De niña, Emilia Carballo disfrutaba de trepar a los árboles. Subía a lo más alto y pasaba largo rato pensando en un sentimiento que no comprendía. Era como una gran ausencia. Vivía en Bella Unión con su familia cuando en tercero de escuela la maestra Barbarita le contó que, en Uruguay, mataron a todos los indígenas. La ausencia creció. Esa idea no le cerró por ningún lado a Emilia, porque le bastaba con ver las caritas de sus compañeros para darse cuenta de que no era posible. Fue la primera vez que se hizo una pregunta que la acompañaría por mucho tiempo: “¿Dónde están los que yo conocía?”.

Ahora, sentada en las escalinatas de la Intendencia de Montevideo (IM), Emilia es una mujer de 45 años de pelo negro, pómulos salientes y ojos rasgados. Su existencia desafía siglos de colonialismo aplastante. De a poco, va narrando esas primeras preguntas sin respuestas, esas sensaciones que no podía explicar de niña, y esa certeza que le transmitieron cuando preguntó por la matanza de los charrúas. “El camino que vos estás eligiendo es muy difícil”, le dijo su madre. Luego, el silencio.

“Me tuve que presentar al mundo como charrúa para seguir estando sana y empezar a pelearla, a explicar que no nos mataron a todos”. Emilia Carballo

Contar de a poco

La situación por la que Emilia decidió nombrarse charrúa no fue agradable. Tenía 19 años cuando se bajó de un ómnibus frente al hotel Radisson, al lado de un auto de lujo con chapa de Punta del Este. Del auto salían dos hombres que la vieron pasar. Uno la señaló y le dijo al otro: “Vos que molestás preguntando dónde están los charrúas, mirá, ahí va caminando una”. “Empecé a reconocer de una buena vez lo que sentía y lo que otros veían en mí. Me tuve que presentar al mundo como charrúa para seguir estando sana y empezar a pelearla, a explicar que no nos mataron a todos”, relata Emilia. Antes, había intentado adecuarse “a la sociedad como está establecida, pero me di cuenta de que hay un orden jerárquico de colores al cual no iba a acceder nunca, porque tengo este color de piel, esta cara y esta forma de ser”. Luego se adentró en la militancia con el colectivo charrúa Bascuadé Inchalá, que forma parte del Consejo de la Nación Charrúa (Conacha).

Para las personas que se autodeterminan indígenas en Uruguay, la búsqueda de la identidad propia y colectiva es un proceso largo, y una lucha que creen necesaria. Victoria Guevara (27) y Gabriella Puyol (24) están sentadas una frente a la otra con una infusión de hierbas y miel entre las manos. Ambas pertenecen hace un año a la comunidad charrúa Jaguar Berá (también parte del Conacha), y recuerdan las primeras preguntas que se hicieron sobre su identidad indígena.

Hace unos cuatro años, Victoria salía de un chapuzón en el río Negro cuando se preguntó por primera vez si sería charrúa. Seguía el activismo del Conacha y, a pesar de su existencia urbana, sentía una necesidad cada vez más presente de estar en el monte, de nutrir su vínculo con la tierra. Así empezó a indagar en su ancestría: “En mi familia, cuando les pregunto, no sólo no saben, sino que, además, lo niegan sin saber. Me dicen ‘acá somos vascos, no busques que no vas a encontrar nada’. Yo la veo a mi madre y es la más parda de su familia de ocho hermanos, y ahí te das cuenta de cómo se ha dado la discriminación interna. Cuanto más morocho, más tenés que esforzarte por ser aceptado socialmente”.

“Encontré costumbres que hacía mi abuela y las empecé a relacionar con la memoria de los demás charrúas. La memoria colectiva sirve para eso”. Victoria Guevara

Victoria empezó a hilar fino con la búsqueda y encontró ciertas prácticas en su familia que se comparaban con las de sus compañeros charrúas: “Encontré costumbres que hacía mi abuela y las empecé a relacionar con la memoria de los demás charrúas. La memoria colectiva sirve para eso. Me enteré de que enterraban los cordones umbilicales de los recién nacidos bajo el ombú o que cortaban la leña en la fase de la luna creciente para que el árbol no sufriera tanto”. Debido a la pandemia, Victoria no ha podido viajar a Rivera, donde tiene a parte de su familia, y seguir investigando sobre su ancestría.

