Luna atraviesa la puerta cargada de bolsas. “¿Las puedo dejar acá?”, pregunta, y señala un recoveco. Cuenta que dentro de los paquetes hay productos básicos que recolectó para llevarle a una mujer que transita la salida de una situación de violencia, con sus dos hijos chicos, en el Cerro. Cuando termine la nota va a confirmar qué ómnibus le queda mejor y se irá para ahí.

La vida de Luna es un poco esto ahora. Después de vivir en carne propia la violencia de género y de un proceso judicial que duró dos años y medio, hoy dedica parte de su tiempo a ayudar a mujeres en esa situación. Las consultas empezaron a llegarle tras hacer público su caso en Twitter y crecieron a medida que ganó visibilidad. A mediados de febrero, decidió ponerle nombre a eso que ya hacía por empatía y creó Mujeres con Alas, que pretende ser un grupo de reparación y acompañamiento para mujeres que vivieron o viven violencia. “Un espacio seguro en donde puedas hablar con otras que te puedan decir que te entienden y no porque trabajan de esto, sino porque lo vivieron, porque saben lo que es levantarte aterrada porque te suena el rastreador, te mandan una custodia y no sabés qué hacer con tus hijos”, explica. “Alguien que te mire a la cara y sepa lo que duele”.

El infierno de Luna empezó en 2018, cuando salió durante tres meses con un varón que ejerció violencia psicológica contra ella y una noche le dio una golpiza que le dejó politraumatismos en todo el cuerpo. Esa vez le cayeron todas las fichas juntas. Lo denunció en agosto de ese año. La Justicia determinó medidas cautelares de no acercamiento y el ingreso al programa de tobilleras electrónicas. Fue el comienzo de un proceso marcado por las constantes transgresiones por parte del agresor, el aumento de las situaciones de riesgo para la mujer y los incontables pedidos para que el caso pasara a la órbita penal.

En diciembre del año pasado, la Justicia finalmente lo condenó a tres años de cárcel por un delito de violencia doméstica agravado y 45 delitos de desacato. El 3 de marzo, 955 días después de aquella denuncia, la sentencia quedó firme. Luna encontró algo de paz.

Pero su vida ya no es la misma. “Cuando te pasa una cosa de estas, te reduce a la nada y llegás al pozo de autoestima más profundo que podés encontrar. Aun así, la fui remando. Rehíce mi vida desde escombros”, dice. Y recuerda la rabia que sintió cuando, en una audiencia, uno de los abogados defensores del agresor dijo que ella ya había “hecho su vida” porque durante el proceso se casó y tuvo otra hija. “Como si yo ya estuviera bien”, acota. Como si no quedaran marcas. Como si ya no doliera.

“Muchas veces demuestro que estoy bien, pero a mí me siguen contactando mujeres en esas situaciones y lloro. Me duele en las tripas imaginar lo que pasa con otras mujeres. Me enloquece. Me parte la cabeza. Yo ya no puedo vivir con eso sin hacer nada”, asegura Luna, que hoy tiene 32 años, un hijo de seis y una hija de uno. De ese dolor nació Mujeres con Alas. “A veces me preguntan si estoy bien, si puedo con esto, si no me remueve”, reflexiona; “la verdad es que sí me remueve, pero por primera vez siento que toda esta mierda puede servir para algo”.

La escalada de la violencia

El vínculo entre Luna y el agresor empezó como empiezan muchas relaciones hoy en día: a través de Tinder. Se conocieron por esa aplicación, después tuvieron algunos intercambios por chat y finalmente decidieron salir. Luna no puede distinguir de manera muy clara cuándo comenzó a manifestarse la violencia, pero recuerda que más adelante la psicóloga del Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres) que la atendió le dijo que fue una “escalada de violencia muy rápida”.

También recuerda que en determinado momento empezó a sentirse “mal” e “insegura”. Lo describe así: “Hay una explicación del ciclo de los psicópatas y de los violentos que es clásica: te bombardean de amor y de todas esas cosas que vos buscás en la vida, se vuelven súper encantadores, te generan cierta dependencia y después te lo empiezan a cortar. Eso te genera una reacción como química, es como que te empiezan a dosificar la adrenalina y empezás a sentirte mal, porque te genera una especie de síndrome de abstinencia, y en eso empiezan los celos”. Esos celos se manifestaban de distintas maneras. “Si tenía amigos era un problema, si salía a algún lado era un problema, si alguien hablaba conmigo era un problema”.

