban sobre todo para mi hijo, que crecía mucho en esa época. Mi hermano vivía en el exterior y nos mandaba a cada una 100 dólares por mes que eran como sacarse la lotería; ese día comprábamos, por ejemplo, carne para hacer milanesas”.