Las cárceles, como muchas otras instituciones, están construidas desde una perspectiva androcéntrica y heteronormativa. Lo primero implica que fueron pensadas por y para varones. Lo segundo, que funcionan con reglas basadas en la dicotomía varón/mujer y en los roles tradicionales asignados a cada género. En este contexto, las mujeres privadas de libertad están en una situación de desventaja.
De las 11.748 personas que hoy están privadas de libertad en Uruguay, 634 son mujeres, según datos del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR). Esto representa apenas 5,4% del universo total, un número reducido, pero que no amortigua el impacto de las desigualdades de género que se reproducen en el encierro.
Un desglose de las cifras permite ver que más de un tercio de estas mujeres, casi 36%, están presas por delitos vinculados con las drogas. La proporción es considerablemente mayor al 10,5% de varones que están privados de libertad por el mismo motivo. Y tiene sus características específicas.
Con la mirada puesta en la situación de esta población es que la Junta Nacional de Drogas (JND) presentó la semana pasada Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento en Uruguay, una guía que visibiliza las brechas de género en personas encarceladas por delitos de drogas en nuestro país y plantea recomendaciones para incorporar a las políticas públicas. El documento es la adaptación a la realidad uruguaya de una guía regional publicada en 2016 por la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, el Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas, la organización De Justicia y la Comisión Interamericana de Mujeres de la Organización de los Estados Americanos. El proceso nacional fue liderado por la Secretaría Nacional de Drogas junto con un grupo interinstitucional conformado por 22 instituciones y organizaciones del Estado y la sociedad civil.
Hablar de la tríada mujeres-drogas-privación de libertad implica tener en cuenta dos fenómenos: el impacto del encierro en las mujeres que están presas por delitos de drogas y el abordaje de aquellas reclusas que, además, tienen un consumo problemático de sustancias. En muchos casos, estos dos aspectos son indisociables.
La guía busca profundizar en estos dos ejes con una perspectiva de género, de derechos humanos e interseccional. ¿En qué condiciones viven estas mujeres? ¿Tienen acceso a una atención integral de la salud? ¿Se contemplan programas de uso problemático de sustancias? ¿Se enfrentan a alguna forma de violencia de género? ¿Están garantizadas las necesidades específicas de aquellas con hijas e hijos a cargo? ¿Es posible que el sistema de Justicia pueda optar por medidas alternativas al encierro? ¿Hay propuestas sociolaborales y educativas para que, ya en libertad, las mujeres puedan construir una trayectoria de vida lejos de las redes delictivas?
Una apuesta a la alternativa
Las estadísticas del INR no permiten conocer en detalle cuál es la acusación o condena de cada una de las mujeres privadas de libertad por delitos de drogas, pero las penas mínimas que establece la Ley 14.294, de estupefacientes, son de tres años de cárcel. Estas penas son desproporcionadas, asegura la guía, si se considera que generalmente las mujeres son el último eslabón de la cadena del narcotráfico: la mayoría están presas por delitos no violentos y microtráfico o narcomenudeo. Su castigo no suele repercutir sobre las redes de narcotráfico, y tampoco derivan en el encarcelamiento de quienes tienen el control.
Esto resulta en un “encarcelamiento masivo” de mujeres, según dice Diego Olivera, secretario general de la JND, en el prólogo del libro, e influye directamente en la sobrepoblación y el hacinamiento en las cárceles.
“Hoy uno de los dramas que tiene el sistema penitenciario es que hay una enorme cantidad de personas que podrían no estar presas”, dijo el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit, durante la presentación del informe. “¿Cómo hacen entonces con los actos que cometieron? ¿Dejan de ser responsables? No. Pero la cárcel no es la única manera de rendir cuentas. La persona puede rendir cuentas con la sociedad, reparar y repararse de muchas otras maneras”, aseguró Petit.
La promoción de medidas alternativas a la privación de libertad para mujeres vinculadas a delitos de drogas no violentos es justamente una de las principales recomendaciones de la guía. En particular, se habla de “sensibilizar al Poder Judicial” en este sentido, para que pueda decidir según el caso y no distinga la pena según el tipo de sustancia. “Que la gravedad del hecho no pase por el tipo de sustancia sino por si el delito ha sido violento o no”, dice el texto. En la misma línea, se recomienda que se destinen más recursos a los sistemas de penas alternativas a la privación de libertad y se diversifiquen las opciones de libertad asistida que brinden inserción sociolaboral.
Según datos del INR relevados en la guía, en febrero de 2017 sólo 119 personas contaban con medidas diferentes a la privación de libertad, lo cual en su momento representaba 1% de la población carcelaria. La mayoría (68 personas) estaban en régimen de prisión domiciliaria. El resto se dividía entre arrestos domiciliarios nocturnos y durante los fines de semana, arrestos domiciliarios y tobilleras electrónicas. Ese año la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recomendó que la vigilancia electrónica se amplíe “con especial énfasis en mujeres procesadas por delitos de drogas y en mujeres madres o con personas dependientes a cargo”.
Brechas y violencias
Más de la mitad de las mujeres privadas de libertad en Uruguay son “primarias” –es decir que es su primera vez en el sistema penal–, madres solteras y jefas de hogar, de acuerdo con datos del Observatorio Uruguayo de Drogas. Una de cada cinco tiene menos de 23 años. Son mujeres que no suelen tener apoyos ni redes de contención: las cifras muestran que reciben la mitad de las visitas que reciben los varones.