Eso se llama violencia psicológica y está definida en la Ley 19.580 como “toda acción, omisión o patrón de conducta dirigido a perturbar, degradar o controlar la conducta, el comportamiento, las creencias o las decisiones de una mujer, mediante la humillación, intimidación, aislamiento o cualquier otro medio que afecte su estabilidad psicológica o emocional”.

Un mes y medio después de que se conocieron, Luna empezó a tener ataques de pánico y depresión. Se acuerda que fue a consultar a un psiquiatra y le dijo: “No puedo más, me estoy volviendo loca. No voy a hacer nada porque tengo un hijo y cosas que atender, pero la sensación que tengo es de que me quiero morir”.

La relación empezó a tener varias idas y vueltas, hasta que una noche en la casa de Luna, después de una discusión, él la agredió físicamente. “Me golpeó contra todo, me agarró el teléfono y empezó a mandar mensajes a los hombres que tenía agendados porque se le había metido en la cabeza que lo estaba engañando con alguien”, recuerda. La discusión se desató porque él quería salir a comprar drogas y ella, para evitar que tuviera una recaída, le cerró la puerta.

Al día siguiente, Luna tenía politraumatismos en los brazos, la espalda y las piernas. Dice que tuvo que tomar tramadol (uno de los analgésicos más fuertes disponibles) durante diez días para soportar el dolor. Esa mañana no podía “ni sacarse el buzo”, pero fue a trabajar igual. Una compañera se dio cuenta de su estado y la llevó al hospital.

La doctora que la atendió le hizo estudios, le sugirió que se quedara con todos los certificados por si más adelante quería hacer la denuncia y la derivó a la policlínica de violencia. “Yo estaba en shock total, miraba cómo la vida pasaba en silencio, no hablaba con nadie, y cuando me preguntaban hablaba lo mínimo e indispensable”, cuenta Luna.

Una semana después, fue a la policlínica y le “cayeron todas las fichas”. “Me desarticularon los discursos más básicos que tiene una víctima de violencia: que fue mi culpa, que yo le dije que se quedara en casa, que yo cerré la puerta. Hasta ese momento seguía justificando todo: para mí la culpa era mía, que no lo quise dejar salir para que se fuera a la boca y entonces me pegó”.

Esa cita en la policlínica fue crucial porque por primera vez se reconoció víctima de violencia de género. “Te empiezan a explicar lo que vos ya remil sabés pero no reconocés y no podés ver, y es una de las cosas con las que más te machacás la cabeza después. Qué boluda, pensás, cómo estuve así. Ahí te das cuenta de que hay cosas que se articulan adentro de una de tal manera que no es tan fácil de desarmar. Por eso, ese primer contacto que tiene la víctima con alguien es fundamental”. El día después radicó la denuncia en la comisaría.

La travesía judicial

Aquella jornada de agosto de 2018, Luna estuvo en la comisaría desde las 11 de la mañana hasta las dos de la madrugada. La Policía le tomó la denuncia y le dio aviso a una jueza, que determinó que era una “situación complicada” y dispuso una custodia policial. Dos días después, tuvo lugar una audiencia de emergencia.

En esa primera instancia, la Justicia determinó que la situación era de “alto riesgo” y dispuso la conexión de la tobillera electrónica, así como las entrevistas con los equipos de especialistas del Inmujeres.

Tres meses después, se realizó una audiencia evaluativa en la que la jueza tenía que determinar, con base en los informes del Inmujeres y de la Dirección de Monitoreo Electrónico (Dimoe) –el centro que controla las tobilleras‒, si había riesgo o no de desconexión del dispositivo electrónico. El agresor en ese entonces ya acumulaba una decena de transgresiones, por lo que la medida se extendió. Esto volvió a pasar una y otra vez durante los meses siguientes. “La situación entonces se estira, porque la jueza de familia no puede determinar otra medida que no sea extender las medidas cautelares e ir aparte a Fiscalía, que es la que tiene que pedir un proceso penal”, explica Luna.