En el caso de Gabriella, su padre trabajaba en el monte de sol a sol. Allí se crio y jugó de pequeña. Él le transmitió los conocimientos sobre “las plantas y los árboles, en qué fechas podar y lo que se puede comer en el bosque nativo”. Desde siempre supo que su familia paterna tenía ancestría gitana, pero no sabía nada de su familia materna, que vivía su ancestría como un tabú. Logró hablar con una tía abuela, que le contó que tenía familia guaraní. “Sentí que encontré al fin de dónde venía, el eslabón perdido, la necesidad del monte la vine a encontrar ahí”, dice Gabriella. A pesar de tener sangre guaraní, ella se siente charrúa: “Estar en Jaguar Berá fue encontrar ese lugar que me pertenece, ahí me di cuenta de que mi sentir es charrúa. Siento el dolor de las antepasadas, el llamado de la luna, de la tierra, del agua”.

La antropóloga social Francesca Repetto asegura que algunos autores y personas indígenas en Uruguay hablan de la “macroetnia charrúa”, término con el que engloban a las demás poblaciones indígenas, y entienden que tienen un origen común. En lo que respecta a la identidad charrúa, las entrevistadas expresan que lo primero es la “autodeterminación” y, luego, el reconocimiento de la comunidad.

En general, las familias con ancestría charrúa en Uruguay lo ocultaron por mucho tiempo. Como dice Victoria, “las familias lo que han hecho es guardarse lo más que se pueda en las casas y contar de a poco”. Mónica Michelena tiene 58 años y más de tres décadas en la militancia charrúa. Ha sido una de las principales referentes del Conacha en Uruguay y en el exterior. A través de una pantalla dice que se enteró que tenía un bisabuelo charrúa a los 18 años. Ahí empezó una búsqueda de su identidad que la llevó a entender el dolor de su madre y de sus abuelos. “A mi madre la mandaron a los cinco años a las estancias, iba de estancia en estancia. La mandaban al arroyo a lavar la ropa, y vivió intentos de violación por parte de los patrones. Nunca fue a la escuela. La historia de mi madre se refleja en la historia de muchas mujeres. Me empoderé de esa historia y es por todas esas mujeres que soy activista”, dice Mónica.

“La generación de mi madre hizo un pacto de silencio para no transmitir ese dolor verbalmente, pero lo transmitió igual, de otras formas”. Mónica Michelena

Pero si bien la palabra charrúa o indígena ni se pronunciaba en las familias, las prácticas se fueron pasando de generación en generación, y la memoria, a través de las manos y el conocimiento. “Que mi madre se quedara horas mirando el fuego en cuclillas”, cuenta Mónica. “Que mi madre me pidiera: ‘agarrá un vasito con agua, ponele sal y mburucuyá y rocialo alrededor de la casa’”, dice Emilia. La propia Emilia lo vio en sus cuatro hijos cuando descubrió que de niños jugaban con piedras y les hacían preguntas; luego supo que sus antepasados hacían música con ellas. Cuando Mónica le cuestionó a su madre por qué nunca le había contado sobre sus ancestros, su respuesta fue precisa: porque tenía miedo de que la discriminaran. “Esa generación hizo un pacto de silencio para no transmitir ese dolor verbalmente, pero lo transmitió igual, de otras formas”, explica.

Poner el cuerpo

Uruguay no reconoce a los pueblos indígenas que habitan su territorio ni sus derechos, y la creencia popular del “país sin indios” aún tiene vigencia, pese a que el Estado niega la Matanza de Salsipuedes de 1831 como genocidio. Paradójicamente, 5% de la población uruguaya cree tener ascendencia indígena, según el último censo nacional de 2011, y ya en la década de 1980 comenzaron a emerger los colectivos que reivindican su ancestría charrúa. Según resultados recientes de las investigaciones genéticas que ha aportado el Departamento de Antropología Biológica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, 37% de la población uruguaya tiene al menos un ancestro indígena, y en departamentos como Tacuarembó asciende a 62%. Sin embargo, según las últimas investigaciones del departamento, aún no se ha encontrado linaje indígena por la vía paterna en Montevideo.