En cuanto a las condiciones de reclusión, la guía señala que “las mujeres ocupan un lugar residual en el sistema carcelario”. El informe asegura que con excepción de las unidades penitenciarias de Montevideo, en el resto de los departamentos del país las mujeres “se encuentran en alas o sectores dentro de cárceles mayoritariamente ocupadas por hombres y con malas condiciones de infraestructura”. Un informe de la organización Servicio Paz y Justicia citado en la guía concluyó en 2015, después de visitas a cinco cárceles con población femenina, que “las reclusas fueron pensadas marginalmente en la reestructuración del sistema”. En este sentido, señala que no se realizaron nuevas construcciones específicas para ellas, sino que se reacondicionaron viejos lugares que quedaron disponibles por traspasos de reclusos a otros establecimientos. A esto se suman otros factores de habitabilidad, como “falta de higiene, insuficiencia de acceso al agua, alimentación insuficiente y de mala calidad, carencia de proyectos socioeducativos y laborales”, de acuerdo con el “Informe anual 2018” de la Institución Nacional de Derechos Humanos.
Otro eje que pone en contraste las condiciones de vulnerabilidad específicas de esta población tiene que ver con el acceso a la salud y a los derechos sexuales y reproductivos. En este sentido, la guía recuerda que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) recomienda impulsar una “estrategia de atención con enfoque en promoción de salud y prevención, a efectos de lograr la detección precoz y el tratamiento oportuno de diferentes patologías, así como la continuidad y el seguimiento longitudinal de pacientes”. Este es todavía un “desafío”, dice el documento, para el sector que brinda cobertura sanitaria a las personas privadas de libertad, particularmente la Administración de los Servicios de Salud del Estado y el Departamento de Sanidad Policial del Ministerio del Interior.
Por otro lado, según la OPS, los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres privadas de libertad en Uruguay “no están asegurados”. La guía menciona el “limitado acceso a la visita íntima” y asegura que las reclusas “reportaron haber sufrido prácticas de violencia sexual”. También fueron identificadas situaciones de violencia obstétrica y dificultades para acceder a un aborto.
Las Reglas de Bangkok, creadas por la Organización de las Naciones Unidas para el tratamiento de las medidas privativas de libertad de las mujeres, señalan que es necesario abordar con una perspectiva de género la atención de la salud sexual y reproductiva, la salud mental, el tratamiento de enfermedades como el VIH y el uso problemático de drogas. Acerca de este último punto, la guía ahonda en la importancia de que el personal penitenciario esté capacitado para identificar si hay situaciones de consumo problemático desde el momento en que una persona ingresa a la cárcel. Además, da pautas de atención ante la imposibilidad de que la persona pueda acceder a un tratamiento de rehabilitación, como una “medida primaria de desintoxicación” y una “mínima orientación al respecto”.
El abanico de recomendaciones para revertir las problemáticas que atraviesan las mujeres privadas de libertad por delitos de drogas es amplio e incluye varias propuestas sociolaborales y de formación para que, una vez en libertad, tengan alternativas a los negocios ilegales que se tejen en el barrio o en el seno de sus propias familias. Muchas de las sugerencias están hechas pensando en la preparación para el egreso: instar a que el Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente facilite el acceso a planes de vivienda, subsidios y alquileres para mujeres en situaciones de vulnerabilidad, o reactivar proyectos de centros penitenciarios “de medio camino”.
Otras, en cambio, tienen un carácter de prevención, como la que propone diseñar estrategias de intervención territorial entre las oficinas territoriales y los servicios de orientación, consulta y articulación territorial del Ministerio de Desarrollo Social para detectar situaciones de riesgo de microtráfico antes de la privación de libertad. “Me parece que hay que poner un énfasis muy importante en tratar de evitar que lleguen a la cárcel”, dijo la directora del Instituto Nacional de las Mujeres, Mariella Mazzotti, durante la presentación, “porque sabemos que las mujeres cuando llegan a cárceles de adultos ya han vivido una enorme vulneración cuando fueron niñas y adolescentes. Por lo tanto, hay que cortar desde antes esos círculos viciosos de reproducción de estas trayectorias de vida”.
El impacto del encierro en la niñez
En uno de sus capítulos, la guía identifica algunas de las consecuencias que afectan a niñas y niños que viven en las cárceles con sus madres privadas de libertad, en base a un estudio de la organización Gurises Unidos:
- A nivel afectivo y emocional. Frente al encarcelamiento de la madre, manifiestan emociones como tristeza, miedo, vergüenza, y también odio, que determinan “comportamientos y sistema de creencia y valores sobre la Policía, la Justicia y la sociedad”.
- En la vida familiar. Quedan expuestos a “situaciones de desamparo afectivo”, sobre todo si la familia es monoparental.
- En la economía del hogar. El encarcelamiento de quien muchas veces era la única fuente de ingresos provoca en ocasiones que las niñas y los niños tengan que salir a trabajar para sobrevivir, con lo que quedan expuestos a distintos riesgos.
- En la educación. Hijas e hijos de mujeres presas tienen más tendencia a faltar a la escuela o directamente abandonar los estudios, en muchos casos por miedo a las burlas y el estigma.