Violencia de género en cifras

De enero a octubre de 2020 se registraron 33.004 denuncias por violencia de género en todo el país, según los datos proporcionados por el Ministerio del Interior. Esto equivale a 109 denuncias por día o una cada 13 minutos. En la mayoría de los casos (61,1%), la relación entre denunciada y denunciado era de pareja, expareja o vínculo sexoafectivo. 55,8% de esas denuncias derivaron en medidas de protección para las víctimas.

Durante el mismo período, la cartera confirmó 12 femicidios. En 88,3% de los casos, el femicida era un varón que tenía una relación de pareja, expareja o vínculo sexoafectivo con la mujer asesinada. Había denuncias previas por violencia de género en 25% de las situaciones. La mayoría de los agresores (58%) se suicidó luego de cometer el crimen; el resto (42%) fue formalizado.

Mientras tanto, se acostumbraba a vivir con el aparato. El mecanismo es así: al agresor se le asigna una tobillera electrónica y un rastreador, y a la persona en situación de violencia sólo un rastreador. Los dispositivos no pueden apagarse y tienen que estar cargados todo el tiempo. Si la Dimoe identifica que alguno de los rastreadores está sin batería, enseguida se comunica para verificar qué pasó. En el caso del agresor, las desconexiones se registran además cuando se aleja del rastreador, que está conectado a su grillete.

Al agresor de Luna lo imputaron por 45 transgresiones, aunque ella asegura que fueron cerca de 60. El mecanismo que activa la Dimoe en esas circunstancias depende de la transgresión. Lo primero que hace la institución es llamar a la víctima para dar aviso de una posible situación de riesgo y pedirle que active las medidas de autocuidado. “Tenés que pedir ayuda donde estés, esconderte, buscar resguardo, no podés estar a la vista, no podés estar en la calle, tenés que explicar siempre la situación en el lugar donde estás y seguir las orientaciones que ellos te vayan dando”, cuenta Luna. “Todo depende de la situación. Por ejemplo, si él se empieza a acercar y entra en el radio de 500 metros de donde estás, a vos te suena una alarma que te avisa que el tipo se está acercando y es bastante estridente. Ahí te llaman, en general. A él también lo llaman y ven qué está pasando, por qué se está acercando, y le dicen que se aleje”. Si no llegan a contactarlo, envían un patrullero con una custodia policial. A veces da el tiempo para avisar, otras no. Luna asegura que durante dos años y medio aprendió “a estar siempre en alerta”. Y a “coexistir con el miedo”.

De enero a octubre de 2020, se conectaron 1.720 tobilleras en Uruguay, según informó el Ministerio del Interior. En 87% de los casos, el vínculo entre víctima y agresor era de pareja o expareja. La inmensa mayoría de las víctimas (98,3%) eran mujeres. Una proporción todavía mayor de los ofensores (99,5%) eran varones.

Carrera de obstáculos

Mientras Luna se enfrentaba a la renovación constante de las medidas cautelares, daba batalla para que el caso fuera a un juzgado penal. A mediados de 2019, casi un año después de la denuncia, la jueza de familia a cargo del caso y representantes del Inmujeres aseguraron que la situación ameritaba acciones penales y la encomendaron a Fiscalía.

“Pero Fiscalía, nada”, señala Luna. Una serie de sucesos que se produjeron en octubre de ese año la llevó a tomar ella misma las riendas del asunto. El primero fue la noticia del femicidio de Silvana Alonso, una joven de 28 años que fue asesinada en el barrio montevideano La Paloma después de que su expareja rompiera dos veces la tobillera. El segundo fue unos días después de escuchar esa noticia, con miedo a que fuera su nombre el próximo que apareciera en los titulares, cuando el agresor llegó hasta la puerta de su casa a las tres de la mañana. “Desde la Dimoe me pidieron que me resguardara y mandaron como tres patrulleros, seis policías, un despliegue de la gran siete”, recuerda. En ese momento, embarazada, decidió que la situación no podía seguir así y fue hasta la Fiscalía a exigir respuestas. Su caso pasó a manos de la fiscal Darviña Viera, que le aseguró que iba a preparar la acusación.

Esa misma noche, el agresor se escapó de la clínica donde estaba internado por sus problemas de consumo, robó un auto y lo detuvieron en la frontera con Artigas. Lo imputaron por el robo y lo condenaron a 18 meses de libertad vigilada en una clínica de rehabilitación. La denuncia de Luna quedó paralizada por esta otra sentencia penal. Fue en estos días que Luna decidió hablar públicamente de su situación por primera vez.