Para la arqueóloga Mónica Sans, eso comprueba que en Salsipuedes se mató a los hombres charrúas. A las mujeres, niñas y niños los repartieron de forma planificada en las estancias y en las casas de Montevideo con fines de esclavitud doméstica y sexual. Pero lo que pasó con estas mujeres se conoce muy poco, porque si la existencia charrúa en Uruguay es invisible, la existencia de las mujeres charrúas lo es mucho más. “La historia sobre los indígenas del Uruguay [...] se enfoca en la presencia masculina y en cómo los dominios coloniales interfirieron en esas vidas”, escribe Repetto respecto de esa invisibilización.

Las únicas manifestaciones y resistencias que se conocen de las mujeres charrúas de la época se remontan al Montevideo de 1831, cuando lloraban, gritaban y se arrancaban los cabellos de dolor por sus hijas e hijos robados. También se sabe que muchas de ellas fueron “devueltas por inútiles” a la calle o a las cárceles. Esta invisibilización persiste en la actualidad. Mónica denunció en el portal Hemisferio Izquierdo que “a pesar de los avances del Estado uruguayo en clave de derechos humanos, en nuestro país persiste el colonialismo, la discriminación, sexismo, racismo, y exclusión, lo que remarca la invisibilización de las mujeres indígenas, y por ende el ejercicio pleno de nuestros derechos”.

¿Cómo es transitar el espacio público con cuerpo de mujer indígena? Emilia, que es artesana, se encontraba vendiendo con su paño frente a la Intendencia de Montevideo en marzo de 2021, cuando personal de la comuna le ordenó que se retirara. Decía que les había llegado una denuncia con su nombre y foto. Emilia preguntó por qué al resto de los vendedores no se les pidió que se retiraran, le respondieron que la denuncia anónima sólo tenía su nombre. No podía volver a trabajar allí. “Estábamos en el Mes de la Mujer, en la intendencia había una feria de mujeres emprendedoras”, recuerda Emilia. “Yo ni siquiera soy reconocida como mujer, mucho menos como indígena o como emprendedora. Esa tarde me quedé sin trabajar. ¿A dónde voy a pedir ayuda? ¿A quién voy a recurrir?”.

“Hay inchalás a quienes, al preguntar a sus familias por sus antepasadas, les han dicho que provienen de charrúas prostitutas del Ejército cuando, en realidad, fueron mujeres entregadas al Ejército y violadas”. Gabriella Puyol

Guardianas de la memoria

Las mujeres charrúas reclaman el derecho a conocer las historias de sus antepasadas repartidas y separadas de sus hijos después de la Matanza de Salsipuedes. “Hay inchalás [hermana/hermano] a quienes, al preguntar a sus familias por sus antepasadas, les han dicho que provienen de charrúas prostitutas del Ejército cuando, en realidad, fueron mujeres entregadas al Ejército y violadas. Es mucha la impotencia que nos da saber que una inchalá en la repartición sufrió tanto y que luego su descendencia niegue su historia. Nos llena de rabia, queremos saber qué pasó con las mujeres charrúas”, dice Gabriella.

Con sus décadas de militancia, Mónica asegura que fueron las mujeres las que primero se reivindicaron como charrúas y las que lideraron principalmente los activismos de la región. También dice que son las “guardianas de la memoria”, las que cuidaron lo que perduró de las tradiciones y costumbres charrúas, porque son las que quedaron con vida después del etnocidio de Salsipuedes. Aunque, para ella, el rol de mujer guardiana de la memoria es intrínseco a su cultura: “Sobre plantas medicinales sabemos más las mujeres. La presentación del niño a la luna la hacemos las mujeres de la familia para que la luna le transmita al niño toda su energía. También le pedimos a la guidaí [luna] cuando el corazón nos aprieta. El curar con la palabra [curandera o vencedora] es un conocimiento que se transmite entre las mujeres”.

Mónica y Emilia les dan mucha importancia a los encuentros de mujeres. Allí es donde se atreven a contar historias familiares que nunca han contado. Y tienen una misión de vida: la de armar el “gran quillapí de la memoria”, como explica Mónica: “Cada una de nosotras tiene un pedacito de memoria que, aunque no lo saquemos para afuera, está muy adentro nuestro. Entre todas lo estamos armando, estamos cosiendo ese quillapí. Esa tarea es continua y de mucho entusiasmo. Nos reunimos, a veces grabamos, nos hablamos de esas memorias que quedan ahí, en ese instante. Quedan dentro nuestro”. Históricamente, el quillapí es una capa confeccionada con pedazos de cuero cosidos por las mujeres charrúas colectivamente.