El año pasado, la fiscal Viera pasó a liderar la operación Océano y Gabriela Fossati asumió el caso de Luna. En diciembre, presentó la acusación contra el hombre y se celebró la audiencia penal. Luna decidió que quería formar parte del proceso porque “cuando está la víctima ahí podés testificar, dar tu punto de vista, y el caso no pasa a reducirse a números y a una listita de transgresiones”.

El 16 de ese mes se conoció la sentencia: el agresor fue condenado a tres años de cárcel por un delito de violencia doméstica agravado y 45 delitos de desacato. La Justicia no dio lugar a la apelación de la defensa y el 3 de marzo la sentencia quedó definitiva.

Juntas y en red

Hacer público su caso llevó a que muchas mujeres en situación de violencia se contactaran con Luna para pedirle consejo, orientación o simplemente buscar la escucha de alguien que atravesó el mismo proceso.

Mujeres con Alas “surge por la necesidad”. Cuando esas consultas dejan de ser “casos aislados” que aparecen en su casilla de mensajes directos de Twitter y “pasan a ser la norma”. El primer movimiento de Luna fue contactar a la psicóloga feminista Noelia Rodríguez, que ya le había ofrecido ayuda. “Le dije que me estaban lloviendo estos casos y que estaba aterrada de meter la pata, porque yo puedo hablar desde mi experiencia, tratar de acompañarlas y más o menos sé para dónde ir, pero me estaba topando con mujeres que no se animaban a romper su círculo de violencia, y yo sé lo importante que fue para mí que alguien tuviera las palabras correctas en el momento correcto. Yo puedo tener toda la voluntad del mundo, pero no soy psicóloga”. Rodríguez se sumó y así se armó el equipo, que lo completan un abogado y un grupo de médicos de confianza a los que Luna consulta según el caso.

El objetivo es que, eventualmente, Mujeres con Alas se convierta en un espacio de acompañamiento y reparación para las mujeres que vivieron situaciones de violencia, que incluya grupos guiados y charlas con especialistas. Por el momento, la realidad conduce a que sea también un lugar al que pueden acudir quienes están sufriendo violencia y necesitan las herramientas para una salida.

Otro de los propósitos es hacer un relevo de información desde la perspectiva de la víctima para detectar “dónde es que el sistema falla”. “¿Quién está cuantificando el relato de la víctima? ¿Quién hace una encuesta de satisfacción de la víctima al final del proceso? A duras penas podemos hacer que no la maten, mucho menos vamos a saber qué opina del proceso más que lo que sabemos cuando deja el proceso de lado, y si es que te enterás, si no la matan antes o si prefiere quedarse callada porque es una situación que no quiere contar porque se muere de vergüenza”, señaló Luna.

Mujeres con Alas está en Twitter y en Instagram. Las responsables lanzaron las cuentas a mediados de febrero y en una semana recibieron más de diez consultas. Desde entonces, las redes sociales también han servido como plataformas para difundir información útil para mujeres que enfrenten cualquier tipo de violencia basada en género.

¿Por qué “Mujeres con Alas”? Porque Luna considera que “no hay nada que se identifique más con la libertad” que las alas. “Y, si hay algo con lo que sueño para todas, es que seamos de una vez libres”.

Lo que (todavía) necesitamos

La necesidad de mejorar los mecanismos que reciben y atienden las denuncias de violencia de género ha estado en la agenda política durante los últimos meses. La votación del último Presupuesto Nacional introdujo en particular la discusión sobre la urgencia de crear más juzgados especializados en violencia de género y la necesidad de que sean de carácter multimateria.

Luna, que vivió el proceso desde adentro, cree que esto último es fundamental. A su entender, hace falta arreglar “muchas cosas” del sistema, pero lo principal es que haya un mecanismo que regule todo el proceso, desde que la mujer hace la denuncia hasta que el agresor es condenado. “Tiene que haber alguien que fiscalice que el sistema se cumpla. El proceso arranca en un punto y termina en otro. Si los juzgados multimateria no llegan a concretarse y esta es la manera en la que se va a seguir, alguien tiene que fijarse que las cosas funcionen como tienen que funcionar en todos los puntos que hay en el medio”, cuestiona la joven. “Nunca debería ser la víctima, que está desbordada emocionalmente y ha sido mil veces vulnerada”.

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