En este (re)hacer la memoria, las mujeres charrúas reivindican la historia de las mujeres guerreras. Luisa Tiraparé fue una “mujer de armas tomar”, según Mónica, que luchó hasta 1862 para mantener a un grupo de indígenas reunidos en un pueblo a las orillas el río Yi. También rescatan del olvido a Guyunusa, la única mujer entre los cuatro charrúas secuestrados y llevados a París a un zoológico humano en condiciones penosas en 1833. Dicen que Guyunusa dejó un hijo de ocho años en este territorio, y que en París tuvo una niña que le quitaron. “Algunas de nosotras somos madres y hay algo muy fuerte, porque a Guyunusa la secuestraron y se la llevaron estando embarazada. Nos ponemos en la piel de esa mujer secuestrada de forma socialmente consensuada. Es una barbarie. Guyunusa para nosotras es un ancla en la tierra”, dice Emilia.

Será por eso que uno de los primeros reclamos de las mujeres charrúas madres es poder parir como ellas desean y necesitan, en cuclillas. “Tenemos un trauma en común que es el quirófano donde vamos a dar a luz, acostadas en una camilla, de piernas abiertas, expuestas a no sabemos qué”, cuenta Emilia. “Estamos recabando historias muy fuertes, como la de Sofía, que por decidir parir en cuclillas tuvo una fuerte discusión con el personal de salud en medio del trabajo de parto”.

¿Quién soy?

Además del trabajo de las mujeres guardianas de la memoria, la recuperación interna de la historia charrúa se hace desde las primeras asociaciones charrúas. Para eso apelan a los “círculos de la memoria”, con el “bastón de la palabra”, que pasa de mano en mano y concede el momento de hablar a quien lo sostiene. “Nuestros antepasados usaban un bastón de piedra, ahora usamos uno de madera. Nos sirve cada vez que tenemos algo importante que decir o para dirimir un conflicto interno. Eso nos ordena y nos centra, no tenemos que levantar la mano ni nos hablamos encima. Lo hace comunitario”, cuenta Mónica. En estos círculos han conocido los problemas que arrastran las familias charrúas: el alcoholismo, los femicidios, la violencia, la pobreza.

En uno de los últimos estudios biológicos de la arqueóloga Mónica Sans se comprobó que existe mayor proporción de ancestría indígena en la población de menor nivel socioeconómico de Montevideo. “De un pueblo que ha sido hostigado no salen todas las cabezas piolas, buenas. Estamos llenos de problemas y encima somos de los más pobres del país”, dice Victoria. Según las jóvenes, viven en una tensión constante entre “la cabeza nativa y la cabeza occidental”. “El charrúa del siglo XXI tiene que deconstruir varias generaciones de un sistema que le impusieron. Cuando estamos tratando de pensar con las cabecitas nativas, se nos cruzan cosas de la cabecita occidental impuesta. Ahí pensás ‘por qué estoy haciendo esto que va en contra de todo lo que pienso y quiero’, y esas contradicciones te generan fantasmas. Cuando estás en medio de la comunidad, y ves que a otros inchalás les pasa lo mismo, eso se suma y genera bronca, resentimiento y violencia interna. Nos estamos esforzando mucho para romper con eso y cuesta un montón”, cuenta Gabriella.

Como parte de la visibilización de la cultura y presencia charrúa, Victoria cree importante que Uruguay se declare Estado plurinacional, como lo es Bolivia o Ecuador: “Eso implica que en la educación se enseñe que los charrúas existen y que haya una educación intercultural, para que los niños charrúas no se olviden de su cultura, y que la puedan seguir nutriendo en sus vidas. Lo otro es la salud, nosotros vamos muy poco a los médicos. Es todo a base de yuyos y alimentación, es importante que haya una salud que reconozca nuestra medicina nativa”.

Según Emilia, “seguir negándonos como pueblo charrúa es absurdo. Entonces, ¿quién soy?, ¿cómo soy?, ¿no existo? Si nos niegan siguen haciendo un vacío legal”. En su recorrido, reconocerse charrúa fue fundamental para reencontrarse con las ausencias que sentía de pequeña, las memorias de sus antepasados. Ella repite: “Si negamos una parte vital nuestra, nos enfermamos. Nadie puede negar quien es”.